Monday, February 06, 2006

Una vuelta por los tribunales

Hay tradición en Sicilia consistente en que cuando la gente de los pueblos va a las grandes ciudades siempre, antes de regresarse a su casa, no se priva de darse una vuelta por los tribunales, a costa de perder el tren. Esta curiosa como ancestral costumbre tiene que ver con la forma en que los sicilianos viven la ley. Existe un cierto celo jurídico, una curiosidad por saber a quién se está juzgando y de qué manera se están comportando los jueces. De hecho, el germen histórico de la mafia se localiza en esa necesidad de justicia que se sentía en la Sicilia rural. ¿Por qué? Porque los sicilianos no confiaban en la administración de la justicia estatal que les imponía un poder extranjero: la Corona española representada por el virrey. Y entonces la mafia surge como un sistema de justicia informal en la que el capo mafioso era una especie de juez de paz.
La “pasión por lo jurídico” se vivía asimismo entre los ciudadanos de la Roma imperial, cuna del derecho, pero también su tumba cuando a finales del siglo XX empiezan a privilegiarse los intereses particulares sacrificando el bien común. Porque ya desde los tiempos de aquel derecho romano que tanta escuela hizo en Occidente se vivía —como ahora, como siempre— la paradoja de la justicia: el predominio de la verdad jurídica por encima de la justicia real.
Esta discusión está en al fondo del cuestionamiento que el Jefe del Gobierno del Distrito Federal ha planteado ante la inapelable sentencia de la Suprema Corte de Justicia sobre el litigio del Paraje San Juan y que obliga a indemnizar a sus propietarios con mil 810 millones de pesos del erario público. No se sabe aún qué fin tendrá este debate. La sentencia sigue en pie. Pero por lo pronto la SCJN ha aceptado “atraer el contencioso” y ha reconocido que es justa la demanda de esclarecimiento. Al jefe del Gobierno capitalino se le convalidan atribuciones que sólo tienen los gobernadores —no siendo él un gobernador propiamente dicho, a pesar de que gobierna el territorio con más habitantes del país— y el máximo tribunal habrá de revisar la totalidad del proceso legal.
Lo más trascendente del caso es que Andrés Manuel López Obrador ha introducido en el debate público una discusión que desde hace muchísimos años hacía falta en la sociedad mexicana: la crítica del Poder Judicial. El Consejo Coordinador Financiero ya ha hecho, en el año 2002, un estudio sobre la administración de la justicia en la entidades federativas mexicanas: el desempeño profesional de los juzgadores, sus resoluciones, su imparcialidad entre las partes, su independencia frente a los poderes ejecutivos y la necesaria autonomía de los jueces ante los magistrados.
Sin embargo, se echa de menos una mayor vigilancia por parte de las organizaciones civiles porque la pésima administración, especialmente en el campo de la justicia penal, sigue siendo uno de los problemas más angustiantes entre los mexicanos. Nadie ignora cómo se dirimen los juicios en los tribunales y cómo se vende la justicia desde el mostrador del Ministerio Público. En muchas regiones del país se habla hasta de tarifas: un homicidio vale tanto, una violación otro tanto, unas lesiones tanto más y así hasta donde lo permita el cliente. Se concede todavía en nuestro sistema que el Poder Ejecutivo —es decir, el Ministerio Público, los procuradores— decida discrecionalmente qué asunto pasa o no, por medio de la consignación, al terreno de los jueces. Por eso gobernadores y procuradores hacen en los estados lo que les da la gana. Y nadie los cuestiona. Tampoco se puede seguir de cerca el comportamiento de los jueces, que actúan en la oscuridad.
Tal vez tendríamos que, como los sicilianos, darnos más vueltas por los tribunales. Estar más atentos. Difundir y cultivar entre nuestros conciudadanos esa “pasión por lo jurídico”. Porque de lo contrario México seguirá siendo, como en la Colonia y en otras épocas oscuras de nuestra historia, una ”tierra de fueros”, donde todo se resuelve por debajo de la mesa a favor de quien tiene más dinero y más poder.
El otro problema, más universal y no exclusivo de México, es el de la sentencia inapelable en la más alta instancia de la pirámide. Porque seguirá prevaleciendo entre los jueces una especie de pasión intelectual, una preocupación de formalismo jurídico: la pureza formal de la verdad técnica, así se aleje —como en el caso del futbolista O. J. Simpson, evidentemente culpable— de la realidad efectiva de los hechos. Ante la “verdad jurídica” de los jueces y los policías no tiene la menor importancia el que se haga o no justicia.
En una de sus novelas, El contexto, Leonardo Sciascia —sobre el que, por cierto, Guadalupe Morfín ha hecho una tesis de maestría— lleva al absurdo teórico la racionalización de los jueces. Uno de sus personajes principales, el presidente de la Suprema Corte de Justicia (que nos recuerda al ministro Mariano Azuela) se plantea el problema de juzgar, que ha resuelto “por el acto mismo de juzgar”:
“Tomemos, por ejemplo, la misa: el misterio de la transubstanciación, el pan y el vino que se convierten en cuerpo, alma y sangre de Jesucristo. El sacerdote puede incluso ser indigno, en su vida, en sus pensamientos: pero el hecho de haber sido investido de su ministerio es lo que hace que en cada celebración se cumpla el misterio. Nunca, fíjese bien, nunca, puede ocurrir que la transusbtanciación no se produzca. Y lo mismo sucede con un juez cuando celebra la ley: la justicia no puede dejar de revelarse, de transubstanciarse, de cumplirse.”

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