Thursday, April 27, 2006

La paradoja de El Gatopardo


A Elena Poniatowska



Se vogliamo che tutto rimanga
come è, bisogna que tutto cambi.
Mi sono spiegato?

—Giuseppe Tomasi di Lampedusa,
Il Gattopardo




Como sabe muy bien el culto y desocupado lector, la novela El Gatopardo fue escrita a los 60 años por un siciliano de familia noble que respondía al nombre de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. La primera edición vio la luz en Milán en 1958 conforme al manuscrito de 1957 y cinco años más tarde el director Luchino Viconti realizó la película con Burt Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon. Pero más allá del éxito literario y cinematográfico, lo que a través de las décadas ha quedado de esta magnífica obra ha sido una frase, una maldita frase:
“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?” Es una sentencia que se toca en la mima cuerda política de otra más antigua y famosa: “El fin justifica los medios.”
Parece una de esas frases incomprensibles porque aparentemente entraña una contradicción en los términos, el cambio sin cambios, o lo que tal vez en retórica sea un oxímoron. Pero es un hecho, sobre sobre todo durante y al final del gobierno de Fox, que siempre se vendió la idea del cambio y a la hora de la hora tan cacareado cambio resultó pura agua de borrajas. Porque el “gobierno del cambio” no tocó al PRI en su estructura de saqueo ni a los expresidentes enriquecidos sospechosamente, porque negoció en un do ut des el “no le muevan” a lo de los Amigos de Fox (por el oscuro financiamiento de su campaña del año 2000) a cambio de no hacerla de tos con el robo del Pemexgate y con la impunidad de Romero Deschamps. Un quid pro quo (una cosa por la otra), para usar otro latinajo y decir que muchas veces el móvil de una acción es la esperanza de reciprocidad.
El Gatopardo sucede en la época del desembarco de Giuseppe Garibaldi en Marsala, antes de la reunificación de los reinos italianos y el alumbramiento de Italia como nación, hacia 1862, y gira en torno del abuelo paterno del autor, Giulio di Lampedusa. Una clase social amenaza con sustituir a otra, pero en el fondo, dice el escepticismo gatopardiano, la estructura de la sociedad siciliana en nada se cimbra.
Se trata de la sutil, provocadora, escéptica insinuación gatopardiana. Y procede directamente del diálogo que en la novela sostienen el príncipe de Salina, Fabrizio Corbera (desesperadamente convencido de la imposibilidad del cambio en Sicilia) y el joven Tancredi.
—Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie —dice Tancredi—.
Y esta aparente contradicción extralógica es una línea argumental a lo largo de El Gatopardo:
—¡Bah! Negociaciones punteadas con innocuos tiros de fusil, y luego todo seguirá lo mismo, pero todo habrá cambiado.
Otro siciliano, Leonardo Sciascia, escribió en 1963 una novela también de ambiente y de historia sicilianos: El consejo de Egipto, que en su momento se juzgó como “el Antigatopardo”. Mientras que en El Gatopardo se ve a una Sicilia que quiere seguir durmiendo —a despecho de quienes hubieran querido encauzarla en el flujo de la historia universal—, en El consejo de Egipto se trata de una tierra de gente que, lejos de seguir durmiendo, conjura, se levanta y paga con la vida.
A Sciascia nunca terminó de gustarle la percepción de Lampedusa, a quien por lo demás admiraba enormemente. Decía que Lampedusa incrustaba en su novela una “coartada de clase”.
Para rizar el rizo, la misma idea se reelabora en otro pasaje de la novela:
“…una de esas batallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo.”
Y así, pues, se ha vuelto un lugar común esta frase proveniente de la insinuación literaria para explicar que un cambio de personajes en el escenario no supone necesariamente una mutación de lo importante. No pocas de las interpretaciones de la Revolución mexicana, muy notablemente la de Ramón Eduardo Ruiz (autor de El pueblo de Sonora y los capitalistas yanquis) se valen de la paradoja gatopardiana para proclamar que cambio de fondo realmente no lo hubo mucho. En la misma línea de pensamiento, los teóricos marxistas decían que no hay revolución si no se cambia una clase social por otra y si los medios de producción no cambian de manos.
A muchos ciudadanos que se fueron con la finta del cambio les hubiera gustado que hubiera cambiado la política de los sueldos altos, la pompa de la “primera dama”, la manía de los presidentes de hacer campaña electoral a favor de su partido, la obscenidad de pagarle más de 400 mil pesos mensuales al presidente de la Suprema Corte, la costumbre de encubrir a los parientes políticos, la obcecación de sostener a gobernadores delincuentes, la proclividad a quedar bien y a cualquier costo con Televisa y otros medios, la indiferencia a promover la cultura del conflicto de intereses, y el hábito de no leer las revistas ni los periódicos ni a los editoriales que, por lo demás, tampoco creen que con sus artículos vayan a cambiar mucho las cosas.
Ya lo decía Giuseppe Tomasi di Lampedusa:
“No queréis destruirnos a nosotros, vuestros padres. Queréis sólo ocupar nuestro puesto. Para que todo quede tal cual. Tal cual, en el fondo: tan sólo una imperceptible sustitución de castas.”

López Obrador en su gran momento


En la campaña contra López
Obrador yo destacaría una
mirada clasista e incluso
racista hacia el candidato
del PRD. Los dueños del capital
tienen una visión del país que
no solamente es clasista, sino
de castas. Es decir, como
él es uno del pueblo, es por
lo tanto un populista que quiere
regalar cosas, un irresponsable,
un ladrón que viene por lo que
no es suyo, el que entra por la
ventana para saquear los bienes.
Un poco así piensan los dueños
de la riqueza. Lo sorprendente
es que dichos bienes deberían de
ser de todos: es la riqueza que
se ha producido y que no se ha
repartido.

—Juan Villoro

No entiendo, le digo a mi amigo Mario Zamudio, de Navojoa, por qué dices que es un ignorante. No podría serlo si escribió un libro sobre Fobaproa, por ejemplo, o si tuvo su gran momento en la cámara de diputados cuando enfrentó a los “representantes populares” para decirles que actuaban por consigna y que no esperaba nada de ellos, que ya sabía que lo iban a desaforar. Allí mostró un gran temple. Un licenciado de apellido Mejinje o Mejique lo llenó de improperios, en un tono inquisitorial y legaloide (se le engolaba la voz cada vez que decía “estado de derecho”), mientras López Obrador se mostraba muy tranquilo y se esforzaba por no reírse muy abiertamente del orador.
Todo esto lo puedes ver, le decía a Mario, en Quién es el señor López?, la película que acaba de terminar Luis Mandoki. Es un documental que tiene usos políticos de propaganda, pero su narrativa no es propagandística: es la obra de un cineasta de oficio. Hay allí, en el recinto legislativo, una secuencia ejemplar de lo que puede ser un político y así como se comportó leyendo un discurso brillante y valiente (les dijo en su cara a los diputados lo que pensaba de ellos, no les hizo ninguna caravana y luego los dejó hablando solos, como se lo merecían) así pudo haber participado en el famoso y tedioso “debate”, pero no quiso.
Mi amigo de Navojoa me sigue mandando mails contra López Obrador, que es un peligro para México, que endeudó al DF (no dicen que tanto como Fox al país), que es mesíanico, que es populista, en fin toda la retahíla de calumnias y mentiras que constituyen ahora la “estrategia” del PAN. Le digo. Mira: yo creo que no estás informado. Si quieres te mando la película de Mandoki, pero me la tienes que pedir porque la verdad es que uno no ve ni lee mensajes contrarios a su candidato y que no ha solicitado. Yo lo que espero es que la pasión política no nos vaya a distanciar. Me importa más la amistad que cualquiera de los candidotes. Y si creo que las creencias políticas no se discuten es porque cuando alguien decide creer en algo o en alguien no hay razones que valgan para hacerlo cambiar de opinión. Se vota con el corazón.
Es como en el beisbol. Tú le vas a los Dodgers y yo a los Yanquees, cada quien escoge su cachucha y no nos vamos a pelear por eso. Ahora si resulta que los Yanquees son mejor equipo, allí ya no puedo hacer nada.
Pero sí, me gustaría que supiera Mario lo que nunca va conocer a través de Televisazteca (para poner a los canales en la misma vaina). Si los panistas quieres que los cubra Televisa a cambio de apoyar las reformas a la ley del mismo nombre, le digo a Mario, pues entonces que le paguen a Televisa con dinero del PAN o de sus amigos empresarios de Ciudad Juárez (legales o ilegales), pero no con recursos estratégicos de la nación, como lo hizo Héctor Osuna que el año que entra quiere lanzarse como candidato a gobernador de Baja California. (¿Le importará a Televisa?)
Y ahora se pone un poco cuesta arriba la campaña. Hay que enfrentar a todo el aparato propagandístico del PAN-Televisa y de la Presidencia de Fox, a Washington y al Vaticano, que no es posible que no estén haciendo algo al respecto, así sea furtivamente. Habrá que ver si triunfa la tele, es decir: la propaganda, sobre la razón. No lo sabemos porque la sociedad civil en México es muy débil y si no funcionó la televisión en contra de ciertos candidatos en la Argentina y Perú es porque en esos países sí hay un movimiento de masas. Así que sí es muy peligrosa (en México) la apuesta a favor de la idea de que la televisión gana elecciones y debates.
En el fondo el problema es el de la pobreza. A la gente no le gusta que le mencionen a los pobres, pero resulta que en una mesa de diez personas cuatro comen muy bien y las otras seis apenas comen. Somos un país de pobres y uno de los más injustos, más desiguales, del mundo. Un especialista dice, en un centro académico, que en realidad tres cuartas partes del país están formadas por pobres.
Eso es lo que más les irrita: la atención a los pobres, pues nadie piensa en ellos. Y cada quien escoge a su candidato según la clase social de la que procede. No es así en el cien por ciento de los casos, pero la clase social significa sin duda el más decisivo de los múltiples factores.
Estas últimas cosas ya no me atreví a decírselas al Bebe Zamudio, mi amigo de la infancia en Navojoa y Huatabampo que no quiero perder. Me hubiera gustado contarle algo que nunca saldrá en la televisión: la apertura de una casa como residencia para prostitutas ancianas en el centro de la ciudad. ¿A qué otro gobernante se le hubiera ocurrido atender a esas mujeres de 76 o más años que dormían en los rincones y entre las alcantarillas, solas y sin servicios de salud, y que nunca habían sido tratadas como personas? ¿A Villarreal? ¿A Hank González, que se puso a hacer negocios con sus hijos?
La Casa Xochiquetzal para asistir a trabajadoras sexuales ancianas fue planteada como proyecto a López Obrador por un grupo de mujeres feministas cuando él era jefe del Gobierno del DF. Tuvo la sensibilidad de entender la idea, de aprobarla y de apoyarla. Reconoció entonces que esa casa podría ser resultado del esfuerzo y la lucha de las mujeres trabajadores sexuales adultas que desde 2004 lograron que el gobierno capitalino se comprometiera con ellas.


Sunday, April 23, 2006

La vida de cuadritos

M o b b i n g


Buscar en Google la palabra mobbing:
acoso moral o psicológico en el trabajo.



Asomarse a: http://www.mobbing.nu

Las relaciones entre subordinados y jefes suelen ser muy neuróticas en México, tal vez desde los tiempos de la Nueva España, tal vez más en el ámbito de la burocracia que en el de la empresa privada. Hay una tendencia, al margen de que la administración pública sea del PRI, del PAN o del PRD, a humillar a los colaboradores o empleados. A veces se acoplan la propensión al servilismo del trabajador (secretario, ayudante, chofer, guardaespaldas) a la prepotencia del jefe. De hecho, una manera cariñosa pero también autodenigratoria es llamarle al prójimo que paga “jefe, mi jefe, sí mi jefecito”.
Cuando un funcionario del gobierno municipal, estatal o federal quiere echar a la calle a alguien le hace el vacío. Actúa como si el compañero no existiera. Se le borra. Se le declara inexistente en la vida cotidiana de la oficina. Poco a poco la secretaria o el ayudante se va disminuyendo, y aparte se le sabotea o se le hace la vida de cuadritos. Hasta que se va. No se le dice váyase, no nos hace falta, sobra. Está usted despedido. No. Como el novio que no se atreve a cortar a la novia, hace ciertas cosas para que ella tome la decisión de marcharse. A la mexicana.
Todavía la cultura priísta está en las relaciones de trabajo, en la Secretaría de Relaciones Exteriores, por ejemplo, o ¿habría que decir la cultura de los mexicanos de siempre? En cuanto el antes subordinado asciende de puesto y llega a ser el jefe, se instala a puerta cerrada: hace esperar a la gente, contrata a sus parientes y amigos, les busca un hueco haciéndole la vida de cuadritos a una colaboradora o a un asesor. No lo toma en cuenta. No lo saluda. No le habla. Decreta su inexistencia porque así se lo permite el poder que por otro lado le permite rodearse de “ayudantes” innecesarios, una corte de guaruras y secretarios que se adelantan a pagarle la cuenta en los restaurantes o a hacerles la cola en los mostradores de los aeropuertos, en la madrugada. Como un reyecito. Como un encomendero de la Colonia.
Es lo que Juan José Millás llama el “acoso moral en el trabajo”, que produce tal daño que va matando de manera silenciosa.
“Así como el torturador revienta a la víctima sin producirle un solo moretón, el acosador moral es capaz de golpear a la suya sin dejarle una huella. Esta clase de violación (el acosador moral es fundamentalmente un violador) se viene practicando desde épocas inmemoriales, pero sólo ahora empieza a reconocerse como una patología.”
En España la Universidad de Alcalá de Henares ha documentado, con estudios estadísticos, que un millón y medio de españoles son víctimas del acoso moral en las relaciones laborales. A la mejor las trasposiciones culturales no son exactas (pensar que todos nuestros defectos nos vienen de la península ibérica), pero la verdad es que aquí estuvieron y que en cierta y parcial forma los españoles nos constituyen: en la práctica judicial, en la convivencia conyugal, en el machismo consistente en no dar educación universitaria a las mujeres, en no heredarlas porque antes que ellas están los hombrecitos. Una de las líneas de reportaje constante en el periódico El País, editado en Madrid y reimpreso el mismo día en México, es el que indaga sobre la violencia familiar: el maltrato a la esposa, los golpes, las cuchilladas. No es nada raro que en Andalucía o en la civilizada Ciudad de Madrid (si ellos nos endilgan el “Ciudad de México” traduciéndolo de Mexico City, ¿por qué no habremos de revirarles el “Ciudad de Barcelona”?) un juez suelte a un golpeador para que de inmediato el angelito regrese al seno conyugal a matar a su esposa. Un día sí y otro también El País abunda en estos casos. “Pero si esa influencia más bien es árabe”, dice el Bebe Zamudio, mi amigo de Caborca. “Lo que pasa es que a nosotros nos llega por España.”
A la destrucción de la persona que trabaja porque tiene necesidad del sueldo se añaden gestos denigrantes, si no el acoso oblicuamente sexual o social, sí el acoso psicológico: la malditez de hacerlos pasar por un rito de humillación cuando, recién inagurado el sexenio, llega el nuevo jefe o la nueva jefa con todos sus cuates y sus amigochas. No les dicen ya se acabó su contrato, ustedes estaban por honorarios. No. Los dejan parados o sentados por ahi sin decirles nada. Llegan los nuevos y les toman sus escritorios, hablan por encima y a través de ellos como si estuvieran pintados, y ni siquiera los gratifican. Estaban “por honorarios”. Y, así, el acoso mental sigue siendo parte del sistema, como en los mejores tiempos de don Adolfo Ruiz Cortines.
Lo dice mejor que yo Juan José Millás, el novelista español, uno de los inventores de la columna que se ocupa de cualquier cosa, de “cosas de poca importancia”, como decía León Felipe. Dice que en toda relación de poder hay un punto de manipulación psicológica y que señalar la frontera entre el uso adecuado y el enfermizo de la autoridad no es tarea fácil, sobre todo mientras no adquiramos conciencia de ser o haber sido víctimas de este tipo de tortura.
“El terror laboral se transmite por vía jerárquica, a través de la cadena de mando. Cuando en una empresa desembarca un presidente o un director general que es un hijo de perra, los mandos intermedios se transforman en hijos de perra. Y el que muestra reparos para morder a sus congéneres es marginado de inmediato, convirtiéndose en víctima de lo que no ha podido practicar. Hay oficinas que al final del día están repletas de cadáveres.”
Es muy imoortante que se cultive en México la cultura de la protesta contra el acoso mental en el trabajo. Porque es una injusticia y la gente no sabe manejar esta violencia sorda, cobarde, invisible (en la Secretaría de Relaciones Exteriores, por mencionar un solo caso).
Es necesario que corra la voz: que hay en internet muchos espacios para informarse, de juicios que se han realizado en España en contra de los jefes injustos y abusivos. Basta poner la palabra mobbing en Google y allí hay material de sobra para escoger.

Monday, April 10, 2006

La escuela Cruz Gálvez


La especulación inmobiliria

En Sonora empieza a haber una cierta preocupación de la sociedad civil. Resulta que el gobierno del Estado ha decidido cambiar de lugar la famosa escuela Cruz Gálvez que fundó el general Plutarco Elías Calles en 1915, cuando era gobernador y después de haber expulsado militarmente a Villa del norte de Sonora. El propósito del gobernador Eduardo Bours y sus colaboradores es sacar a la antigua escuela de la ciudad (Hermosillo) y recolocarla en las afueras, cerca de las colonias pobres que es de donde, al fin y al cabo, dicen los allegados al gober, proceden muchos de esos muchachos. No se sabe si los edificios de la escuela, construidos en 1920, van a ser conservados o no.
De lo que no se informa oficialmente es de las dimensiones del terreno en el que tiene su asiento la Cruz Gálvez, escuela de muchísimas generaciones de sonorenses pobres que no hubieran estudiado nada si no es por esa ayuda estatal.
Se trata de tres hectáreas (es decir, de 30 mil metros cuadrados si recordamos que una hectárea es de 10 mil) en una zona de Hermosillo en la que los terrenos adyacentes andan entre los 200 los 300 dólares el metro cuadrado. Luego, entonces, estamos ante un negocio o una especulación de terrenos —destinados ahora seguramente a algún centro comercial, como la cadena de tiendas Coppel— superior a los 6 millones de dólares.
En Sonora siempre ha habido una mística muy particular respecto a la educación. Una muestra reciente de ello es la creación de la Universidad de la Sierra, en Moctezuma. Y no es nueva esa tradición sonorense. En 1916 el gobernador Calles inauguró la Escuela Normal para profesores, organizó un congreso pedagógico ese mismo año, ordenó la construcción de 127 escuelas primarias, y se comprometió con toda su alma en un proyecto particular: la primera respuesta educativa de la Revolución mexicana después de que concluyera la lucha armada. Esa proposición se concretó en la escuela Cruz Gálvez de Artes y Oficios para los huérfanos de la Revolución.
“Hace menos de dos años, en 1915, fundé la Escuela de Artes y Oficios para Huérfanos, que hoy lleva el nombre de Cruz Gálvez, impulsándome a ello la repetidas observaciones que al recorrer los distintos punto del estado pude recoger en cuanto al número verdaderamente crecido de niños huérfanos o abandonados”, escribió Plutarco Elías Calles en un manifiesto de 1917. Creía que esos niños, privados de techo y de pan, sin ninguna esperanza educativa, estaban condenados, de generación a generación (pobres los abuelos, pobres los nietos), a una miseria permanente.
El proyecto consistía en edificar dos grandes edificios, uno para hombres y otros para mujeres. En 1920 ya estaban funcionando. En el de varones —nos recuerda Enrique Krauze en su Biografía del poder— albergaba a 468 alumnos, todos internos, mientras el de señoritas contaba con 396 alumnas, entre ellas las propias hijas del General. Los hombres, aparte de los planes propios de la primaria, estudiaban oficios como carpintería, mecanografía, agricultura.
Nacido en Mazatlán y muerto en combate al lado del general Calles en Agua Prieta en 1915, el coronel Cruz Gálvez participó en la revolución maderista desde 1911 y luego se comprometió con el constitucionalismo de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón. Su nombre, pues, está ligado a un símbolo importante de la Revolución mexicana —en la que fueron tan protagonistas los sonorenses— porque esa escuela fue la primera oferta educativa del nuevo régimen y de su política social.

La inexistencia del Estado


El Estado ya no existe. Lo que
ahora existe son pequeños estados,
es decir, organizaciones criminales:
todos los grupos que actúan en función
de los intereses particulares. El
interés general se ha perdido de vista.

—Leonardo Sciascia

La no descabellada idea de que el Estado ya no existe se ha incubado más en la filosofía política que en la teoría jurídica. Parece más bien una insinuación de la literatura, una sugerencia desprendida de la tesis sin pruebas, es decir, del ensayo literario.
Cuando publiqué en La memoria de Sciascia esta percepción de la realidad contemporánea —este reflujo hacia lo privado, la caída del espíritu público, el predominio de los intereses privados que también pueden ser criminales— la frase del escritor siciliano, en 1985, quedó en mi libro como una víbora cascabeleando. Me parecía que describía muy bien lo que empezaba a suceder, sobre todo en México, pero más que nada la sentí como una premonición. A 17 años de distancia puede verse que se ajusta muy bien a los hechos.
—Lo que pasa es que tú no sabes teoría del Estado —me dijo un amigo que estudiaba leyes—. Sea como sea, incluso durante el gobierno de Pinochet, el Estado allí está, aunque no sea un Estado de derecho.
Mi impresión fue en ese momento, y lo sigue siendo, que la expresión “Estado de derecho” no pasa de ser un pleonasmo. El Estado es de derecho o no lo es. Así que basta con decir Estado. Hay Estado cuando la ley se cumple. Si no impera la ley —si prevalece la impunidad— el Estado no existe.
A lo que se refería Sciascia era a que en las zonas del territorio donde se da un vacío del poder institucional poco a poco o de inmediato entran las organizaciones criminales a ocupar su lugar: la mafia en Sicilia, por ejemplo; la camorra en Nápoles; la ingrándeta en Calabria; la Santa Croce en Puglia.
En un libro tan desgarrador como alucinante, titulado no casualmente Donde no hay Estado, el novelista marroquí Tahar Ben Jellum ha hecho la crónica de estas formaciones sociales y políticas en la Italia meridional. Las suyas son ficciones que se nutren en la realidad, con todo lo que comporta de locura, alegría, drama, impotencia. Y sobre sus páginas campea un fantasma, el fantasma de un ausente, un gran ausente al que siempre se le invoca y nunca está, sobre todo cuando sería necesario que estuviera: el Estado.
“La desaparición del Estado no es un fenómeno exclusivo de Colombia, sino de todo el mundo”, dice Frenando Vallejo, el autor de La virgen de los sicarios.
“El Estado está desapareciendo en todas partes. En México también va a desaparecer porque ya no puede controlar a una población tan grande. Cuando no hay Estado y no se pueden hacer cumplir las leyes, entonces se vuelve a la ley de la jungla. Ya sucede en las afueras de París, Nueva York, Los Ángeles.
“El Estado está desapareciendo en todos los niveles de la sociedad que se le está yendo de las manos al gobierno. Lo vemos en Colombia, donde es más grave que en otros casos, y también en Argentina. Ya es un hecho la colombianización de México y la mexicanización de Colombia, porque antes los funcionarios colombianos no eran corruptos.”
Las revelaciones de los últimos días, en cascada, gracias a las benditas filtraciones —que son la única esperanza en una sociedad de secretos y de complicidades y de silencios y de simulaciones como la mexicana—, no constituyen sino una confirmación mínima de que en México, si es que alguna vez existió, el Estado ya no existe.
Que no se viva en la práctica una cultura del conflicto de intereses públicos y privados (que viene de mucho antes: ¿cómo consiguió sus terrenos el ministro alemanista Gabriel Ramos Millán?) abona la pesimista hipótesis literaria. Y más la encarna, con la baba más sutil, el “senador de la República” Fernández de Cevallos.
Las informaciones sobre la “partida secreta” de Salinas y sus transferencias a la cuenta de su hermano Raúl, la denuncia de una “cuenta secreta” de 360 millones de pesos en la Cámara de Diputados que se reparten todos los partidos calladitos de la boca, el descubrimiento de varios fraudes en Pemex por ¡miles de millones de dólares! en contubernio con el Sindicato, la noticia de que faltan 18 mil millones de pesos para cubrir los intereses del Ipab este año, el financiamiento de las campañas del PRI a cuenta de Pemex, los sospechosos ocultamientos de los Amigos de Fox (¿de quién recibieron dinero, del narco, del extranjero?), el cinismo demencial de Luis Echevería (que no tiene conciencia del mal, como los psicóticos) y de sus abogados, hablan, pues, de que el país ya se acabó. O es un chiste. O no es un país serio.
¿Cómo es que no ha quebrado si ya se lo robaron? México ya no es dueño de sí mismo. Si ya no tiene qué le roben, ni empresas que rematar, el asaltante del Ipab, de Pemex, del PRI, del despacho de los senadores litigantes, lo consuela: no te preocupes, fírmame unos pagarés. Te robo el futuro. Los países no quiebran ni pueden desaparecer. Sólo las empresas se pueden declarar en bancarrota.
Ciertamente el pesimismo es un pecado. Poco edificante, nada constructivo. Pero ¿cómo no ser pesimistas si la realidad es pésima?
El peligro de estas vomitivas confirmaciones es que pueden matar de un coraje al lector de periódicos. Nunca había sentido yo, como en estas semanas, la ola depresiva. El desaliento. La rabia. El justificadísimo desprestigio de la clase política. La sospecha ratificada de que todos los partidos son iguales. Es, como decía el poeta, como para sentarnos a la orilla de la banqueta y ponernos a llorar.

Sunday, April 02, 2006

Se vota con el corazón

No por el parecido, no,
sino porque lo han creído.
¡Han querido creerlo! Y no
hay pruebas en contra que
valgan cuando se quiere creer.

—Leonardo Sciascia, El teatro
de la memoria




Contra lo que solía creerse, ahora no se atiende el principio fundamental de la propaganda de no mencionar al enemigo. Los grandes propagandistas, desde Goebbels en los años 40 y subsiguientes, daban por indiscutible una “regla de oro”: no hay que mencionar al adversario. El adversario no existe. Cada vez que lo mencionas, así sea para atacarlo y calumniarlo o humillarlo, el receptor del mensaje va interpretarlo a contrario sensu.
¿Por qué no es de sabios mencionar al enemigo? Porque le concedes existencia, porque ocupa la mayor parte de los minutos que tienes en tu mensaje, porque en el fondo estás diciendo —abierta y no subliminalmente— que el personaje principal de la película es ése ser diabólico al que tanto repudias. Mencionar al competidor, por negativos que sean los términos en que lo hagas, siempre será un mensaje a favor de tu adversario. ¿Por qué extraña lógica?
No se sabe. En materia de psicología de las masas nada hay escrito. Sobre todo cuando las masas de la primera década del siglo XXI ya no son las mismas: en ellas se funden varias generaciones que fueron amamantadas frente al monitor de televisión. Aprendieron a gatear frente a la pantalla y las caricaturas de la tarde. La tele ha estado a su alrededor —en su “entorno”, dirían los científicos sociales— como el aire y los templos y los árboles y los cerros. Por analfabetos que sean, los receptores de esa propaganda no se la van a tomar al pie de la letra.
Y allí están todos, otra vez, construyendo, coloreando y afianzando la imagen del contrincante. No hay mítin de campaña en que Felipe Calderón no mencione a Andrés Manuel López Obrador. Sea en alguna entrevista de banqueta o en una ceremonia a Benito Juárez el personaje de López Obrador vuelve a tener su lugar. Se habla más de López Obrador que de Juárez. Y no se diga Madrazo o Fox. Al agarrar el micrófono en algún lugar de Tamaulipas, donde le acababan de matar a tres agentes federales y no los menciona, el Presidente le dedica lo más emotivo de su ronco pecho a Andrés Manuel López Obrador. Cuando “Roberto” se inspira y se esfuerza por agravar o desagudizar su voz de pato lo primero que invoca es la figura del Peje. Y hasta le habla de tú en sus spots televisivos, y lo reta, y lo individualiza, y lo hace su interlocutor privilegiado. Se ve que están muy obsesionados. Y puede comprenderse, si se toma en cuenta la muy humana frustración de verse tan atrasados en las encuestas.
Se han escrito libros, novelas “de anticipación” para juzgar ya y condenar la presidencia del Peje que todavía no empieza. Se han concebido y realizado y se siguen pasando programas de televisión especiales para criticar a López Obrador cada semana. Se han inaugurado columnas periodísticas consagradas a AMLO. El nuevo Excélsior acaba de reclutar a toda una plana de editorialistas que en su mayoría se caracterizan por su militancia antilopezobradorista. Lo cual es lógico, dada la filiación de clase y los intereses empresariales de sus nuevos propietarios. Se hacen paneles especiales en la tele para atajar a López Obrador. Los merolicos de la radio todos los días y todas horas y por todo el espectro de la geografía nacional se la pasan demonizando al tabasqueño. Todos contra el Peje: Washington, el Vaticano, la Presidencia de la República. No tienen otro tema. Y uno se pregunta si realmente la andanada propagandística habrá de frenarlo. ¿Cómo habrá de horadar esa cuña propagandística el muro de las creencias?
Entonces empiezan a parecer como muy impredecibles las masas que, como ya lo percibían José Ortega y Gasset y Wilhelm Reich, actúan más por el instinto que por la razón. Las masas, ese animal colectivo.
No se sabía en el siglo XIX por dónde iba a salar la liebre, menos se sabe ahora, cuando ya se ha habido que no hay una relación de causa a efecto entre la propaganda de la tele y las elecciones. ¿De veras se ganan las elecciones con la televisión? Cuauhtémoc Cárdenas no perdió las de 1988 a pesar del vacío televisivo y de la abrumadora mensajería propagandística a favor de Salinas. Néstor Kirchner las ganó en la Argentina con los canales de televisión en contra. ¿Entonces qué? ¿Sigue siendo la televisión una esperanza que merezca la apuesta? Sí, tal vez, cuando no se tiene nada. Parece que sí, al menos entre nosotros, pues le siguen metiendo millones de dólares —con dineros de la campaña o a futuro con la aprobación de la ley Televisa— a los negocios de Azcárraga y de Salinas Pliego, o a Televisazteca, para ponerlos a los dos en la misma vaina.
Hay un profesor francés, Philippe Braud, que se ha dedicado a estudiar el papel de la emoción en las lides políticas. ¿Por qué de pronto el indeciso votante opta por un candidato o por otro? ¿O por qué mejor no se retira y deja la boleta en blanco? Así lo estudia el investigador galo en su libro Emoción y política, donde intenta evaluar y analizar los aspectos psicoafectivos de los comportamientos colectivos, es decir, el papel de la emotividad en la toma de decisiones. En la manifestación multitudinaria, por ejemplo, la ira política adquiere una fuerza catártica más allá de toda racionalidad o templanza. Cuando los tiempos son de buenos augurios, y se gana por lo menos una batalla, emana de la masa en la calle la alegría política. Por mucho desaliento que haya habido en el pasado, por incontables fracasos, la masa no ceja: puede más su capacidad de ilusión. Necesita creer. Quiere creer porque creer también es un placer.
En un pasaje de Soldados de Salamina, uno de los personajes de Javier Cercas o de la realidad (puesto que no todo es invención en la obra) habla de alguna convicción política, pero allí se detiene: “Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir: sobre el independentismo sí.” Es decir: las creencias políticas no se discuten. Con lo cual puede uno acercarse a entender —dado que la política no es una ciencia exacta— que a la hora de la hora predominan las simpatías y las antipatías… por los motivos que sean.
En ninguna de las páginas de Ortega y Gasset (La rebelión de las masas) o de Wilhelm Reich (La psicología de masas del fascismo) hay una dilucidación directa sobre la propaganda (audiovisual, en nuestro tiempo) y sus efectos en la masa. Lo que podría deducirse, acaso, es que cuando una persona decide creer en algo o en alguien no hay poder que la haga cambiar de opinión, ni siquiera la propaganda. Mucho menos la propaganda.

Los huesos de Juárez

Libro que parte el alma, Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, tiene como tema sustancial la justicia. Se refiere a la impunidad, la complicidad, el encubrimiento de los asesinatos de mujeres jóvenes y pobres de Ciudad Juárez, Chihuahua, a lo largo de los últimos años.
Más que con informaciones, uno sale de la lectura del libro con una variedad de emociones: vergüenza, miedo, indignación, tristeza, impotencia, coraje. Porque lo que queda de manifiesto es que el Estado mexicano hasta ahora ha sido impotente para combatir al poder criminal. Parece haber sido rebasado, irretroactivamente, también, por el poder policiaco. Y parece estar, para engaño de todos, dándole vueltas a una batalla perdida de antemano.
Pero no es que las informaciones sean escasas o inocuas. Todo lo contrario: constituyen el nervio mismo del relato. Según las versiones oficiales, están ya resueltos en un 80 por ciento los más de 300 homicidios cometidos contra mujeres en Ciudad Juárez durante la última década y presos los culpables. Sin embargo, como hace ver la extraordinaria investigación periodística de Sergio González Rodríguez, con el paso del tiempo cada vez más de amplía el universo de dudas.
Lo que hace un escritor, gracias a su educación literaria, es establecer conexiones. Sabe relacionar unos hechos con otros, unos personajes con otros, unas afirmaciones con otras contradicciones, hasta tender un hilo de concatenaciones. Sabe también descubrir las omisiones, las ausencias, los ocultamientos. Y así ha procedido el autor de Huesos en el desierto para permitirnos vislumbrar una verdad que se ha extraviado en los archivos judiciales y que el gobierno de la República no ha querido reconocer.
Podía tratarse, según la acumulación de criterios y opiniones de los criminólogos, como las del norteamericano Robert K. Ressler, asesor de la película El silencio de los inocentes, de más de uno asesino serial. O, como resume González Rodríguez: "Sería el producto de una orgía sacrificial de cariz misógino, a cuyas víctimas se busca y elige en forma sistemática (en calles, fábricas, comercios o escuelas) en un contexto de protecciones y omisiones de las autoridades mexicanas durante la última década. En especial, sus policías y funcionarios judiciales, que cuentan con el respaldo de un grupo de empresarios del mayor poder económico y criminal en todo el país."
Ciudad Juárez, el antiguo Paso del Norte, la primigenia misión de Nuestra Señora de Guadalupe, cuenta con más de 1,217,818 habitantes, más de los que tiene Tijuana. El 40 por ciento vive en condiciones de pobreza extrema y cada día aumenta su población en 300 personas que vienen a trabajar en las maquiladoras o a cruzar hacia "el otro lado" pero se quedan. En su esfuerzo por dilucidar una historia cultural y política, el autor se remonta a los tiempos más remotos —cuando el país fue cercenado, hacia 1848— y a los de hace unos cincuenta años. Como en Tijuana, la Ley Seca en Estdos Unidos (1919-1933) "arrojaría al sur de la frontera a los prófugos de las restricciones y el crimen organizado". Ciudad Juárez, como Tijuana, creció gracias al turismo, el comercio y los flujos migratorios. "Durante la Segunda Guerra Mundial, los militares de la base de Fort Bliss, Texas, explayaron en la ciudad mexicana sus horas de relajamiento." Se vivían tiempos de triunfalismo bélico. La economía de guerra propiciaba la derrama de dólares que "se barrían con escoba", y la cultura habanera se transfiguraba en los cabarets. Se oía música de Glenn Miller, Agustín Lara, Cole Porter y Germán Valdés, Tin Tan, triunfaba en los centros nocturnos, contemporáneo de los pachucos de pantalones bombachos y tacones a la cubana.
México: país frontera. Todas sus ciudades experimentan ahora el fenómeno de la fronterización. Todo el tronco nacional parecer haberse trocado en frontera. La condición fronteriza ya no está sólo en la franja: también se vive en las ciudades de sur y en la Capital, mientras que las ciudades propiamente de la frontera, como escribiría Barry Gifford, "se asientan en un territorio indeciso entre algo y nada".
La estructura de la argumentación literaria, la hipótesis que no procede según las "pruebas" del alegato judicial sino más bien mediante proposiciones, sugerencias, insinuaciones, confirma cuánto ha crecido Sergio González Rodríguez como escritor. También sus descripciones son certeras y enriquecen la amenidad de la estremecedora narración: "A pesar de la luminosidad celeste que cae sobre el desierto, la urbe fronteriza luce pálida, aquí y allá descolorida. Algún reflejo metálico y un color restallante rompe la monotonía: la potencia solar y el polvo tienden una pátina cruda sobre las avenidas, las azotes, el cristal de las ventanas, las láminas de zinc y los vehículos".
Son muchísimas las impresiones que se quedan en la memoria del lector. Y no son menos las reflexiones. Ni siquiera se atreve uno a transcribir literalmente el lenguaje criminológico de los patólogos, como el del doctor David Trejo Silecio que encuentra un patrón en el desnucamiento de las víctimas y sus convulsiones en el momento cumbre de la violación.
Piensa uno asimismo que el dilema crucial del país sigue siendo el desastre de la justicia. El Estado mexicano aún no ha podido resolver el problema de la policía. Siente uno además que vive en un país ilegal, que la legalidad instaurada por el gobierno de Juárez en el siglo XIX también se ha ido a la tumba con las muchachas de Ciudad Juárez.

Muerto en el corazón de los amigos

No es cierto que Leoluca Orlando haya acabado con la mafia en Sicilia. En primer lugar, la mafia siciliana es inextinguible porque tiene su matriz en el seno mismo de la familia siciliana, en la madre, en las relaciones familiares, y por mucho que haya sido efectivamente abatida en los últimos años todavía persiste. Como la hidra. Como el monstruo de la mitología griega en forma de serpiente de siete cabezas que renacían a medida que se cortaban.
En segundo y último lugar, el golpe relativamente mortal que ha recibido la mafia siciliana se ha debido no tanto a la admirable labor del exalcalde de Palermo, Leoluca Orlando, sino a la larga batalla del Estado italiano desde que en los años 60 se formó la primera Comisión Antimafia. Y sobre todo a la lucha sin cuartel que de 1978 a 1991, como Procurador de la República y juez instructor, emprendió Giovanni Falcone junto con otros representantes del Estado nacional como el juez Paolo Borsellino. El famoso “maxiproceso” instrumentado por Falcone, que llevó a los tribunales a más de 400 jefes mafiosos y en el que Orlando puso a la ciudad de Palermo como parte civil, fue uno de los grandes momentos de ese compromiso por preservar la seguridad del Estado.
Otro punto culminante de este combate a fondo contra el crimen tuvo lugar en 1993 cuando un escuadrón de carabineros, comandado por un muchacho de 27 años, detuvo al capo Salvatore Riina que tenía 23 años de fugitivo, un año después de que Falcone, su esposa y sus escoltas, y poco después el juez Borsellino, hubieran sido asesinados por la mafia en dos atentados. La condición invencible de la mafia estaba dada por su complicidad con el gobierno de la Democracia Cristiana, pero a partir de 1992 el gobierno italiano ya no pudo seguir haciéndose de la vista gorda y ordenó el envío de siete mil soldados a Sicilia, entre ellos a dos mil paracaidistas.
Con todo, sería injusto escatimarle méritos a la gestión municipal de Leoluca Orlando en Palermo. Luego de la batida judicial federal que duró más de treinta años, el alcalde frenó la especulación inmobiliaria de la mafia en la isla, logró que sus bienes fueran incautados y sus cuentas bancarias congeladas. Fundó en 1993 el Instituto Renacimiento, un proyecto de participación ciudadana que promueve una cultura de la legalidad, y a partir de su idea empezaron a proliferar organizaciones civiles destinadas a combatir la omertà (que quiere decir hombría), la ley del silencio.
Sin llegar a extirparla, Orlando y los grupos no gubernamentales han llegado a mitigar el crecimiento de la mafia, que en muchas ciudades sicilianas sigue cobrando el pisco, la cuota de protección.
Algunas ciudades mexicanas, como Tijuana, Ciudad Juárez, la delegación Iztapalapa en el DF, e incluso el secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal, han mostrado interés en aprovechar la experiencia del exalcalde palermitano. La intención no parece ser mala y es digna de todo apoyo como lo es cualquier esfuerzo, por utópico que parezca, de reducir la criminalidad, el problema más grave del país.
Sin embargo, y justamente para promover esa cultura de la legalidad, para entender de qué manera los mexicanos viven la ley, para analizar por qué a nuestros funcionarios (como a los secretarios de Gobernación y de Comunicaciones) les falta el sentido del Estado como valor interiorizado, es necesario leer la historia y ver cuál es la diferencia entre la ideosincracia de los mexicanos y la de los sicilianos. Por principio de cuentas, los carabineros no torturan. La policía italiana no asalta. No roba, no secuestra, no prefabrica delitos.
Y otra cosa: la mafia siciliana no es lo mismo que la “mafia” mexicana. En el Noroeste mexicano, en Colombia, se le llama por extensión “mafia” al crimen organizado —o desorganizado, como dice Jesús Blancornelas—, pero el fenómeno de la criminalidad siciliana esta arraigado en la familia y no es tan ancestral como se cree: apenas se tiene registro de su historia desde hace unos 200 años, cuando en Sicilia, a principios del siglo XIX, reinaban los Borbones españoles.
La mafia siciliana es una sociedad secreta y comporta un pacto de sangre. Cuando el sobrino de un mafioso jura lealtad a Cosa Nostra se pincha el dedo pulgar con una espina de naranjo y con la gota de sangre mancha una imagen de la virgen de Santa Rosalía, patrona de Palermo, le prende fuego y mientras se quema pronuncia una frase ritual que lo obliga a guardar la omertà. De violar esta ley, “muere en el corazón de los amigos”, es decir, queda condenado a muerte.
Pero tal vez el escollo más grande que tengan que salvar las ciudades mexicanas, si quieren imitar lo que se ha hecho en Nueva York o en Palermo, es el problema de la policía. Si en aquellas ciudades el índice de corrupción puede ser del 3 o del 5 por ciento, en México rebasa fácilmente el 90 por ciento.
El Estado mexicano no ha podido resolver, ni siquiera en el régimen de Porfirio Díaz, el problema de la policía y su homologación con la delincuencia. Si no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte ni en ninguna época, se ha hecho el más mínimo esfuerzo por resolverlo.
O como escribía Rodolfo Peña:
“Para decirlo pronto, la policía no es ningún problema: para los poderes (la sociedad política, los dueños de la riqueza, las iglesias) la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción, como cualquier otro cuerpo coercitivo.”