Tuesday, February 14, 2006

El esqueleto que todos llevamos dentro

Vivo en la expresión facial del otro,
como lo siento a él vivir en la mía.

—Maurice Merleau-Ponty


En una pequeña nota publicada en El País el 4 de marzo me pude enterar de que un cirujano plástico español hablaba de la ya no improbable práctica de transplantar rostros humanos. De alguna manera la sensación que tuve fue que, una vez más, la vida imita al arte. ¿Qué sucedería si de pronto estoy en un café y entra, para mi desconcierto, un individuo con la cara de un amigo que murió hace unos meses?
¿Estoy soñando o me encuentro a la mitad de una película de Hitchcok, como aquella en la que a Henry Fonda lo confunden con un asesino que parece su clon?
Lo cierto es que el médico español, Francisco Gómez Bravo, hizo en Madrid una solicitud al Comité Asesor de Ética de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, de un permiso para realizar trasplantes de cara de cadáver. El cirujano hacía esta petición un día después de que las autoridades francesas rechazaran una similar porque según ellas todavía hace falta mucha experiencia para este tipo de operaciones.
Gómez Bravo, quien dirige la Unidad de Microcirugía Reconstructiva de la Clínica Ruber en Madrid, afirma que los tratamientos inmunosupresores (para evitar el rechazo) y el caso, publicado en 1998, de una mujer india a la que se le reimplantó su cara, demuestran que ya es posible hacer algo a favor de tantas personas que han perdido la cara por algún tipo de cáncer o por incendio.
El médico no tiene ningún caso a la vista, pero quiere estar listo. “He visto a pacientes que se operan decenas de veces cuando se queman la cara; el transplante podría ser una opción”, declaró. Y, claro, no sería algo de fácil consumación en el quirófano. Basta recordar la cantidad de músculos que tiene un rostro para configurar una sonrisa o un gesto de enojo. Basta considerar la compleja trama de nervios que entran en funcionamiento para revelar cariño o asombro.
El problema no sólo es de orden técnico. Es muy posible que la medicina de nuestro tiempo —cuando desde hace décadas se hacen ya transplantes de corazón, hígado, riñones— ya esté en condiciones de consumar este milagro. También es de dimensión simbólica el problema. O de estirpe literaria, si se quiere. Porque en el fondo, como en los trabajos del teatro universal clásico y contemporáneo, el asunto concierne al drama de la identidad personal. ¿Quién soy yo para mí mismo? ¿Soy el rostro reflejado, así sea invertido y no tal cual como en las fotografías, en el espejo? ¿Quién soy para los demás? ¿Cómo me ven los otros? ¿Es el rostro el espejo del alma?
Eduardo Monteverde, periodista y médico cirujano titulado, sostiene que el problema de la identidad se complica con los experimentos y metas del cirujano plástico Peter Butler, del Royal Free Hospital de Londres. Asegura que el trasplante de la cara es el único tratamiento efectivo para gente severamente deformada por quemaduras o cáncer.
En su columna quincenal, “La morgue de uranio”, que publica en un diario financiero de la capital, Eduardo Monteverde escribe:
“Aunque la operación pueda parecer repulsiva, según el cirujano, el rostro no será idéntico al del donador, pues habrá que modelar los músculos al cráneo de quien lo recibe, porque los huesos faciales son los que se encargan de la expresión. La cirugía supone quitar músculos y grasa del receptor, y colocar el rostro del donador que tiene que ser un cadáver fresco, a menos que exista un altruista en vida, lo cual parece muy remoto.”
“En nuestros días se pueden realizar injertos de piel en las lesiones de la cara, las que traumatizan con más facilidad a las víctimas, pero no se recupera el movimiento y el semblante aparece como una máscara: un rostro impenetrable y sin voluntad.”
Restituir los tenues mecanismos de los nervios que hacen posible el lenguaje de la ira, la risa y la tristeza, avanzar en la investigación de inmunodepresores para evitar el rechazo de la nueva faz, es lo que Butler está seguro de resolver en un futuro próximo.
Hoy abundan personas que portan corazones ajenos, pero hasta ahora no hay nadie que vaya por el mundo con el semblante de un muerto. Sin embargo, se habla también de otros transplantes que hacen pensar más en las invenciones de la literatura —en el Frankestein de Mary Shelley, por citar alguna obra— que en los aventuras reales y verificables de la cirujía moderna: el traslado de una cabeza a otro cuerpo, por ejemplo.
Sin pretender introducirnos en el mundo de lo macabro o de lo siniestro, Eduardo Monteverde nos dice que el doctor Robert White está empeñado en trasplantar cabezas humanas, sobre todo en pacientes cuadripléjicos —como pudiera ser el caso del actor (Superman) Christopher Reves— “en los que el cuerpo es un bulto inanimado”.
A un macaco, cuenta Monteverde, le cortaron la cabeza para ponerle la de un congénere. Venas, arterias y músculos fueron suturados y la cabeza apenas respiró, vio y olfateó. Le tiró una mordida al dedo enguantado del cirujano. El mono murió horas más tarde. Se consideró exitoso el experimento, y un paso adelante hacia los transplantes de cabeza, pero para ciertos científicos fue fraudulento porque no fueron unidos los nervios ni la médula espinal.
¿Se cambia el cuerpo o se troca la cabeza? ¿Yo soy mi cuerpo o mi identidad (mi yo) está en la cabeza? Por lo visto la integridad de nuestro esqueleto —pieza única— ya no es ningún obstáculo para la maravillosa y fantástica locura de la ciencia contemporánea.

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