Monday, February 06, 2006

El ministerio del miedo

La crítica del poder judicial —que esperamos se agudice en los próximos años con la vigilancia de los ciudadanos y las organizaciones civiles— parecería restringirse al campo de los jueces y los ministros de la Suprema Corte, pero debe emprenderse desde la esfera misma del Poder Ejecutivo porque a él pertenecen la policía y el Ministerio Público y porque de lo que se trata es de observar la administración de la justicia en su conjunto.
Hay muchas cuestiones sobre las que hay que estar atento. Habría que preguntarse si sigue teniendo sentido que el Presidente de la República nombre a los ministros de la Suprema Corte, así sea mediante el subterfugio de la “terna” que propone al Senado. Habría que reflexionar si es pertinente o ya no que el Ministerio Público siga manteniendo para sí el privilegio de la acción penal: la facultad de evaluar si un caso es digno de pasar o no, por la vía de la consignación, al terreno de los jueces. Porque no en todos los países se tiene el mismo sistema jurídico. En otras culturas el jefe del Ejecutivo no nombra a los ministros y la averiguación previa se organiza en el ámbito del poder judicial por un juez instructor y no se deja a la discreción del señor gobernador, del procurador o del agente del Ministerio Público.
No son triviales estas conjeturas —aunque no pasen de ser una opinión laica, como la del comentario periodístico— porque el de la justicia sigue siendo uno de los problemas más graves, si no el más trágico y angustiante, de la sociedad mexicana. Piénsese tan sólo en la catástrofe de la justicia que —para nuestra vergüenza ante el mundo— significan los feminicidios de Ciudad Juárez cuando el Estado no actúa o es impotente o está paralizado. Tómese en cuenta que —en un país en el que un comandante de la policía judicial tiene más poder que un ministro de la Suprema Corte— muchísimos casos criminales se venden en el mostrador del Ministerio Público para no ser tansferidos al escritorio de los jueces, es decir, del poder judicial propiamente dicho. Existen regiones en las que hay incluso tarifas: un homicidio vale tanto, una violación otro tanto, unas lesiones… etcétera. Entonces ¿por qué no llevar la crítica hasta las raíces mismas de nuestro sistema de justicia penal, como lo están haciendo en su sociedad la nueva criminología italiana y los abogados Luigi Ferrajoli, Massimo Pavarini y Alessandro Baratta?

En un estudio de 1988 sobre el juicio penal y los derechos humanos en México, el penalista Elpidio Ramírez Hernández sostiene que en México el juicio penal en su integridad es una depurada inquisición. “Éste es el juicio penal que padecen los acusados pobres.” La Inquisición sigue vigente en México, donde la democracia y los derechos humanos son una simple ilusión y el sistema penal se ha querido mixto: acusatorio e inquisitorial.
Y es que, según don Elpidio, la averiguación previa es, lisa y llanamente, una inquisición, y lo es porque todos los actos son realzados por y ante el Ministerio Público sin la presencia del juez ni del defensor. Es una inquisición a cargo del Poder Ejecutivo, quien actúa a través del Ministerio Público que su vez, por falta de normas que regulen sus actos, puede hacer y hace todo lo que estima pertinente: lo que le da la gana.
No es improbable, pues, que a este sistema se deba el que los policías tengan tanto poder en México. El de la policía sigue siendo, incluso desde los tiempos de Porfirio Díaz, un problema que el Estado mexicano no ha podido resolver. Vivimos en manos de la policía. Padecemos un sistema penal en el que pueden no intervenir para nada los jueces, únicamente los policías y los agentes del Ministerio Público. Entre la aprehensión y el acto de formal prisión estamos a merced del Poder Ejecutivo, no del Poder Judicial. El que se inicie o no la gestión de la justicia depende del Ministerio Público, que decide la suficiencia o la ausencia de elementos; depende de la voluntad del agente que su vez recibe órdenes de otros poderes, del gobernador o del Presidente y así quien nos juzga en primera y última instancia es el Poder Ejecutivo.
En la práctica proceso penal no hay porque todo él se reduce a los alegatos finales. El Ministerio Público ya no actúa porque su función ya quedó agotada en la primera fase: en la averiguación previa.
“El Ministerio Público alega que están plenamente probados el cuerpo del delito y la responsabilidad y pide la condena. El defensor también la pide y solicita como punición el mínimo de punibilidad. Obviamente, el juez dicta una sentencia de condena. ¿En qué se apoya esta condena? En la averiguación previa, que fue inquisitiva”, dice Elpidio Ramírez.
El Ministerio Público actúa como si él fuese el juez: espera que el denunciante haga el ofrecimiento de pruebas y las desahogue ante su “autoridad”, para, posteriormente, pronunciar la decisión que considere pertinente. Por otra parte, cuando este Ministerio no actúa porque no haya elementos —o porque al agente le dieron dinero para que no actuara— resulta que su inactividad significa un sentencia absolutoria. Y suplanta, así, la función de los jueces.
“La resolución (de no actuar), proveniente del Ministerio Público —es decir: de un órgano perteneciente al Poder Ejecutivo— es dictada en un 70 por ciento de la totalidad de denuncias y querellas. Consecuencia insoslayable: en un 70 por ciento de los casos el individuo es juzgado por el Poder Ejecutivo y no por el Poder Judicial.”

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