Tuesday, February 14, 2006

Cardiograma de Tenochtitlán

Don Luis González, autor de Introducción a la microhistora, tituló “Cardiograma de Michoacán” una conferencia que dio ante un grupo de cardiólogos. La imagen, como todas las metáforas que usa un historiador con estilo literario, sugiere la presencia de un ser vivo al que se le puede tomar el pulso. La ciudad física permanece y sus habitantes, con el paso de las generaciones, van cambiando. Hay un momento, sin embargo, en que conviven los que se están yendo y los que están llegando, como en una suerte de cross fading, de disolvencia cinematográfica, para refrendar que la ciudad tiene el corazón de su ciudadanos.
“Las ciudades son su gente y esa gente necesita, al evocar el imaginario de la ciudad, los referentes de su memoria interiormente visualizada”, dice Manuel Vázquez Montalbán. “Las ciudades necesitan tener orgullo porque no son entidades abstractas u orografías artificiales construidas contra el cielo en busca del skyline.”
Roland Barthes, que en todo veía sistemas de signos, entendía a la ciudad como discurso. Vamos por sus calles y las leemos. No sólo leemos sus letreros espectaculares. Leemos su inmoviliario y su basura, su estado de ánimo, su cordialidad o su agresión. Ese discurso es en realidad un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros le hablamos a nuestra ciudad, al habitarla, al atravesarla, porque es el lugar de nuestro encuentro con el otro, el punto de reunión.
Difícilmente podríase fijar la vista en un lugar desprovisto de algún anuncio publicitario. Hasta los autobuses vienen y van forrados de propaganda. Las casetas telefónicas ostentan la publicidad de Telmex. Los peloteros de la Liga Mexicana de beisbol llevan en sus uniformes de payasos los logotipos de Mexicana o de Bancomer. No hay futbolista que no juegue con la Coca Cola, la Corona, la Victoria, la Sol en el pecho. No se sabe ya a qué equipo pertenecen porque todos parecen de la Coca o de la Corona. En el país de la libre empresa serían inimaginables los Yanquis de Nueva York asumiendo como honrosa esta veleidad de los comerciantes. No se lo permitirían a sí mismos ni el público lo vería sin rubor. Las transmisiones de las Olimpiadas antes que nada, y sobre todo, han sido un fenómeno publicitario. Una verdadera orgía de la publicidad y su tiranía.
Y es que no hay esquina sin letreros, el menos en la ciudad de México (aunque un día vi un pueblo de Campeche totalmente pintado de azul, el azul de la Pepsicola, de la cual era accionista el gobernador) que es sin duda la metrópoli con más espectaculares del mundo. Ni siquiera Nueva York, la capital del capitalismo, la sede de los negocios en serio y de la banca mundial, se permite en sus calles tal profusión de esos anuncios que los publicistas llaman “espectaculares”. ¿Por qué?
Porque hay un gobierno que dirige la comunidad y una sociedad civil que no permite que le degraden su ciudad en aras de los caprichos de los comerciantes incapaces, allá, de sobornar a las autoridades.
Desde la legalidad del Estado no se ha podido con la trama de millonarios intereses que se va tejiendo entre las agencias de publicidad y los arrendadores de espacios, que pagan cualquier cosa a los dueños de las casas y de los edificios, y revenden —ganancia fácil— en mucho más dinero su espacio abrumador.
Los espectaculares proliferan, se multiplican a un ritmo frenético y se nos imponen a fuerzas. Son inevitables. Violentan nuestro libre albedrío. Tenemos que verlos sin remedio. No tenemos alternativa. Por eso son una ofensa. Así lo ha denunciado el arquitecto Salvador Aceves, pero en México de nada sirve la protesta civil ante la bomba publicitaria.
En casi todos los tramos del anillo periférico del sur capitalino el automovilista puede ver, a golpe de vista, por lo menos nueve anuncios al mismo tiempo. La saturación, el desconcierto y la confusión de los mensajes se vuelven una agresión cotidiana contra el espectador. Se compiten entre sí las imágenes y uno se pregunta cuál podría ser su eficacia. Aparte del racismo propio de los publicistas mexicanos —que sólo ponen a personajes anglosajones en sus anuncios, destacadamente los de El Palacio de Hierro— y sin contar los estúpidos slogans tan ideologizados y degradantes para la mujer cuando se trata de vender brasieres y pantaletas, lo preocupante por ahora es la profusión de los anuncios que no tiene límites. Como si no existiera la autoridad. Como si no hubiera Estado. Hasta ellos mismos, los publicistas, deberían darse cuenta de que sus mensajes pierden toda eficacia cuando el bosque no deja ver los árboles. Pero se trata de la lógica comercial, la lógica del dinero. Y la saturación no importa, aunque con ello el publicista engañe a su propio anunciante.
En el sur de California y en la autopista que va de San Diego a Tijuana sólo puede verse un anuncio espectacular cada sesenta millas. ¿Por qué? Porque hay un gobierno en el condado de San Diego y su principal argumento, su justificación de la ley, es que los anuncios distraen a los automovilistas. En el periférico se inaugura una gran pantalla televisiva para más imágenes. No tienen límite. Con su presencia los anuncios envilecen los paisajes naturales y ya no se pueden ver las estribaciones del Ajusco, del cerro de Xochitepec, del Tehutli y del Popocatépetl.
Por si tal hostilidad fuera poca, los traficantes de los espactaculares han llegado al colmo de talar árboles para que se vean sus esperpentos. Estos ecocidas depredadores mutilan impunemente árboles de treinta o cuarenta años hasta dejarles unos cuantos muñones. Y siempre con la complicidad de las delegaciones, sean del PRI o del PRD.
Basta ver lo que queda de los grandes cedros sembrados ya adultos en 1967 frente a la sala Ollín Yolistli o los cientos de fresnos, álamos y pirules que desde allí, hasta la calzada México-Xochimilco, han sido martirizados. Es inaceptable el despojo del espacio visual y el envilecimiento del paisaje que cometen estos vándalos del espacio público.
¿En manos de quiénes está la ciudad: de los comerciantes o de las autoridades legalmente electas? Tenemos que educar a nuestros publicistas y a nuestros gobernantes para que entiendan que existe lo que se llama el bien común.
El problema de la criminalidad no es menos trágico. En la gran Tenochtitlán se reproduce, tanto como en cualquier ciudad de los Estados, la mímesis entre policías y delincuentes. El poder policiaco tiene el control de las calles. Los agentes no obedecen a sus superiores y conforman una instancia autónoma del delito. La mejor forma de delinquir es con el uniforme azul oscuro, la pistola reglamentaria, el chaleco antibalas y la patrulla que sirve de cárcel clandestina y rodante para secuestrar, extorsionar y robar (o matar).
La colusión policiaca con el hampa organizada y desorganizada equivale a una toma cotidiana de la ciudad. Y ése ha sido el problema eterno del Estado mexicano: el de la policía como un poder aparte.
La lucha contra la criminalidad, sea la del alcalde Giuliani en Nueva York o la del procurador Giovanni Falcone en Palermo, es algo que en nuestro tiempo tiene una mayor dimensión que en el pasado. Lo que llegó a conocerse en Nueva York como la estrategia de la “tolerancia cero” no significó sólo la intransigencia policiaca –revisar en la computadora los antecedentes de quienes cometían faltas menores, como saltarse la puerta del metro para no pagar el boleto— sino que se caracterizó también por tomar la iniciativa contra al crimen y no obrar a la defensiva. No bastaba poner casetas de policías en los suburbios del Bronx, Brooklyn, Queens o a lo largo de Manhattan. Había que ponerle cuatros a los criminales. El índice de delincuencia bajó notablemente y Nueva York dejó de ser una ciudad tan peligrosa como Washington o Detroit. (Léase el ensayo “Can you believe the New York miracle?”, de James Lardner, en The New York Review of Books Review del 14 de agosto de 1997.)
Para bien o para mal la ciudad de México no es como las ciudades norteamericanas. Es un laberinto de laberintos y zonas ciegas, puntos muertos para la incursión policiaca. Es una asamblea de ciudades, dice Juan Villoro, tan megalópolis que nadie sabe cuántos habitantes tiene exactamente.
No importa que el gobierno de la ciudad sea del PRI, del PAN o del PRD: hay una estructura criminal, una cadena de sobreentendidos entre delincuentes, empresarios, empleados públicos, funcionarios, agentes del Ministerio Público y jueces, que no hace nada fácil la gobernabilidad. Un jefe de delegación no puede imponer su autoridad ni para cerrar una fonda ilegal y “amparada” en la colonia Condesa. En Polanco la mafia de los “antros” desgarra los sellos de clausura y se muere de la risa para volver a abrir esa misma noche. En la Tesorería se ha llegado al colmo histórico (como en ningún otro país) de que los empleados se roben los impuestos.
En otros estratos de la sociedad capitalina, los mismos a los que se refería Luis Buñuel en Los olvidados (1950) y comparecen de nuevo en la estupenda película Amores perros, la criminalidad de barrio y de madrugada apenas completa el cuadro. Y Amores perros, como dice el fotógrafo Héctor González, es apenas un fotograma del infierno que se vive en buena parte del DF.
Ya no podemos pensar igual del paseo de la Reforma ni de la avenida Juárez, ni de ningún otro enclave de esta megalópolis dipersa y fragmentada, esta alfombra sin fin compuesta de retazos que se nos desgaja e inunda -las lluvias dejan saldos de decenas de muertos y viviendas derrumbadas- o se nos desmorona como en 1985 y que sin embargo, y a pesar de todo, resucita y palpita como polis durante las marchas del México civil, como la que se reorganiza cada 2 de octubre, cuando pensamos en nuestros muertos.
En 1968 la ciudad de México tenía ocho millones de habitantes. Y había tranvías. Íbamos por la ciudad y la leíamos como un libro. Desgajada por el agua, dentro de veinte años no es improbable que se quede sin agua, que ya, paradójicamente, empieza a faltar en los amasijos proliferantes de las afueras. Los búnkers de las calles encadenadas en las zonas residenciales, las pandillas, las colonias zonas de guerra, los asaltos nocturnos, la desolación de Tlatelolco, la noche vacía de Insurgentes Sur, nos recuerdan a cada paso que habitamos una ciudad deshumanizada, sin “acontecimientos espaciales”, privada de comunicación arquitectónica, un “campo lacónico”: el de la soledad.
Leemos la ciudad durante la marcha del 2 de octubre y reconocemos sus lugares, el Zócalo, San Ildefonso, la Ciudadela, la Plaza de Santo Domingo, el casco de Santo Tomás, Tlatelolco. A cada paso nos encontramos con los signos de la memoria y con los que fuimos hace treinta años.
Al recorrerla recordando a nuestros muertos no sólo recuperamos la esperanza: también los mitos, el México civil, los lagos, los cerros, el Popo, el Izta, el Ajuzco, las grandes coordenadas y los referentes históricos en que ha pensado el arquitecto Mario Schejtnan para refundar Tenochtitlán.
En uno de sus cuentos escribía Nicolás Gogol. “A nada puede compararse la Perspectiva Nevski, por lo menos en San Petersburgo.” Gogol hace el canto de la algarabía urbana: la perspectiva (o la avenida) Nevki como espacio público tomado y utilizado por los ciudadanos. Recrea la vida de ese corredor, desde el amanecer hasta la noche. La describe como un pregonero de carnaval e inventa uno de los géneros fundamentales de la literatura moderna: el romance de la rúa urbana, en el que la misma calle es la muchacha de la película. Quién sabe de cuantas ciudades del mundo podría decirse lo mismo.
El Paseo de la Reforma y la avenida Juárez, al perder su señorío y a sus caminantes, son cada vez mas distintos a los Campos Elíseos o el Paseo de la Castellana. Con el terremoto de 1985 la avenida Juárez quedó como una de las ruinas del campo que miraba Juan Rulfo en sus fotografías, un paisaje desolador y evacuado, sin vida. El centro se desplazó a las periferias, a las otras ciudades que van empalmándose en la cebolla urbana.
Ciertamente vivimos en varias ciudades que están adentro de la gran ciudad. Nos inventamos nuestra ciudad personal; escogemos —quienes podemos, privilegiados— ciertas zonas, nos movemos en unas cuantas colonias, las que nos caben en nuestro deambular diario. Pero ya no es una ciudad como lo era antes. El concepto mismo de ciudad se ha transformado y en esta, cuyo número de habitantes nadie puede establecer con exactitud, se ha perdido el centro en el que convergían todos, como en la ciudad del siglo XIX, como en San Petersburgo, Puebla, el barrio chino de Barcelona. Cuando decimos Los Angeles —donde los ciudadanos sin automóvil se consideran baldados— no nos estamos refiriendo a lo que se entendía antes por ciudad.
A lo largo de los últimos ciento cincuenta años el marco semántico de la palabra ciudad, desde el momento en que se produjeron las grandes expansiones metropolitanas, ha ido ensanchándose. La ciudad hoy en día es un término anómalo, aplicable sólo a la cultura preindustrial, y hace mucho que quedó desplazado por el dominio de lo urbano. “¿Acaso podemos seguir pensando en la ciudad de México —con sus aproximadamente veintidós millones de habitantes, una población mayor que la de los Países Bajos— como en una civitas?”, se pregunta el arquitecto Richard Ingersoll. La ciudad ha sufrido un proceso de dispersión y de fragmentación.
Más bien habitamos un “campo lacónico”, es decir, una ciudad difusa “repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica”, como la Laconia de la edad ateniense que no necesitaba murallas porque, como decía Tucídides, “sus soldados eran sus murallas”. La “ciudad de los palacios” quedó olvidada en el centro y a partir de allí, de manera centrífuga, Tenochtitlán se parece mas a Teherán que a París.
Esos amasijos proliferantes carecen de correspondencia visual o social y ni siquiera son contemplables desde la velocidad del automóvil. “En un montaje de este tipo, tiempo real y espacio real sufren un proceso de fragmentación y de ensamblaje similar al que produce el montaje en el cine”, dice Ingersoll. “En la ciudad, la velocidad del automóvil crea para el pasajero una ruptura similar del tiempo y del espacio, que tiende a desestabilizar las jerarquías formales y la continuidad del escenario urbano.”
Con todo y eso, la idea de ciudad, especialmente la de la polis griega, vuelve a estallar como una necesidad cultural y política. Es necesario pensar en el espacio público y definir una política de parques, paraderos, plazas y anuncios publicitarios. No hay hoy un concepto de la plaza pública. El proyecto de humanización del zócalo —que todos atraviesan a la carrera como si se tratara de un campo lacónico temiendo que a un guardia presidencial se le escape un tiro— no iba a costar más de l50 millones de pesos. Se alborotó al gremio de los arquitectos, se convocó a un concurso, y de desechó el plan en aras de la discontinuidad administrativa y en favor de proyectos más urgentes para la mayoría desposeída.
En Barcelona, antes de las Olimpiadas, el arquitecto Oriol Bohigas dirigió la construcción de diez plazas más. En Río de Janeiro está en marcha un proyecto de quinientas placitas en los barrios más apartados. Y, por otra parte, tal vez no podemos todavía aspirar a un sistema de señalización como el de París, que funciona como un relojito, pero sí deberíamos empezar a pensar bien en las flechas y en los mapas que podrían ubicarnos en cada barrio. Para un turista o alguien venido de los estados orientarse en la ciudad de México es una verdadera tortura, un laberinto de orden kafkiano. Parecería que hay algo en la mentalidad mexicana que le impide una lógica elemental de señalización. Hay que haber nacido en los alrededores del monumento a la Raza para no perderse en su caos.
No todo ha sido en vano, sin embargo. Uno de los programas más exitosos, por la participación de los ciudadanos que han dejado de circular un día a la semana, ha sido el de abatir en un buen porcentaje el índice de contaminación. Pero habría que tener una preocupación semejante en lo que toca al uso del espacio público. ¿Por qué no ordenar lo que tenemos? ¿Por qué no abrir más plazas? Si la polis ya no es posible en el centro ¿por qué no multiplicarla en cada uno de los barrios?

1 comment:

Anonymous said...

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