Wednesday, November 12, 2008

El inconsciente narrativo

El talento político de Obama
es, directamente, talento
narrativo. Sabe contar su propia
vida y sus ideas como fruto de
su experiencia vital y sabe
utilizar las historias de vidas,
las biografías, como apólogos
que le sirven para discutir
y transmitir sus ideas políticas.

—Lluís Bassets


Vimos el martes 4 de noviembre de 2008 lo que puede ser la alegría política. A los seres humanos —en lo que les queda aún del niño que llevan dentro— basta tocarlos con el pétalo de una ilusión para que salgan a las calles y las plazas a festejarlo, como en una fiesta mayor. Se trata del entusiasmo político que despiertan los líderes y las revoluciones: la necesidad de creer. Es una algarabía instantánea y muy emotiva. Vivimos predispuestos —más que puestos— a la esperanza. Sucedió en los primeros meses de 1994 con el lavantamiento zapatista en Chiapas. Sucedió durante la campaña de López Obrador en 2006. Sucedió en 1959 cuando los jóvenes y guapos revolucionarios de Cuba tomaron el poder. Y la comprobación de esta idea (que más bien es una corazonada) la vimos más de una vez y en más de un lugar en las banquetas y las calles de muchísimas ciudades norteamericanas, en los parques Grant y Milenium de Chicago y en el legendario Central Park de Nueva York cuando se anunció que Barack Obama había ganado las elecciones presidenciales más que duplicando el número de votos estatales de su oponente.
Más tarde o más temprano se impone el principio de realidad y viene la decepción. Vuelve la gente a poner los pies en la tierra. La pérdida del encanto resulta tan previsible como inevitable. Con el paso del tiempo, el joven Felipe González ya no conmueve tanto; el joven Fidel Castro no arrebata tanto como en sus primeros años de triunfo; no se sabe qué figura proyectará Zapatero dentro de diez años; Robert Kennedy no alcanzó a desvanecerse porque alguien lo interrumpió al principio del camino. Pero lo que importa de Obama aquí y ahora, aquí a sus 47 años —sea como vaya a ser el futuro irrevocable—, es el presente y el porvenir —otra vez— de una ilusión.
Y no está mal que sea así nuestra animalidad política. La historia avanza porque los jóvenes tienen una mayor capacidad de ilusión. Tienen toda la vida por delante, se sienten eternos, y no saben de los fracasos (los proyectos políticos fallidos) de quienes los antecedieron.
Entre las enseñanzas de la campaña exitosa de Obama está —aparte del inusitado e imaginativo uso del internet: propositivo, no insultante, masivo— la participación de los jóvenes. Pero esos jóvenes no son únicamente los muchachos desempleados o trabajadores. Son también los jóvenes estudiantes que tienen un plus: empiezan a ser cultos y la cultura supone un mínimo de conciencia política que, en este afortunado caso, se puso en campaña.
Sigue creyéndose, en un sector muy amplio de la población, que la lectura no sirve para nada. Bueno, señores, pues resulta que puede servir para llegar al poder. Puede ser muy útil para llegar a la Presidencia. ¿Por qué? Porque, como en los tiempos clásicos, la oratoria de plaza sigue siendo el principal promotor del entusiasmo político. ¿Cómo se construye bien temperado un discurso en el que aparecen en su justo lugar y en el momento exacto las ideas y las emociones?
Respuesta: cuando se tienen asimiladas miles de lecturas desde que uno es muy joven. Las ideas, el pensamiento, la imaginación, la claridad, la capacidad de articular o concatenar emociones e ideas, el talento para poder expresarlas, son sólo posibles en la sostenida conversación con los muertos, es decir, con los autores del pasado que desde el libro nos hablan.
Y ese factor intelectual contó mucho en la competencia de los dos políticos norteamericanos. Era evidente la superioridad intelectual de Obama frente McCain. En el fondo de la templanza de Obama había y hay una educación literaria. Aprendió, como el escritor de oficio, a hacer conexiones: a relacionar una idea con otra, a intercalar a final de párrafo, en su justo momento, la misma frase (“Yes, we can”) como hacía Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare. (“Pero Bruto es un hombre honorable. Pero Bruto es un hombre honorable.”). Hay musicalidad en su oratoria.
Lluís Bassets piensa que el político postmoderno necesita contar con una potente biografía, capaz de sintonizar con las mayorías “que deben apoyarle y a la vez debe saber contar sus ideas políticas a través de relatos, de historias concretas, con rostros, nombres, apellidos y aliento vital”.
El lunes, un día antes de la elección, Barack Obama se presentó ante una multitud en alguna ciudad de Florida. Y lo primero que les dijo fue: “Hoy sólo voy a decirles una palabra: Mañana.” Y ese mañana era el día de la elección pero también era la idea de un futuro promisorio, un énfasis en la continuidad de la vida, un recordatorio de la esperanza. Eso es tener sentido del lenguaje: “Mañana.” ¿Cuántas cosas puede significar la palabra mañana?
Escribió dos libros, de su puño y letra (Los sueños de mi padre y La audacia de la esperanza): un conjunto de ensayos políticos y una autobiografía que no es sino un Obama escrito a mano.
“La narración es una de las formas de construcción de la identidad. Lo que llamamos el yo es una narración. El pasado es una narración y el futuro es una propuesta narrativa todavía no publicada”, escribe Constantino Bértolo.
Supo expresarse, en su discurso de aceptación y agradecimiento, con un personaje: una anciana de más de cien años que vive en Atlanta. Personalizó la idea, creó un personaje, contó una historia. Acudió a las metáforas y a los símbolos. Y ya se sabe que (aunque no se sabe por qué) el corazón humano es más proclive a entender mejor una idea o un pensamiento cuando se le obsequia en forma de cuento. Por eso los niños tienen hambre de cuentos. Por eso la gente anda en busca de historias (novelas, películas, reportajes, chismes). Porque a través de la narración, añade Constantino Bértolo, se le ofrece
al ser humano la experiencia de la comprensión. Y de esa manera —tanto ahora como en los tiempos de Cicerón— el orador conecta con el inconsciente narrativo de las masas.

* * *

Postscriptum:
Una asociación de ideas, que explica aquello de que “sin querer lo piensa uno”, ha producido al menos metafóricamente el concepto de “inconsciente narrativo”. Esas ideas proceden de Noam Chomsky, que de manera conjetural y no experimental pero con gran consenso entre los lingüistas sostiene que desde muy temprana edad aprendemos el lenguaje gracias a una predisposición neurobiológica innata. También se debe al encuentro indeliberado de la ideas (la asociación involuntaria, pudo haber dicho Marcel Proust) que está en la percepción de Jacques Lacan en el sentido de que el inconsciente se expresa a través del lenguaje. Y a Carl Gustave Jung: su muy fecunda noción del inconsciente colectivo o impersonal. Y no menos a Mark Turner, neurocientífico y profesor de literatura, cuando dice que siempre que hablamos estamos contado una historia.

Wednesday, October 22, 2008

Rodrigo Rey Rosa: Caballeriza

Tal vez sea imputable a la “mercadotecnia” el hecho de que varios escritores latinoamericanos nunca llegan a México. De pronto, una de las editoriales de Barcelona o de Madrid decide que en México nadie sabe quién es Juan Gabriel Vázquez (colombiano, autor de Historia secreta de Costaguana) o Javier Vásconez, ecuatoriano, autor de El viajero de Praga) y que por tanto nadie leería sus novelas. (Con este mismo criterio cierto editor del cártel barcelonés promulga que en México no tiene sentido distribuir los libros de Juan Marsé o de Manuel Vázquez Montalbán.) Si a nuestra progresiva deslatinoamericanización sumamos estos criterios imperialistas cada día conoceremos menos lo que en materia literaria se produce en el sur.
Antes de la globalización el mundo era un pañuelo. Solíamos tener contacto con lo países de Latinoamérica sin tener que pasar por España. Lo mejor de la novela nos llegaba de Buenos Aires. Y estas pequeñas reflexiones vienen al caso porque por lo mismo, por la opinión de los cárteles editoriales, se nos ha escamoteado el conocimiento de uno de los novelistas más importantes en lengua española: el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.
Nació hace cerca de 50 años, en 1958 y en la capital de Guatemala. Tiene una docena de libros —cuentos y novelas— que en cuanto salieron de la editorial Seix Barral empezaron a traducirse en muchos idiomas: sueco, italiano, inglés, portugués, alemán, francés, holandés y japonés. Uno de sus primeros traductores fue el escritor estadounidense Paul Bowles, amigo suyo y coordinador de un taller literario al que asistió Rey Rosa.
Vivió muchos años en Nueva York y luego de pasar varios veranos en Tánger, Marruecos, reside hoy nuevamente —de vuelta al terruño— en Guatemala.
Más que el ensayo u otros géneros, su fuerte es la narrativa y su individualidad como escritor proviene de un estilo sorprendente por su sencillez y su casi involuntaria capacidad de establecer un misterio. Cuida cada cuento, palabra por palabra, página por página, como si fuera un poema en el que nada sobra ni falta. Y no es dado a los títulos que de antemano venden la historia. Se diría más bien que los escoge entre los menos descriptivos y significativos. Títulos que no dicen nada.
Se han puesto en las librerías de Europa y Estados Unidos, pero no en las de México, sus novelas Cárcel de árboles, El salvador de buques, El cuchillo del mendigo, El agua quieta, Lo que soñó Sebastián (que el mismo trasladó al cine como guionista y director), El cojo bueno, Que me maten si…, Ningún lugar sagrado, La orilla africana, Piedras encantada. y su penúltima novela, Caballeriza, que es de 2006.
Lo que ha escrito más recientemente es Otro Zoo (2007) y en México, por fin en México, en la oaxaqueña Almadía, una selección de su mejor prosa, cuentos breves y largos: Siempre juntos.
A nadie puede sorprender que su más reciente novela propiamente dicha, Caballeriza, tenga que ver con los caballos. Hay en el mundo inventado por Rodrigo Rey Rosa un interés curioso (¿obsesión, fascinación?) por los animales en casi todos sus libros. Nuestros hermanos del reino animal —tienen estómago, pulmones, corazón, ojos, oídos e intestinos, como nosotros— cumplen no se sabe qué papel en sus narraciones, un poco como los animales que de pronto surgen en los cuentos de Raymond Carver (el guajolote de papada colgante) para incorporar el aura de lo siniestro.
En Caballeriza, por supuesto, están los purasangres que se hacen traer de Portugal o de Arabia Saudita los miembros de la élite guatemalteca. Y en sus otros relatos están invitados los cocodrilos, el cordero, el escorpión, la lechuza, el garañón, los alacranes, reconsiderando de nuevo la pregunta inquietante: ¿Qué o quiénes son los animales? ¿Por qué nos miran así? ¿Tienen emociones los animales? ¿Tienen memoria? ¿Tienen conciencia? ¿Se asustan con el espejo que los refleja? ¿No son una presencia macabra? El poeta Ted Hughes, ranchero, sabía de animales. Lo mismo, entre nosotros, Verónica Munguía. Y, mucho más que otros, J. M. Coetzee al procrear el personaje de Elizabeth Costello.
Rodrigo Rey Rosa no dice las cosas: las muestra, las hace ver, como si interviniera lo menos posible en el relato. Caballeriza y Que me maten si… tienen en común una parecida factura y ambas se distinguen por la pesada e inquietante atmósfera que sabe crear Rey Rosa. Nunca habla del narcotráfico. Nunca utiliza la palabra narco. Pero el lector alcanza a darse cuenta de que el crimen es el contexto. Los personajes y las tramas de ambas novelas están allí, vivos y mortales. Parece que la criminalidad ambiente los hace sentirse como en su propia piel. Es el arte de mostrar sin decir, pero sí de insinuar. Y en esa insinuación reyrosana está la sutileza cautivante para los buenos entendedores del libro: pocas palabras y muchos párrafos que no hacen explícito lo que de suyo va quedando implícito.
El lector puede sentir miedo, como en las novelas de Patricia Highsmith. Rodrigo Rey Rosa no tiene gran inclinación por el realismo mágico: “Siempre me dio sueño”, le dijo una vez a Ignacio Echevarría. Según el crítico español, hay en el guatemalteco un cierto rechazo a las categorías bombásticas de cierta actitud polémica o beligerante porque no siente ninguna afición natural por ese estilo.
A Rodrigo Rey Rosa no le preocupa mucho no estar informado de todos lo que escriben sus contemporáneos, pero reconoce que ha sido un gran lector de Roberto Bolaño, César Aira, Juan Benet y Horacio Castellanos. Su admiración mayor se dirige hacia el filósofo Ludwig Wittgenstein, cuyas ideas sobre el lenguaje son la delicia de los hombres de letras. La sobriedad estilística, el abandono de los “lastres retóricos”, la sencillez que es más bien, dice Echevarría, delgadez narrativa, son los cimientos de sus muy particulares y densas construcciones ambientales. El clima, eso es lo que prevalece. El terror y la inminencia del peligro y de la muerte infligida por otros.
Elíptico, porque es reticente, porque no lo dice todo, plantea en por lo menos dos de sus cuentos la relación padre-hija, como en “La niña que no tuve” y “Otro Zoo”, en el que al recorrer un zoológico un padre pierde a su hija de dos años.
Edgardo Dobry cree que uno de sus mejores cuentos es “La finca familiar” (incluido en este volumen de Almadía) y resume muy bien lo que viene siendo la literatura de Rodrigo Rey Rosa: “La corrupción, los privilegios brutales, la violencia implícita en una sociedad cuasi feudal están en el primer plano de estas ficciones, nunca tentadas por el expediente mágico ni la fascinación colorista.”
El libro que nos convoca aquí esta tarde, Siempre juntos, es seguramente la mejor selección de sus textos. Aquí está el Rodrigo Rey Rosa esencial. La antología va marcando los pasos que fue dando al empezar a escribir y la evolución que lo ha traído a la madurez de escritor.
Qué bueno, ya era hora, que en México lo recibamos con admiración y cariño.

Tuesday, September 09, 2008

La intimidad del desierto

¿De qué manera el narcotráfico ha incidido en el imaginario colectivo de un pueblo sonorense? Ése es el tema de la tesis de Natalia Mendoza Rockwell:LA INTIMIDAD DEL DESIERTO. Moral, identidad y tráfico de drogas en un lugar complicado. Reflexión etnográfica.Su análisis de las percepciones que en el pueblo de Santa Gertrudis se tienen sobre el trabajo, el dinero, los bienes de consumo y la ostentación abre caminos interesantes para el estudio del crimen organizado y su implantación en comunidades específicas en otras ciudades del país. La misma metodología etnográfica podría transferirse a una ciudad fronteriza como Tijuana para estudiar, por ejemplo, cómo la sociedad tijuanense ha asimilado la cultura del narco e integrado en sus esferas más altas a familias y parientes de narcotraficantes. También podría imaginarse un análisis de los cambios que se han producido en la moral ambiente, en las relaciones laborales y amorosas, de todo el país: una suerte de indagación en los cambios de mentalidad a nivel nacional.¿Qué consecuencias ha tenido la economía criminal en el imaginario colectivo del mexicano?La estudiante del Colegio de México —que tuvo como director de su tesis a Fernando Escalante Gonzalbo— se acerca a los habitantes de Santa Gertrudis como entrevistadora de campo.* * *—¿Al patrón de tu papá lo has visto? ¿Lo has visto?—Es chaparrito, siempre de trajecito. Nunca en la vida me ha tocado ver a una persona con tanto pinche dinero y que sea tan servicial, tan buena gente. A los burreros les habla de por favor, de usted. Y siempre trajeadito. Es super educado, por eso la gente luego le achaca que es joto. Lo que pasa es que es muy educado y político para hablar.· * *—¿Has andado con judiciales?—Con uno, con E.—¿Cómo era?—Es una misma pinche cosa. Yo no hallo mucho la diferencia entre judiciales y narcos. Hacen los mismo. Lo único es que trae charolita.—¿Cómo era?—Buena onda, medio mamonsón, típica actitud de mafiosito mamón. Andaba en lo mismo. Aquí nada más se trata de agarrar feria, a la gente le vale madre, Nadie, menos los judiciales, ninguna ley.* * *—El dinero del narcotráfico se parece al dinero de las apuestas, que es el otro que no dura y tiende a crear desgracias. No se gana, porque no implica trabajo.* * *—El tráfico de drogas ofrece una especie de subsidio, un tiempo de gracia, al viejo estilo de vida; permite mantener ranchos que ya no son rentables, permite no migrar y, sobre todo, no incorporarse al mercado del trabajo asalariado.* * *
—¿Te has imaginado ser tú una mafiosa?—Pues sí, alucinando, acá…—¿Y cómo te imaginas?—Perrón, acá, chingona. Con un carro poca madre, arreglada con batos pesados y la chingada…—¿Alguna vez lo has hecho?—No mames, morra, no te puedo contar eso. Siento como si mi amá me estuviera oyendo.* * *—Ahora ya no encuentras quién te limpie el corral o te arregle un cerco. Prefieren aventarse tres días burreando y ganar lo de un mes.—¿Está mal?—Para nada, es un trabajo como cualquier otro. Tiene sus riesgos, no es tan fácil, no matas a nadie. Que lo vean mal es otra cosa. Pero dinero fácil… dinero fácil pura madre. Es una pinche putiza.* * *La autora se pregunta si no fue el exotismo de la narcocultura lo que la llevó a ese pueblo del norte de Sonora. En lugar de ello se encontró con la vigencia de la moral y las normas rancheras de la tradición cívica sonorense. Sea como haya sido, su conclusión es que el narcotráfico como contracultura (los narcocorridos, la violencia, el machismo) es un fenómeno relativamente marginal. “Un cambio importante es un paulatino divorcio entre el esfuerzo y el mérito, que era uno de los pilares de la sociedad ranchera de Santa Gertrudis, una progresiva devaluación del esfuerzo físico”.La gente se va al narcotráfico hormiga para hacerse de mil o dos mil dólares en un par de días, pero sabe que el “dinero fácil” también se va fácilmente de las manos.“El dinero de la burreada te dura una semana, y se me hace mucho. En dos o tres días ya no tienes un cinco. Es rara la gente de aquí que se dedique al narcotráfico y que tenga algo.”En cuanto a los criterios identitarios siempre hay diferencias y clases entre los nativos de Santa Gertrudis: el peligro viene del sur y los únicos que matan son los sinaloenses. No sólo no es lo mismo un narco colombiano que uno mexicano, sino que nadie en Santa Gertrudis diría que es lo mismo un narco del pueblo que uno de Sinaloa.Nunca había habido tanto dinero, tantas casas lujosas, pero prevalece la sensación de que todo se derrumba, de que todo y todos están corrompidos, de que el precio moral que se paga por ese auge es excesivo.
Con la coca las borracheras duran más.Lo paradójico es que Santa Gertrudis es un pueblo moderno: con una carretera que lo parte por la mitad, a una hora de la frontera con Estados Unidos, con tres cafés de internet, con una enorme densidad de automóviles, teléfonos celulares y aparatos de televisión. Un lugar con un mínimo de analfabetismo, con seis escuelas primarias laicas; un lugar cosmopolita: donde hace muchos años llegaron chinos, japoneses, franceses y un par de griegos, donde pasan diariamente miles de personas de todo México y Centroamérica y algunos de Venezuela, Brasil, y hasta de Filipinas, Rusia y China.

Monday, September 01, 2008

Los demonios de la depresión


Vivo sin vivir en mi
y de tal manera vivo
que muero porque no muero.
—Santa Teresa

Escribe Anamari Gomís que hay situaciones mucho peores que la sintomatología depresiva, pero justo por eso “la depresión es como un demonio que trastorna la percepción del mundo”. Lo dice en su más reciente ensayo: Los demonios de la depresión, incluido en la colección Quirón y que ha sido publicado por las editoriales Turner, Ortega y Ortiz, Wyeth, Conaculta, con un apoyo de la Secretaría de Salud desde los tiempos de Julio Frenk.
El libro debe su amenidad al talento narrativo de la autora, novelista y maestra de letras en la UNAM, que entre otros libros ha escrito las novelas Ya sabes mi paradero y Sellado con un beso.
Es muy encomiable esta colección que dirige el escritor Mauricio Ortiz porque busca recoger la experiencia del paciente, que en este caso es un escritor, y no la postura clínica profesional de un médico, salvo en el caso de Francisco González Crussi que ha enriquecido el catálogo de Quirón con La fábrica del cuerpo. Hasta ahora han salido a la luz Migraña en racimos, de Francisco Hinojosa, Sangre, de Julio Hubard e Itinerario del intruso, de Julio Derbez.
A estas alturas de la historia —desde los pensamientos de los griegos sobre la bilis negra o el clásico libro de Robert Burton Anatomía de la melancolía— parece que hay ya un consenso acerca de los orígenes de la enfermedad: que es de orden orgánico y que tiene su causa en la actividad bioquímica del cerebro, corazón de las tinieblas y de las emociones más raras. Ciertos cambios en la actividad cerebral, anota Anamari Gomís, desatan la perturbación. Por lo general la depresión se hereda, aunque no se ha podido identificar genes específicos. “El quid del asunto es que si los neurotransmisores, los mensajeros químicos del cerebro, varían por alguna razón de equilibrio, se abre un frente para que el individuo se deprima.”
Anamari Gomís habla desde su experiencia constante y profunda. Su malestar desde muy joven, dice, se vincula con una tristeza abismal, una oceánica ansiedad y un miedo paralizante. Hay quien no puede levantarse de la cama, ni bañarse ni nada. “La depresión aguda despersonaliza a tal grado que se está ausente de uno mismo. ¿Quién soy y qué hago en este mundo? ¿Qué sentido tiene la vida? La depresión no distingue colores. Todo le es gris. La película va del blanco al negro. “Nada parece tener sentido”, dice la escritora. “La realidad se distancia, aunque no se disloca como en el caso de la esquizofrenia. Pero esa lejanía despierta esa sensación de encierro. De pronto, uno no pertenece al mundo y a sus trasiegos, y todo comienza a volverse ajeno”.
Hasta donde sabemos o deducimos, seguramente debió haber sido aterrador padecer la depresión en años o en siglos anteriores, cuando no había medicamentos que la domaran, cuando no había tafil, prozac, ni effexor ni psicoterapeutas. La buena noticia es que la depresión, tarde o temprano, se cura. “Nadie hundido en esta aflicción debe sobrellevar el mal como una condena. Se puede aliviar, como se alivian otros padecimientos.”
El deprimido construye su propio infierno. Se pone en contra de sí mismo. Implacable. Sin causa aparente decide que nada vale la pena, poco a poco “empieza a bregar con un tsunami de sensaciones y de estados de alienación tales” que muy pronto lo dejan anonadado hasta tocar fondo y reconocer que necesita ayuda porque nadie sale de la depresión por sí solo. Se trata de una enfermedad y requiere de medicamentos tanto como los que necesita un diabético o alguien que sufre de insuficiencia renal.
Entre estas dilucidaciones la autora se demora un momento para referirse a la serie televisa de Los Soprano y advierte que allí se hace uso —por primera vez en el cine— del psicoanálisis como parte de un motor narrativo. El personaje de Toni Soprano “expía una depresión mayor, matizada con ataques de pánico” y se atreve a consultar a una psicoterapeuta que luego pasa a ser un personaje muy importante en la historia.
Pero la fuerza del relato está en la primera persona, en la subjetividad de la autora que cuenta la experiencia de su propia depresión y no elude el sentido del humor si viene al caso. Habla, en sentido metafórico, de los demonios que lo atrapan a uno como si fueran verdugos, “que nos despojan de nuestra precaria armonía, de nuestra identidad maltrecha, de nuestra alegría por la vida, y que nos sumergen en un diabólico mar de angustias, de culpa y de lobreguez”.
En ese tono sobrevienen los capítulos dedicados a la conciencia de la muerte, al miedo, al desasosiego que significa la edad, el paso del tiempo, el temor a la enfermedad, al yo deprimido, a la incapacidad de hablar o de gozar de la sonata para piano favorita, al tormento que significa asistir a una cena o a un cocktail. Y si se refiere a la “bruma anímica que surge de una tarde lluviosa” es porque todo el libro está dado en un lenguaje preciso, no pretendidamente poético pero sí bello y exacto, que iguala la emoción y el pensamiento. También comparte sus ideas acerca de lo que significa estar de regreso de una crisis depresiva y del valor que tiene la convivencia con los animales.
“Está comprobado que la presencia de animales en la casa fomenta el bienestar físico y psíquico. Como ya he dicho, tengo tres perros y una gata. Estar con ellos siempre me relaja.”
Es un libro conmovedor, inteligente, útil, informativo, honesto y compasivo. Todos necesitamos leerlo.






La ley de la sierra


El cielo es el lugar
más bello de la tierra.
—Air France


En algún momento de mi adolescencia fantaseé con la idea de estudiar aviación en Zapopan pero contradictoriamente lo que más me daba miedo en este mundo era volar. La primera vez en la vida que me subí a un avión fue en un DC-7 (de México a Tijuana, el famoso vuelo 179) cuando murió mi padre en 1960. Y luego volé en los pequeños aviones fumigadores de mis amigos en Huatabampo y Navojoa. Por eso me interesó tanto la obra de Antoine de Saint-Exupéry: Vuelo nocturno, Piloto de guerra. Me gustó también mucho la novela de William Faulkner que tiene que ver con la aviación: Pylon, y la parte de su biografía que recuerda el avión en el que su hermano se mató y que él le había regalado. Podría discernirse muy bien el tema de la aviación en la novela de Faulkner; él mismo fue piloto de la fuerza aérea canadiense durante la Primera Guerra Mundial y de esos años procede uno de sus cuentos: “Todos los aviadores muertos”. En uno de los míos hay una elaboración sobre el vértigo de la aviación, la fascinación por los aviones que con madera y papel de china construye el joven personaje narrador. Por ese lado me interesó la historia de Atilano, porque hablaba de un cherokito al principio, el modelo más pequeño de la Piper, en lugares que me gustaban por sus nombres: Yécora, Sonora, Santiago de los Caballeros, Chihuahua, Badiraguato, Sinaloa. Me interesaba rescatar del periodismo esa historia y aludir al corrido de Los Tigres del Norte, “El avión de la muerte”.
Conozco muchas de sus canciones. En una, “La mafia muere”, hablan de una colonia de Culiacán, Tierra Blanca, que fue otra cosa en los años 50 y 60, y actualmente es un barrio de clase media común y corriente. Los Tigres recogen una temática que se les ocurrió más bien a Los Alegres de Terán y a Paulino Vargas, uno de los mejores compositores de corridos inspirados en el narco. Hay una moral en la que los malos y los buenos no son los que persigue y juzga el Estado, la ley o los periódicos o la sociedad. Muchas veces un policía traficante aparece como un personaje positivo en el corrido norteño. Luis Astorga ha escrito sobre los corridos que nunca han llegado ni llegarán a las grabadoras de discos o de cintas, que cantan los tríos y los conjuntos en las zonas rurales de Sonora y Sinaloa, y que son como una especie de noticiero de la saga en la que han perecido muchos jóvenes de la región.
La historia que cuentan Los Tigres es la de un muchacho de treinta y tantos años de Yécora que trabajaba como piloto de avioneta en la sierra. Ser piloto de montaña es una especialidad, no cualquiera puede hacerlo; se requiere una práctica muy especial. Se necesita haber nacido en esa zona, porque la sierra tiene sus secretos y sus altibajos, hay cambios de presión, clima, temperatura; el mercurio sube y baja y hay épocas en que hay que saber leer muy bien el cielo para lograr una navegación segura, para decidir volar o no volar. “Vale más estar en tierra deseando estar arriba, que estar arriba deseando estar en tierra”.
Es la historia de una confusión: quienes persiguen el delito en México, los miembros del ejército y de las diversas policías, de pronto interpretan que alguien está en el negocio de las drogas. Lo que pasó con Atilano fue que tuvo fallas en vuelo, en una piper cheroke, y entonces fue descendiendo poco a poco hasta tocar tierra porque estaba fallando el motor. Al bajar se le rompió la hélice y entonces dejó estacionado allí en Santiago de los Caballeros el cherokito y regresó a Yécora (no sé si en una camioneta o un tren), y al día siguiente volvió en una cesnna con la hélice que faltaba y un mecánico para colocarla. Entonces los aprehendieron unos soldados y los torturaron. Pero después le dijeron: “Ahora vámonos a la base militar, al cuartel, llévanos tú en la avioneta.” Se sentía tan destrozado, tan deprimido, tan humillado, que ya en vuelo decidió suicidarse pero llevándose consigo a los dos soldados que lo habían torturado. Dicen que pensaba estrellarse contra el cuartel de Badiraguato pero que vio cerca de ahí una escuela y unos niños y unas maestras, y entonces cambió el rumbo y se clavó contra un cerro.
Para el cuento “La ley de la sierra” inventé unas cosas en relación con la descripción del vuelo; de lenguaje, por ejemplo: Atilano sintió que el motor se empezaba a infartar. Me gustó decirle infartar al hecho de que se descompusiera el avión porque cuando se utiliza un verbo adjudicable a un ser orgánico entonces se está humanizando al avión. Cuando se dice que empezó a infartarse se está diciendo que el avión tiene una condición humana, se le está dando vida y por tanto se le está melodramatizando aún más.
Me interesaba presumir que yo sabía esas cosas de escuela de aviación porque mi amigo Leobardo Mendívil Escalante, capitán piloto aviador, me hizo conocer la última prueba que le pone a sus alumnos en el Valle del Yaqui: se pone arriba en línea recta, vertical, sobre el aeropuerto y empieza a apagar y debilitar el motor en vuelo, se deja caer pero en espiral descendiente, alrededor de la pista y una vez que está muy abajo va planeando con la inercia que le queda al motor casi apagado, lo apaga totalmente y se enfila y desliza sobre la pista con la pura aviada. Cuando digo que Atilano se deja caer en espiral estoy hablando en un lenguaje técnico de pilotos. También le agregué el detalle de que se iba a lanzar sobre un cuartel en Badiraguato pero que se arrepintió porque allí junto había una escuela llena de niños. Este dato sólo está en la letra de Los Tigres del Norte.

http://horalelobo.blogspot.com/

Friday, April 25, 2008

La matriz ideológica



Debemos abrirles a los jóvenes
[mexicanos] ambiciosos las
puertas de nuestras universidades
y hacer el esfuerzo de educarlos
en el modo de vida americano,
según nuestros valores y en el
respeto del liderazgo de los
Estados Unidos.

—Robert Lansing
Secretario de Estado
Washington, 1925



Recuerdo que en los años 60 y en la Zona Rosa, como muchos otros que se dedicaban a ligar gringas, Eduardo Farra le decía a una muchacha texana que él se llamaba Eduardo Pemex. Claro, muy pronto, la jovencita cortejada preguntaba.
—Oye, ¿y tú que tienes que ver con esas gasolineras Pemex?
—Es el negocio de mi familia —le contestaba Eduardo, su Fálica Excelencia, según le decían.


Ahora que un funcionario público lo mismo puede ser político que hombre de negocios no extraña tanto que tengan una preparación semejante, por lo general en Estados Unidos. No van a estudiar administración pública en París ni economía en la London School of Economics. No. Más bien van a tomar algunos cursillos de contabilidad o de “administración de empresas”, como hizo Juan Camilo Pemex en una modesta universidad de Orlando, Florida. Estudian cómo hacer un cheque.
Es algo que viene sucediendo desde los años del presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) o desde los tiempos en que Manuel Gómez Morín (fundador del PAN) se entrena en Nueva York como agente financiero del gobierno mexicano y se prepara para la instauración del Banco de México en 1925. A uno de sus directores, a Rodrigo Gómez, regiomontano, también le encantaba la escuela norteamericana. Los gringos, caray, decía, son la pura perinola.
A partir de entonces se establece implícitamente que México habría de integrarse en muchas instancias a Estados Unidos, y no sólo en la esfera económica. De hecho, desde el punto de vista militar y energético, México es —en la estrategia geopolítica estadounidense y en cuestiones de “seguridad nacional”— parte de la Unión Americana.
Pues, bien el personaje de nuestro epígrafe, Robert Lansing, anduvo en los corredores del poder en los años 20. Fue secretario de Estado del presidente Wilson y juntos manejaron la diplomacia en tiempos de la primera guerra mundial. Era un hombre educado y de buena fe, más que de mediana formación intelectual, muy dado a la reflexión política y a la especulación histórica. Sabía de qué hablaba y hablaba con la natural prepotencia del imperio:
“México es un país extraordinariamante fácil de dominar. Basta con controlar a un solo hombre: el Presidente de la República. Tenemos que abandonar la idea de poner en la Presidencia mexicana a un ciudadano estadounidense, ya que se llevaría otra vez a la guerra. México necesitará administradores competentes. Con el tiempo esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes y eventualmente se
apoderarán de la Presidencia. Sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispara un tiro, harán lo que nosotros queramos.” No ignoraba que había que cultivar al gringo que todo mexicano lleva adentro.
Se sabe que en Inglaterra o en Bélgica las universidades confeccionas cursillos especiales y breves para los muchachos ricos del Tercer Mundo, hijos de los políticos que gobiernan en África, Asia, los países árabes o los de América Latina. No es mala inversión entenderse con un presidente que estudió en Cambridge. Se facilitan las cosas. Se comparte la misma mentalidad, la misma escala de valores. ¿Qué tal si un egresado de University College resulta de pronto ministro del petróleo en Kuwait o en Nigeria?
Las universidades norteamericanas cuentan entre las mejores del mundo, Cornell, Columbia, Stanford, Princeton… En ellas se forma el ejército más importante de los Estados Unidos: los jóvenes competitivos y estupendamente preparados. Son universidades serias: le dan un lugar preeminente a la ciencia y a la investigación. No son como muchas de nuestra múltiples y pequeñas universidades privadas —vendedoras de títulos— en las que es imposible estudiar astronomía, matemáticas, física, biología, neurofisiología, ciencias químicas y no sólo “de la comunicación”.
Viene, pues, todo esto al caso por la propensión que tiene el mexicano de sobrevalorar todo lo extranjero y menospreciar todo lo propio. El extranjero siempre es mejor. En cuanto tiene éxito una empresa mexicana (bancos, tequila, miel de abeja para pankakes, nopales, hoteles), lo primero que hacen sus dueños es venderla al extranjero. El día menos pensado hasta las taquerías serán manejadas por transacionales. Y quienes trabajan aquí para esas empresas suelen ser más leales a sus compañías que a su propio país. ¿Qué lealtad podría esperarse de ellos si se asocian a la Texaco o a la British Petroleum?
El joven empresario (heredero generalmente de una fortuna no siempre bien habida) o el empresario mexicano se desliza de modo natural y embelesado en el sentido común de la cultura norteamericana. En la universidad se aprende a leer y a escribir, pero sobre todo a pensar. Y entre los 22 y los 28 años, el muchacho de hace hombre pensando en inglés. Lo mismo sucede con los locutores, no sólo con los empresarios, que nunca como ahora se han asumido como los guías espirituales de la nación.
De ahí que no se trate de ningún traidor a la patria sino de alguien cuya visión del mundo —su ética, su racionalidad, su lógica, su sintaxis, su sentido común— ha sido moldeada en la matriz ideológica de la universidad estadounidense.

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Friday, April 11, 2008

El Complejo Propagandístico Empresarial


Son los dueños del país. Los empresarios no tienen murallas. Los locutores son sus murallas. Un verdadero ejército de locutores, en cadena nacional, en radio y televisión, las 24 horas de la jornada, están en los micrófonos para defender a los alrededor de 25 grupos que ya están directamente en el poder. México es un país tomado -ocupado- por unos 25 grupos de políticos, empresarios y narcotraficantes. Ya no se gobierna en función del interés general o del bien común. Se gobierna para satisfacer y defender a estos grupos. Luego entonces: en México ya no existe el Estado.

La industria de la trivialidad

Y si medimos el nivel cultural
del país, no es para echar las
campanas al vuelo. Ni siquiera
hay que salir de casa para darse
cuenta, basta con pegar el oído
a los medios de comunicación, ver
la televisión o escuchar la radio,
a los que la gente se asoma para
decir pendejadas del más variado
pelaje con el beneplácito de los
conductores de programas.
Ese televidente invitado y ese
radioyente cada día es más zoquete,
desinformado, salvapatrias,
agresivo y pelmazo.
Siento decirlo pero nuestros
afamados medios de comunicación
fomentan la cría de
ciudadanos deslenguados,
vocingleros y mamarrachos.

—Juan Marsé

Por un juego de palabras



Permítaseme hablar
de mi gato, antes
de que la ruina
ecológica lo extinga.

Raúl Renán
, Felis Catus



Pocos escritores resisten la tentación de hacer un juego de palabras. Son capaces de arriesgar la vida con tal de enlazar dos o tres palabras que provoquen un sentido nuevo o una ironía. No pueden reprimir ese deseo. Siempre están haciendo juegos de palabras, aunque les vaya la vida de por medio.
Han pasado ya veinte años desde el asesinato —a manos de los guardaespaldas de Jorge Hank Rhon, en Tijuana, el 20 de abril de 1988— de Héctor Félix Miranda, mejor conocido entre sus amigos y la gente que lo quería como El Gato. Se han cumplido ya veinte años de impunidad, según las reglas de la “justicia” muy especiales que se conceden, en México, a los miembros de la clase dominante.
Aquella mañana del 20 de abril de 1988, Antonio vera Palestina, Victoriano Medina y Emigdio Nevárez, en un pick up y un Trans Am, encajonaron el automóvil que manejaba Héctor Félix Miranda y lo asesinaron de varios escopetazos, de arriba abajo, a una inclinación de unos 45 grados. Victoriano Medina se colocó en su Trans Am delante del LTD del periodista, para bloquearlo, mientras Nevárez conducía el pick up y Vera Palestina accionaba la escopeta.
Victoriano Medina fue sentenciado a 27 años de cárcel; Vera Palestina, a 25, y Emigdio Nevárez fue asesinado el 24 de julio de 1992, cuatro años después del homicidio, cuando de pronto se apareció por Tijuana “para cobrar una deuda”. Un hijo de Vera Palestina trabaja actualmente como pistolero de Jorge Hank Rhon.
Los tres gatilleros del Hipódromo de Agua Caliente (único hipódromo del mundo en el que no hay carreras de caballos, materia de su concesión) fueron formalmente considerados por los jueces como los autores materiales del crimen y al caso se le dio carpetazo. No se quiso demostrar la autoría intelectual del asesinato pues Hank Rohn gozaba, al menos por los siguientes seis años, de la protección del presidente Carlos Salinas de Gortari.
El periodista, codirector del semamanrio Zeta junto con Jesús Blancornelas, iba a cumplir 48 años (ahora tendría 68), había empezado trabajar como contador de un periódico de Tijuana y le entró el gusto de ponerle pies a las fotos y de escribir una columna de comentarios deportivos, “Un poco de algo”, que más tarde se volvió de denuncia y sátira políticas, y que tal vez —por hacer un juego de palabras— hubo de costarle la vida.
Jesús Fregoso Hernández, jefe del departamento de fotolito del vespertino Baja California, que dirigía Ricardo El Yuca Gibert, fue el que le puso El Gato, en alusión al Gato Félix de las tiras cómicas norteamericanas y además porque bien podía decirse que el contador periodista tenía cara de gato. Se apellido Félix —muy frecuente en el norte de Sinaloa— embonaba de manera natural con el apelativo del personaje creado por el australiano Otto Messmer en 1923 y que tomaba su nombre del latín felis catus que en zoología se utiliza para designar al gato doméstico, Felix the Cat.
“Yo tengo siete vidas como los gatos, pero ya no sé cuántas me quedan”, había dicho Héctor Félix Miranda apenas el 12 de marzo de 1988 en una recepción en el hipódromo de Agua Caliente —donde era muy conocido— durante la coronación de una Miss Turismo.
Sardónico, satírico, burlón, despiadado, sin pelos en la lengua, insobornable, malhablado y mal escrito, Héctor Félix Miranda era indudablemente el periodista más popular en el noroeste en aquellos años.
Hablaba por los que no tenían voz en Tijuana y en su propio lenguaje, con sus mismas palabras, con sus idénticas, furiosas, indignadas, irreverentes, desesperadas “malas” palabras. “Uso las malas palabras para ver si la gente reacciona”, decía.
Usaba el lenguaje de la tribu.
Su capacidad de convocatoria era impresionante: en dos semanas podía recolectar, desde y con su columna, 50 mil dólares para la operación de un niño prácticamente desahuciado. Era un tribuno de la plebe.
Cuando yo volví de Tijuana, a donde me había enviado la revista Proceso, me costaba trabajo redactar mis impresiones. Se me ocurrió entonces hablar con un abogado, Juan Velázquez, muy conocido por su defensa de criminales de Estado, y de manera ingenua le pregunté:
—Oye, si en México eres hijo de un secretario de Estado y mandas matar a un periodista ¿realmente no te pasa nada?
—En México —me contestó Juan Velázquez— si eres hijo de un secretario de Estado puedes matar o mandar matar a tres periodistas y no te va a pasar nada.
Dada la ya desde entonces desprestigiada administración de la justicia en México, que para no pocos sigue siendo de risa loca, en un país en el que se vive cada más la desaparición del Estado, era normal que en Tijuana se barajaran varias conjeturas sobre los verdaderos motivos que llevaron al asesinato del Gato. La manipulación oficial despierta la imaginación colectiva.
La fantasía popular, casi siempre, abunda en hipótesis cuando ya no es posible creer en la estructura judicial y política que no persigue el delito sino, más bien, lo encubre. Y una de esas fantasías que más me atrajo —por su connotación literaria, por el hecho mismo de esbozar una estupenda idea novelesca— fue la del juego de palabras. El Gato había escrito en una de sus columnas “Algo de algo” previas a su muerte —cuando varios elementos adelantados del Estado Mayor presidencial ya estaban en Tijuana y preparaban la visita del candidato Salinas de Gortari— unas palabras tan aterradoras como siniestras e irónicas, muy a su estilo:
“Como ahora les gusta matar gatas, a la mejor me matan a mí. Pero como soy el gato y tengo siete vidas, ahí nos vemos la semana que entra.”


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Friday, March 28, 2008

El Encomendero de Bucareli



Pedro Páramo es un cacique.
Eso ni quien se lo quite.
Estos sujetos aparecieron
en nuestro continente desde
la época de la Conquista con
el nombre de encomenderos. Y
ni las leyes de Indias, ni
el fin del coloniaje, ni aun
las revoluciones, lograron
extirpar esta mala yerba.

—Juan Rulfo


La procedencia nacional y familiar del incombustible secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, hace inevitable —por una elemental asociación de ideas e indignaciones— pensar en la figura colonial del encomendero español.
Lo dice, desde el más allá de las letras, Juan Rulfo :
“Aún en nuestros días, los hay [encomenderos] que son dueños hasta de países enteros; pero concretándonos a México, el cacicazgo existía como forma de gobierno siglos antes del descubrimiento de América, de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique para tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra.”
El descubrimiento del encomendero por parte de Rulfo es una deducción natural que se le ocurrió a él veinte años después de haber escrito Pedro Páramo. Rulfo leyendo a Rulfo. El lector Rulfo entrevé en su propia novela la memoria colectiva que comporta un personaje, el cacique, no colocado allí —en la novela— de manera consciente. Entre el cacique de los señores mexicas, el encomendero de la Nueva España, y el regreso del capo contemporáneo que define un modo de ser político, Rulfo discierne una concatenación histórico social que se cumple en Pedro Páramo.
Juan Rulfo tenía un gran conocimiento de la historia de México y situaba en el siglo XVI, más que en ningún otro siglo, el origen de muchos de nuestras actitudes políticas inconscientes:
“Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores allí no dejaron ser viviente. Entraron a saco, destruyeron la población indígena, y la región fue colonizada nuevamente por agricultores españoles. Entonces los hijos de los pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños absolutos. Se oponían a cualquier fuerza que pareciera amenazar su propiedad. De ahí la atmósfera de terquedad, de resentimiento acumulado desde siglos atrás, que es un poco el aire que respira el personaje de Pedro Páramo desde su niñez.”
La encomienda se instauró primero allá en España: era la delegación del poder real para cobrar tributos y utilizar los servicios personales de los vasallos del rey y, por extensión, en la Nueva España la figura del encomendero sirvió a los españoles para hacerse de mano de obra gratuita y ocupar el lugar de los caciques prehispánicos.
Este resabio feudal, el derecho del señor sobre sus siervos, se transplantó al Nuevo Mundo y a los conquistadores se les permitió explotar los servicios personales de los indios como compensación por enseñarles la religión católica. Un subterfugio de la esclavitud.
Medio siglo de agitaciones fue necesario antes de que la Corona y Fray Bartolomé de las Casas suprimieran el aspecto más discutible de la encomienda: el privilegio de utilizar a los indios como esclavos, y finalmente el sistema fue reducido a una especie de paternalismo.


La historia sabe. De tanto en tanto se da una extraña circularidad y los personajes vuelven. Como fantasmas sin compasión se agandallan los tesoros del mar para beneficio de sus familiares en esa mesa de diez comensales que es México. De un lado cuatro comen muy bien, tienen médicos, escuelas, universidades, aviones, departamento en Orlando, gasolineras, chalet en Vail, empresas petroleras, cuentas en el Chase Manhattan Bank de Nueva York, en Houston o en Miami, o en Madrid o en el Wells Fargo de San Diego. Los otros seis apenas comen porquerías, no tienen hospitales ni escuelas ni universidades, ni medicinas, ni zapatos ni balón de futbol. Sus hijos y sus nietos tampoco lo tendrán.
Y no se necesita ser un lince para darse cuenta de que un zorro es mucho más astuto que una lombriz. Más que un encomendero en Gobernación (el equivalente al Ministerio del Interior de muchos países) lo que se necesita allí es un zorro. Porque la principal cualidad del político es la astucia, no la inteligencia.
En ese cuartel general, o “cuarto de guerra” (según traducción literal del inglés) han estado toros muy bravos. ¿Por qué? Porque ese escritorio requiere de una gran imaginación conspirativa para fintar primero y luego embestir. Sin piedad. Es un puesto extremadamente delicado, es el centro del sistema neurálgico del país, es al mismo tiempo el lado derecho e izquierdo del cerebro porque sus decisiones suelen ser muy finas, como las de un neurocirujano o un capitán de barco o un piloto de jumbo jet. Desde la secretaría de Gobernación, el zorro ve al país como si sus habitantes estuvieran en una pecera. Imposible sobrevivir sin una inteligencia maquiavélica o sin el temple parea mandar matar si es necesario (por razones de Estado). Y aquí es cuando hace falta la experiencia y la verdadera, auténtica vocación política, la sensibilidad para intuir los signos de la explosión social. Lo hicieron Richlieu, Disraeli y Talleyrand, el mago de la diplomacia napoleónica. Una decisión equivocada puede tener consecuencias muy graves para toda la población: un exceso de soberbia, por ejemplo, una mala lectura de los acontecimientos, una represión sangrienta de más que puede dejar el llano en llamas.

En México el Estado ya no existe





Lo que existe ahora son pequeños
estados: organizaciones criminales,
grupos que actúan en función de los
intereses particulares. El interés
general se ha perdido de vista.

—Leonardo Sciascia


Lo que mucha gente dice, tanto aquí en el centro como en la periferia, es que vivimos en un lodazal. Para unos no hay cabeza. Para otros lo que padecemos es un Estado anómico en el que, por ejemplo, los ciudadanos no pagan impuestos y el Estado no hace nada para que se paguen; en el que los ciudadanos no respetan la luz roja de un alto y los policías no hacen nada para que lo automovilistas se detengan. Todo se puede. Nada se restringe. ¿Cómo es posible que en un país así no hubiera habido unas elecciones presidenciales sospechosas?
Dice Peter Waldman que la corrupción y la incivilidad son constantes: “El Estado no actúa como Estado. No es, en sentido estricto, un Estado de derecho. Con relativa frecuencia el Estado resulta subversivo, interviene de manera activa y directa en la violación del orden jurídico. En este sentido y por esa razón, conviene sin duda el adjetivo: es un Estado anómico.”
Nosotros lo sabemos:

en México el primero que viola la Constitución es el Presidente de la República.
Si en México hubiera Estado es muy posible que Germán Larrea ya estaría en la cárcel, por las muertes negligentes de Pasta de Conchos. Si hubiera Estado, desde la semana pasada —como ocurriría sin duda en Guatemala u Honduras— el secretario de Gobernación (JCM) ya hubiera renunciado, simplemente por cuestión de honor y de principios, de valores que siempre van implícitos en una democracia y que se consiguieron establecer luego de un largo y doloroso proceso histórico social.
Si en México hubiera Estado, hace por lo menos dos años que se hubiera indagado y resuelto el asesinato de Enrique Salinas de Gortari, nadie menos que el hermano de un expresidente más o menos poderoso. Misterio. Si hubiera Estado, la señora Laura Valdés, exdirectora de la Lotería Nacional en tiempos del bato con botas, ya habría conocido los terrenos del poder judicial, es decir, el de los jueces que juzgan y condenan. Si hubiera Estado en nuestro país los hermanitos Bribiesca, hijos de la incorruptible Martha Sahagún, hace ya tiempo que habrían purgado parte de su condena. Su hubiera Estado, Arturo Montiel ya llevaría por lo menos un par de años vistiendo el uniforme beige de nuestro sistema penitenciario.
Si hubiera Estado en México, Jorge Hank Rohn no habría gozado de veinte años de impunidad —que se cumplen el próximo 18 de abril— por el asesinato del periodista Héctor Félix Miranda (El Gato) en Tijuana. Si hubiera Estado, el precioso gobernador poblano Mario Marín y el “empresario” Kamel Nacif hace mucho que hubieran sido compañeros de celda. Si hubiera Estado, desde el año pasado habría quedado muy claro qué fue exactamente lo que sucedió con los 205 millones de dólares que le encontraron en su casa de las Lomas a un mexicano nacionalizado de origen chino. No a dónde fueron a parar los billetes, pues eso ya se supo (a pesar de la veda constitucional, de que a nadie se le puede privar bla bla bla…), sino qué fue lo que todo un secretario de Estado (del Trabajo) fue a negociar con los abogados del chino en Nueva York. Incógnita. Si hubiera Estado, ya se podría saber quiénes violaron a cuatro mujeres menores de edad en Michoacán el año pasado en medio de los operativos antinarco desplegados por el gobierno federal. Ni siquiera la Procuraduría General de Justicia Militar inició su investigación. Si hubiera Estado muy probablemente el jefe del Ejecutivo no habría podido quedar bien con sus simpatizantes en el gobierno de Estados Unidos y extraditar de manera súbita y brincándose varias formalidades legales a varios narcotraficantes.
¿Qué quiere decir eso de que no hay Estado? Depende de la premisa. La nuestra es que no hay Estado cuando no se cumple la ley de manera inevitable e impersonal y cuando no se gobierna a favor del interés general o el bien común y sí a favor de intereses particulares y de grupo (como los empresariales). Nadie votó por Slim. Nadie votó por Azcárraga. Nadie votó por los empresarios que ahora ocupan el poder.
Por ejemplo en los países donde existe el Estado el hijo de un gobernador ineluctablemente va a la cárcel si comete, por ejemplo, el delito de violación o de homicidio. La ley se aplica inexorable e impersonalmente. Si un gobernador (como el panista Elorduy de Baja California) es al mismo tiempo distribuidor de las camionetas Ford y le vende al Estado esas camionetas incurre en lo que en los países civilizados (es decir, en los que sí existe el Estado) se reconoce como “conflicto de intereses”. El señor Elorduy podría ya estar en la cárcel de La Mesa, en una celda de lujo.
Si hubiera Estado, los insobornables magistrados de la Suprema Corte de Justicia habrían reconocido que sí se violaron las garantías individuales de la periodista Lidia Cacho. Si hubiera Estado, los también insobornables, incorruptibles e impolutos juzgadores del Tribunal Federal Electoral no se habrían metido en el galimatías sospechoso en que se metieron para justificar el amañado resultado de las elecciones y las habrían declarado nulas. ¿Cuánto dinero les darían? ¿Millones de dólares? Si hubiera Estado los funcionarios públicos de todos los niveles —federal, estatal, municipal— no les exigirían una comisión por debajo de la mesa a los proveedores. Si hubiera Estado, los más altos funcionarios panistas de Pemex no harían negocios con sus amigos ni aceptarían las “comisión” que las empresas petroleras transnacionales (Texaco, Shell, Halliburton, Exxon) les pasan por debajo del escritorio y por millones de dólares o de euros.
“La desaparición del Estado no es un fenómeno exclusivo de Colombia, sino de todo el mundo”, dice Fernando Vallejo, autor de la mejor novela tijuanense: La virgen de los sicarios.
Si en México hubiera Estado los jueces penales no tendrían una tarifa para cobrar por cada delito exonerado, tantos millones por un homicidio, tantos por una violación, tantos por lesiones. Aunque, como puede hacerse de antemano, quienes cobran por no consignar —y también según una cierta tarifa— son los procuradores o los agentes del ministerio público. No procede, dicen. No hay elementos en lo de la anciana, les ordena el gobernador Fidel Herrera.
“El Estado está desapareciendo en todas partes. En México también va a desaparecer porque ya no puede controlar a una población tan grande. Cuando no hay Estado y no se pueden hacer cumplir las leyes, entonces se vuelve a la ley de la jungla. Ya sucede en las afueras de París, Nueva York, Los Ángeles”, añade Fernando Vallejo. Y concluye:
“El Estado está desapareciendo en todos los niveles de la sociedad que se le está yendo de las manos al gobierno. Lo vemos en Colombia, donde es más grave que en otros casos, y también en Argentina. Ya es un hecho la colombianización de México y la mexicanización de Colombia, porque antes los funcionarios colombianos no eran corruptos.”


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Monday, March 24, 2008

La estética de la criminalidad


La edad de piedra, la edad de bronce, la edad de la información, la edad de la criminalidad


La manía de encontrarle una causa a todo ha conducido también a plantear la pregunta, acaso ociosa, de por qué hombres y mujeres leen novelas policiacas.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar a otros y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas, al menos en potencia.
El alemán Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (libro con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. Se castiga un crimen con otro crimen. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras del condenado”.
La administración de la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una estética literaria en la que el crimen aparece glorificado, “porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder. Es el “arte del asesinato político”, como le lama Francisco Goldman.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del conflicto en la novela policiaca moderna (que se ha vuelto política). Por ejemplo, en las de los norteamericanos Marc Behm, Jerome Charyn, Walter Mosley y James Ellroy.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
El poder es poder de matar.

Tuesday, March 04, 2008

La bomba cordial

Debería ir el lunes a que
me tomaran una radiografía.
—Félix Grande



—Ya está prohibido fumar aquí en México como en Madrid, Dublín, y en muchas otras partes. Un día no se va a poder fumar ni en la calle. Va a ser como ir al baño, a solas, en privado, como cuando se trata del vicio solitario.
—Pero Nueva York es una ciudad que ayuda a dejar de fumar. Ya tienen más de veinte años con la persecución.
—Yo lo que no sé es si ya hay estadística.
—¿Estadística de qué?
—Pues de las enfermedades. Si tienen por lo menos veinte años con una baja en el consumo de tabaco debido a la prohibición y al aumento del precio, ¿no debería ya haber una estadística de que ahora hay menos casos de cáncer o de padecimientos cardiovasculares? ¿Por qué no se han puesto a comparar? ¿Era mayor el índice de mortalidad en 1976 que en 2007?
—La gente habla con miedo al cáncer de pulmón, pero a lo que el cigarrillo le pega más bien es a la hidráulica del corazón. No todo el mundo sabe que lo más vulnerable es todo el sistema circulatorio. Y es lógico. Elemental: es un problema de la biofísica de cada quien. La bomba cordial trabaja más y con los años se resiente. Y no es lo mismo absorber humo que mover aire. Fumar no hace daño, pero fumar diez años sí hace daño.
Y es cierto: Nueva York es una ciudad que ayuda dejar de fumar, por lo menos a quienes, tabacómanos nocturnos, fuman poco, uno o dos cigarrillos antes de acostarse. Pero para quienes traen ya la nicotina en la sangre las nuevas disposiciones del alcalde Michael Bloomberg han exacerbado su ansiedad y privado a la ciudad de las últimas zonas de tolerancia que le quedaban. Ya no se puede fumar en ninguno de los 13 mil bares, ni en los cafés, ni en los salones de juego y ni siquiera en los clubes privados. Quien tenga la necesidad irreprimible de hacerlo deberá resignarse a la calle, las azoteas, los espacios de su propia casa o de su automóvil.
El argumento de las autoridades se sustenta en el imperativo de preservar la salud y calculan que por lo menos mil vidas habrán de salvarse con esas medidas tan radicales. Los precios y los impuestos altos también quieren disuadir el consumo.
La veda del tabaquismo es algo que impone la ley. Sin embargo, no pocos creen que el Estado –ese casi inexistente Estado Mexicano— no tiene que interferir en una decisión personal, hágame o no daño. Es asunto mío. Cada quien tiene derecho a su organismo y puede hacer de su culo un papalote. En esta buena lógica, y por extensión, también se deduciría un derecho a la enfermedad y al suicidio. A mí me gusta que me den de latigazos. No se metan. Es asunto mío. Es mi cuerpo.
De lo que no hay duda es de que el maldito hábito más que a las planicies encantadoras de Marlboro Country (la imagen de la libertad, según los publicistas) a donde conduce es a la sala de oncología.
En Canadá y Brasil se ha preferido la vía de la disuasión con imágenes (unos pulmones cancerosos, por ejemplo) y leyendas en las cajetillas que intentan contrarrestar el glamour de la publicidad e inclusive causar asco y miedo. Al lado de una fotografía de una dentadura con cáncer en las encías, se lee "Los cigarrillos causan enfermedades de la boca". En otro paquete: "El uso del tabaco puede dejarte impotente." Y en otro: "Los cigarrillos pueden causar impotencia sexual por falta de riego sanguíneo en el pene. Esto puede privarle de tener una erección."
Ha sido tal la certeza de que la nicotina (Nicotiana tabacum, así nombrada en honor de Jean Nicot, quien la promovió con fines medicinales) es tan adictiva como muchas otras drogas mortales que, nunca como ahora, muchos de los gobiernos están exigiendo que se advierta a los tabacómanos de qué manera se están jugando la vida, por muy aterradores que sean los mensajes impresos en por lo menos el 40 por ciento de la superficie de la cajetilla:
"Fumar acorta la vida".
"Fumar obstruye las arterias y provoca cardiopatías y accidentes cerebrovasculares."
"Fumar puede reducir el flujo sanguíneo y provoca impotencia."
"Fumar provoca el envejecimiento de la piel."
"Fumar puede dañar el esperma y reduce la fertilidad."
"Fumar produce cáncer mortal de pulmón."
Más allá de los desesperados balazos publicitarios del antitabaquismo actual, también es un hecho que entre nosotros, aquí en México, siempre ha estado a la mano la información más elemental, expuesta de manera serena, elaborada por especialistas de primera línea, psiquiatras, neurobiólogos, farmacólogos, que desde la humildad o el anonimato de su trabajo admirable se han preocupado por servir a los demás.
Uno de ellos ha sido Simón Brailowsky, cuyo libro
Las sustancias de los sueños. Neuropiscofarmacología, todos los padres de familia deberían tener en sus casas si tienen problemas de adicción entre sus hijos.
Brailowsky dedica el capítulo XXIV al "Tabaco". Hace la historia de la planta, la Nicotiana tabacum, que proviene del continente americano y está relacionada con la papa, la belladona y la mandrágora. Explica cuáles y cómo son los efectos del humo en el sistema nervioso; enumera las manifestaciones de toxicidad de los fumadores crónicos y enlista los riesgos de muerte prematura, las afecciones cardiovasculares, coronarias y cerebrovasculares, y los problemas de sueño, depresión, irritabilidad y angustia.
"No existe sombra de duda de que la nicotina constituye la principal, si no la única, sustancia adictiva del tabaco", escribe Brailowsky.

Los proveedores y la corrupción

Uno de los alicientes más importantes de la política mexicana es hacer mucho, pero mucho dinero sin trabajar realmente o trabajando muy poco. Atesorar.
De pronto un profesor o un burócrata o un empleado que no sacaba más de diez mil pesos al mes empieza a ganar durante tres años un mínimo de 150 mil pesos mensuales. Aparte lo que se le gratifica por cada una de las comisiones en las que participa. ¿Cómo no va a cambiar su vida y su visión del mundo?
No hay presidente mexicano —ahora que se da esta interesante homologación entre priistas y panistas— que no se sienta ilusionado con el hecho previsible, seguro, de que al cabo de seis años entrará a la categoría de los grandes millonarios de México. Nunca más, el resto de su vida, tendrá que trabajar porque la sociedad mexicana le mantendrá su sueldo vitalicio, un mínimo de unos 200 mil pesos mensuales. Es lo que gana Fox, es lo que le pagamos a Salinas, es lo que cobra el lunático de Luis Echeverría.
Pero el gran saqueo institucionalizado y aceptado es el que se practica todos los días en las dependencias gubernamentales gracias al trabajo de los contadores y los llamados secretarios administrativos. Es rara avis el funcionario que no se arregle con los proveedores: el procedimiento es muy sencillo: factúrame estos muebles por 150 mil, y tú sólo cobras cien mil. Si quieres que te siga teniendo de proveedor.
En el caso de la inversión extranjera ha sido muy común, en todo el mundo, que la Texaco, la Halliburton o la Shell, den comisiones por debajo de la mesa a los funcionarios de la empresa petrolera receptora, Pemex po ejemplo. A los funcionarios actuales de Pemex, y de otras secretarías —sobre todo la de Gobernación— no es conviene que Pemex se ponga a invertir en la construcción de una plataforma o una refinería porque eso significaría esperar cuatro o cinco años. En cambio, el dinero de las compañías transnacionales es rápido y seguro. Las comisiones son de millones de dólares y lo que ellos quieren es forrarse en los próximos cinco años.
De pronto le encargan a alguien una “asesoría” para que le haga al subsecretario un estudio de “estrategias de comunicación” y se le acepta y se le paga un recibo por 500 mil pesos. Por tres meses de “trabajo”. Se le liquida porque lo firma el secretario administrativo, el jefe, pero nadie se pone a revisar en qué consistió ese estudio sobre esas “estrategias de comunicación” que están tan de moda y que son pura palabrería o puro cuento.
Y así en todo el país. En los municipios, en los estados, en las dependencias federales, sean priistas o panistas y perredistas. El color de la cachucha no tiene la menor importancia. A casi ninguno de ellos les importan realmente las ideas, ni morales ni políticas. Es muy difícil discernir la diferencia ideológica de cada partido. Es muy excepcional y único el diputado que no esté allí por los 200 mil pesos promedio de dieta. Se trata de un congreso sobornado a priori, antes de que actúen a favor de unos u otros intereses. No dan paso sin guarache. Pueden votar a favor o en contra según los negocios que estén haciendo con sus paisanos (empresarios, políticos, narcotraficantes) en sus estados. Ahora durante la discusión de la ley de medios van a ser muy cortejados, seducidos, sobornados, extorsionados. Saben que su postura está en oferta.
La apropiación indebida de los dineros públicos se realiza dentro de la ley. Se aprovecha siempre la ambigüedad de la ley. Se utiliza siempre la coartada de la legalidad. Ésa es la gran contribución mexicana a la cultura de la corrupción. Por eso tenemos fama de ser uno de los países más corruptos del mundo. Se ve, aquí, la corrupción como cosa natural y a nadie, a ningún funcionario de mayor o de menor rango, le produce el menor sentimiento de culpa. En muchos casos dicen que no toman nada del erario público, que se limitan —siguiendo la moral alemanista— a hacer negocios.
En la producción de libros también es una locura la invención de los presupuestos. Se hacen al gusto del cliente y sobre todo al gusto del funcionario. Se inflan los precios del papel, del diseño gráfico, de la impresión, de la encuadernación. Arbitrariamente. Siempre y cuando casen las cuentas y el funcionario se lleve su parte. Si no es así, la imprenta o la editorial proveedoras no vuelven a conseguir ningún contrato con el gobierno. Es la famosa “mochada”. Y no ha habido ley ni secretaría de la función pública o contraloría alguna que puede perseguir o demostrar esta simulación. El problema no es que sean priistas, panistas o perredistas. Tal vez sea una cuestión cultural, un modo de ser social y político del mexicano desde la época de la colonia.
Las figuras claves dentro de esa red que se escuda en la “normatividad” son el oficial mayor, el jefe de intendencia o el secretario administrativo. Son quienes verdaderamente ejercen el presupuesto. En ellos deposita su “confianza” el jefe porque si no los deja hacer le pueden, para extorsionarlo, construirle un fraude, un peculado, una licitación incorrecta. Les teme y los necesita. Son cómplices.
El secretario administrativo es el que va a legalizar el saqueo hormiga de las arcas públicas, con un equipo de abogados y contadores.
El secretario administrativo es el que se arregla con los proveedores, con las agencias de autos o de cemento y se lleva su “comisión”. Es el que se va inventando asesorías fantasma, de treinta, cuarenta mil pesos, a nombre de las esposas de sus amigos o de la hermana de algún expresidente. El “titular” de la aviaduría firma los recibos y comparte el cheque con el secretario administrativo. Todo se puede. Cobrar sin trabajar.
Y no es que no se pueda hacer nada. En Helsinki las autoridades se las han ingeniado para identificar las simulaciones legales y a los prestanombres, que son las claves del mecanismo. Van a los personajes y a los lugares que se amparan en una factura. Cotejan los números. Preguntan quién es quién, por qué Fulanita es asesora. ¿Asesora de qué, de planchas?

Tuesday, February 26, 2008

Zurcido invisible


A Antonio Solito,
il meglior sarto,
in memoriam

Tendría que reconocerlo tarde o temprano: en el fondo lo que siempre le había gustado era la sastrería. Lo había sabido en el corazón al abandonarse a la aguja y al hilo, zurciendo unos pantalones, haciéndoles la bastilla, adelgazando una camisa por los lados. Sólo entonces alcanzaba a estar solo y gozar del silencio. Porque había que estar solo para ser uno mismo. Porque su otra ocupación, a la que ya le había dedicado más de treinta años de su vida, lo sumía en la nada, en una amarga impotencia: la novela imaginada no alcanzaba a cuajar.
Ideas no le faltaban a F, proyectos. Era incluso de lo más fácil e involuntario concebir una historia y un título que la anunciara. Lo difícil era dar con los personajes, hacerlos pasar de su condición de criaturas a otro ser desdoblado e impredecible. ¿Por qué no cambiar entonces de oficio? Sabía que algunos escritores realizados y de rendimiento incuestionable tenían un oficio secreto. El dramaturgo Arthur Miller era carpintero; en el sótano de su casa mantenía un taller con todas las herramientas posibles y muy frecuentemente se metía allí en las mañanas, todavía con la taza del primer café humeante en la mano. Le gustaba el olor del aserrín y la tersura de la madera. Y no porque le sacara la vuelta a la máquina de escribir o se aterrorizara ante la página en blanco. No: le gustaba terminar esa mesa, pulirla, untarle el barniz con una muñeca. Y, además, el tiempo transcurría de otra manera. El trabajo manual le permitía abandonarse a una suave meditación; sus pensamientos fluían sin freno alguno y tomaban derroteros casi nunca previstos. No era lo mismo pensar por escrito que pensar a solas o con un interlocutor enfrente. Al mismo tiempo, gracias a la carpintería pudo sin darse muy bien cuenta alejarse para siempre del cigarrillo y sus desmanes.
De Juan José Arreola siempre se dijo que reunía al lado de su pasión por la literatura otras vocaciones: la de sastre y, como Arthur Miller, la de carpintero. Era capaz de tallar a la perfección una raqueta china de ping-pong o combinar la cuadrícula del tablero de ajedrez con hojas de madera claras y oscuras.
Para Arreola la ropa siempre fue muy importante, “tanto por su poder de expresión como por su sensualidad y formó parte de mi amor por los objetos manufacturados”.
El autor de Confabulario y Varia invención, cuando era niño, solía acompañar a su padre (“que era un fifí”) en Zapotlán al sastre. “Recuerdo mucho el jaboncillo, o greda, con el que los sastres señalaban en los casimires los cortes y las medidas para guiarse.”
Por mucho que le gustara ensartar las palabras, en sus últimos años ya no envió ningún libro suyo a la imprenta. Y el que siempre tenía pendiente, Memoria y olvido, se lo contó a Fernando del Paso. Decía que el lenguaje era un material maleable, como la plastilina o el hierro que se redondeaba a raspones de lima. Toda su explicación didáctica de la literatura —Arreola fue el fundador de los talleres literarios en México— giraba en torno a símiles asociados a la carpintería o a la sastrería: “Un poema debe de ser como una camisa bien cortada.” Pero, por supuesto, esas vocaciones paralelas nunca fueron para Arreola un sucedáneo de la escritura. Las asumía desde muy joven mientras iba creando sus libros.
No era el caso de F. Escribir a mano era como tejer a mano. “Esta es una Tijuana escrita a mano”, le decía a Antonio. Sin embargo, escribía, escribía que no escribía, no paraba de escribir, pero todo lo que escribía se acumulaba como una dolorosa gratuidad, una enorme y trágica insignificancia. Lo apesadumbraba tanto su improductividad y el paso cada vez más rápido de los años que, poco a poco, en la intimidad de su escritorio y frente a la máquina de escribir trazaba y confeccionaba sus prendas de tela, prácticamente en secreto. Conocía en carne propia, porque lo había advertido en los sastres, que esa labor afinaba su capacidad de concentración y no dejaba hueco para la ansiedad. (Ninguno de los sastres de su barrio fumaba.)
No podía cortar un terno si no estaba inspirado, extendía el lino sobre una mesa del comedor y se dedicaba a mirar la tela como arrobado. Este proceso podía durar muchos días, acomodaba el lino de una u otra forma, sentía su textura, su peso, su elasticidad. Soñaba con el vestido de fiesta o el traje de novio que le habían encargado, con los pliegues o los bordados en canutillos, perlas, lentejuelas. Imaginaba las pinzas y la caída del vestido y las hombreras del traje al caminar con él. Tailor made, à taille, à mesure. Y sufría pensando que se agotaba el tiempo. Emprendía el vestido, el saco o el pantalón como si tomara la aguja para bastiar lo que pretendía ser una costura definitiva que la mano insegura del perfeccionista no se decidía a dar por buena. Seguía las marcas de la tiza, miraba los puntitos de la memoria que dejaba la máquina en un recorrido anterior y no renunciaba a sufrir mientras soñaba con la prenda terminada.
Obras ya las tenía, reconocimiento no le faltaba. Pero estaba paralizado. ¿Cómo era posible que no pudiera seguir escribiendo si ya había dado muestras de que lo sabía hacer, si por lo menos dos de sus novelas sobresalían ya en el catálogo de la literatura nacional? A falta de inventiva trataba de informarse, de recopilar datos sobre personajes e historias: revisaba sus archivos no en busca de ideas —que las tenía de sobra— sino de seres irrepetibles, únicos, que le ayudaran evitar la construcción de tipos convencionales a favor de individuos nunca antes convocados por el arte de la novela. Pero muy pronto entendió que, irremediablemente, la información era para él una especie de anticonceptivo literario.
¿Puede alguien cambiar de profesión a una edad ya muy avanzada? Parece una locura. Alguien que durante poco más de la mitad de su breve estancia en este mundo se ha dedicado a la ingeniería de presas, ¿puede de pronto dejar de ser ingeniero y convertirse en piloto fumigador o cocinero? Teóricamente resulta imposible: nunca se ven estos casos. Especialmente porque lo que a uno lo hace diestro y competente en un cierto campo es la práctica, la adquisición de un oficio por medio de la experiencia. Un dentista será cada vez más ducho entre mayor número de pacientes haya tenido. Un médico hará mejores diagnósticos entre más pacientes ausculte. Y así, cada quien en su profesión, va puliendo una mente especializada. No es fácil mudar de oficio. Sin embargo, F había llegado a la más profunda convicción de que no tenía otro camino. No tenía más remedio que ser él mismo. Y empezó a sentirse más libre, más sereno, a medida en que dibujaba el lino con la greda, cortaba con las pesadas tijeras, e introducía la aguja al hacer el último zurcido de su vida.


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La reivindicación de Robert Capa


No es cierto que Robert Capa no sea el autor de la famosa foto del republicano Federico Borrell García que tomó en el cerro de Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936, durante la guerra civil española. Desde hace por lo menos diez años Richard Whelan, el biógrafo del gran periodista, investigó y dejó perfectamente establecido que la autoría de esa imagen es única e indudablemente de Capa.
Tal vez esta afirmación inequívoca no la hace todavía Whelan en la primera edición de Robert Capa: A Biography, publicada en 1985 por la editorial Knopf, en Nueva York. Sí la hace, en cambio y con sobra de detalles, en un texto para le exposición Robert Capa: Photographs, que el 14 de junio de 1998 se inauguró en el International Center of Photography Midtown de Nueva York.
La aclaración viene al caso porque se ha vuelto a repetir el infundio a propósito del descubrimiento, el 27 de enero pasado, de tres maletines de cartón con 127 rollos de película que guardaba Emérico Chiki Weisz (húngaro, amigo de la infancia de Capa en Budapest y exiliado en México) y que atesoran más de tres mil negativos atribuibles a Robert Capa, Maurice Oshron, David Seymour, Chiki Weisz, y la compañera de Capa, la alemana Gerda Taro que murió en la línea de fuego, en Brunete, bajo un bombardeo y aplastaba por un tanque republicano. Los negativos se encuentran en el International Center of Photography Midtown, a donde no se sabe quién los llevó (tal vez el mismo Chiki Weisz).
“El análisis de los carretes reaparecidos en los maletines permitirá esclarecer aspectos sobre la autoría, sobre la secuencialidad de las tomas y sobre historias controvertidas como la que rodea a la sin duda joya de la corona del trabajo de Capa: Muerte de un miliciano, publicada por primera vez en septiembre de 1936 en la revista francesa Vu y cuyo negativo no volvió a encontrarse”, escribió Javier Martín Domínguez en El País el pasado 29 de enero.
Gerda Taro usaba una Rollyflex de formato cuadrado, pero Robert Capa fue el primero en llevar al campo de batalla la Leica de 35 milímetros —y de formato rectangular, como el de la foto del miliciano— que ya estaba en el mercado desde los años 20 y con ella estampó la que tal vez sea la más importante y más controvertida foto en la historia de la guerra por sus implicaciones simbólicas (recuerda los fusilamientos de Goya durante la invasión napoléonica y la crucifixión de Cristo) y porque hubo alguien, el periodista británico O’Dowd Gallagher, que puso en entredicho —no sin inconsistencias— su autenticidad.
En efecto, a mediados de los años 70 Gallagher declaró que Capa había estado con él en un hotel de San Sebastián, y del lado franquista, el día en que supuestamente tomó la foto del miliciano. A partir de entonces corrió asimismo la malhadada especie de que Capa había hecho posar al miliciano republicano y se enrareció su hasta entonces indiscutido prestigio. Sin embargo, mientras conducía una serie de entrevistas para sobre Capa, Richard Whelan demostró no sólo que el viejo reportero inglés se había confundido (Capa no podía haber estado en el frente franquista porque lo hubieran arrestado o asesinado) sino que el miliciano había sido inequívocamente un muchacho de 24 años del pueblo de Alcoy, cerca de Alicante, que respondía al nombre de Federico Borrell García.
Más tarde, el biógrafo comprobó en los archivos del gobierno español que Federico Borrell García había muerto en el frente de Cerro Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936 y la controversia se saldó en favor de Capa.
A mayor abundamiento, un paisano de Federico Borrell García, Mario Brotóns Jorda, reconoció que el hombre de la fotografía pertenecía al regimiento de Alcoy porque las cartucheras del muerto eran únicas, pues habían sido diseñadas y confeccionados por los talabarteros del pueblo con su propio estilo y no las usaban otros combatientes de la República. Además, Brotóns estableció en los archivos de Salamanca y Madrid que sólo un miembro de la milicia de Alcoy había muerto en el frente de Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936: Federico Borrell García.
Y no sólo eso: Brotóns le mostró la fotografía de Capa al hermano menor de Federico, Evaristo, y éste confirmó que todas las circunstancias de tiempo y lugar coincidían y que indiscutiblemente el soldado inmortalizado era su hermano.

* * *

A los cuarenta años Robert Capa pisó una mina en Vietnam, cerca de Thai-Binh, unos segundos después de haber tomado su última fotografía. Húngaro, nacido en 1913 y muerto en la línea de fuego en 1954, cámara en mano, obedecía en la vida legal al nombre de Endre Ernö Friedmann, pero como fotógrafo pasó a la historia con el pseudónimo que adoptó por sugerencia del amor de su vida, Gerda Taro.
Su obra fotográfica nos recuerda los años del periodismo escrito pretelevisivo, una época en que el lector tenía que imaginar tanto las imágenes del texto como las de la fotografía, en una suerte de intermediación preelectrónica y, por decirlo así, más literaria (o novelesca).
Judío, Robert Capa tuvo que emigrar de Budapest a París en 1933 y allí conoció a tres personas cruciales en su vida: David “Chum” Seymour. Henri Cartier-Bresson y Gerda Taro. Chiki Weisz lo ayudaba el revelado y todos participan en la creación de la agencia Alliance Photo en 1934.
Después de la derrota republicana, Capa se trasladó a Nueva York y de allí la revista Life lo mandó a fotografiar el desembarco de Normandía del que han quedado sus célebres instantáneas fuera de foco de la llamada en clave Omaha Beach. Entre una contienda y otra se dio una vuelta por México, el 7 de julio de 1940, y retrató a un manifestante almazanista asesinado por la policía y que ilustra en la portada de Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe, del novelista mexicano Daniel Sada.
Al volver a Nueva York en 1947 fundó la primera agencia fotográfica de la historia, Magnum, junto con David Seymour y Cartier-Bresson, tomando el nombre de la botella de champaña con la que siempre celebraban.
También trabajando para Life, estuvo en John Steinbeck en la URSS (1947). Recibió la medalla de la Libertad, del Ejército de Estados Unidos, y cada año pasaba varias semanas en Israel entre 1948 y 1950. Nombrado presidente de la agencia Magnum en 1951 hace reportajes sobre personajes del cine y de la moda.
También vuelven a vivir en sus negativos los movimientos políticos callejeros de París de los años 30, los bombardeos de Bilbao, el adiós a las brigadas internacionales en Barcelona en 1938, los soldados de la China de 1938, las tropas aliadas en Troina y Monreale, Sicilia, en 1943, la algarabía de la liberación de París en 1944, y por supuesto las primeras escenas de Vietnam quince días después de la derrota de los franceses en Dienbienphu.


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Thursday, February 07, 2008

Nuestro hombre en Querétaro


l. En 1979 el psicoanalista Ignacio Millán hizo un estudio de campo que no llegó a publicar en vida: Míster México. Junto con un equipo de colaboradores analizó muchos sueños de ejecutivos mexicanos que trabajaban o habían trabajado en empresas transnacionales. Uno de las primeras conclusiones fue que en gran parte los ejecutivos eran o habían sido más leales a sus compañías que a su propio país.
2. Eduardo Clavé, en una investigación histórica reciente y aún inédita, ha podido demostrar irrefutable y documentalmente que el periodista tabasqueño y fundador de El Universal, Félix Fulgencio Palavicini, fue agente secreto de la compañía petrolera inglesa El Águila en el Congreso Constituyente de 1917. El trabajo del historiador lleva tentativamente por título
Nuestro hombre en Querétaro.
Un expediente del Archivo Histórico de Pemex establece que la compañía más poderosa entonces tuvo a su servicio al diputado constituyente que participaría en la redacción de dos artículos fundamentales para el futuro de la empresa y de los intereses extranjeros en México: el 27 y el 73 constitucionales.
Desde el proyecto original de Carranza para el artículo 27 nadie sospechaba que la nueva Constitución daría un vuelco total al concepto de la propiedad de la tierra en México. Sin embargo, las compañías conocían el espíritu nacionalista de Carranza y sus intenciones de, por lo menos, gravar el petróleo. Él Aguila tenía entonces utilidades netas de más de 10 millones de pesos oro, en tanto que su principal competidora, la Mexican Petroleum Company, las tuvo por poco más de 7 millones. El Águila por lo demás participaba directamente en la lógistica británica de la Primera Guerra Mundial. Era uno de los más importantes proveedores del imperio que transportaba al almirantazgo con el servicio, entre otros, de 17 buques de la compañía de carga de El Águila y en los que movió casi tres millones de toneladas de petróleo durante la guerra.
Un tal Rodolfo Montes era el representante de la petrolera para asuntos con el gobierno mientras que el delegado de la secretaría de Gobernación a la Comisión Nacional Agraria era al mismo tiempo representante de las compañías petroleras Transcotinental de Petróleo e International Petroleum Co. La idea era influir directamente en la redacción de la nueva Carta Magna. Creían los de El Águila que “la política de restricciones, obstáculos, gabelas y aún abusos con que en la actualidad están procediendo las autoridades Constitucionalistas con esta industria en México, son inmorales, y sólo darán como resultado la ruina de la industria, con las correspondientes consecuencias para el Gobierno mismo”.
Así las cosas, El Águila, a través de Rodolfo Montes, un hábil corruptor y enlace de la petrolera con el gobierno mexicano, cortejaba de manera sistemática a diversos dirigentes de la Revolución, como lo había hecho antes Cowdray (el dueño) con personalidades del porfiriato como Enrique Creel o el hijo de Porfirio Díaz, a quienes había incluido en el consejo de Administración, además de haberlos hecho socios.
Al periodista Querido Moheno, anotado en la “lista especial”, se le daban 300 pesos oro mensuales para ”nulificar cualquier daño que pudiera causarnos”. Por su parte, Miguel Alessio Roles recibía en 1920 una iguala mensual de 300 pesos oro nacional. José Ives Limantour, secretario de Hacienda, recibía cajas de whisky y objetos de arte que le enviaba a su casa con cierta regularidad el entonces gerente de El Águila John P. Body. Por supuesto, la compañía no descartaba el uso de otros instrumentos extralegales, para decirlo con delicadeza, como el soborno, el espionaje y la presión diplomática.
En fin, como ilustra Eduardo Clavé, el defensor de los intereses de El Águila, en contra del gobierno mexicano, era Félix Fulgencio Palavicini, “un personaje famoso por su estridencia, su retórica hiperbólica y su elocuencia oropelesca, pero eficiente”.
Hacia 1916 Palavicini funda el periódico El Universal y se convierte en su propietario hasta 1923. Es notable en las primeras ediciones la presencia de la petrolera inglesa que inserta con frecuencia anuncios de primera plana. “Resulta curioso que se haya escogido después la imagen de un águila como emblema de El Universal”, comenta Eduardo Clavé. Después el exdiputado y periodista pide al gobierno de Carranza un préstamo de 13 mil dólares, restituye 5 mil y luego solicita que le perdonan la deuda por 8,500 dólares pues “se trata de hacerme un servicio personal, yo que no he solicitado nada y que siempre he servido con lealtad y abnegación”. En junio de 1918 un funcionario de El Águila aparta el inmueble de la compañía ubicado en Iturbide 12 para la Compañía Periodística Nacional, editora de El Universal.
Gracias a los archivos de El Águila se puede reconstruir casi día por día la actividad de Palavicini en las fechas cruciales de la formulación, discusión y aprobación del los artículos 27 y 73. Palavicini ya era un personaje influyente por la posesión de El Universal, “pero muy poco confiable” El periodista Fracisco Martínez de la Vega se refiere al tabasqueño como una de las “armas parlamentarias” de Carranza y habla del “dominio de Palavicini de triquiñuelas, posturas y cinismos políticos”.
Palavicini consiguió que se modificara la primera versión del artículo 27 y que no se mencionara la palabra petróleo. Una nota interna de la compañía petrolera registra que Palavicini recibía 500 dólares mensuales hasta mayo de 1917.



Friday, January 25, 2008

Los nuevos guías espirituales de la nación

Una de las diatribas más leídas y polémicas de los últimos años contra los “comunicadores” es el pequeño libro se Serge Halimi, Les nouveaux chiens de garde (Los nuevos perros policías, periodistas y poder), que apareció en París en 1997 haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes (un violento ensayo contra la filosofía tradicional y una crítica despiadada a la indiferencia de los intelectuales). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”.
Estos especímenes equivaldrían al ejército de locutores, conductores, “reporteros”, que defienden en todo el país, las 24 horas del día y en cadena nacional, a los cárteles de la televisión mexicana. Ocupan ahora el lugar que antes cubrían los sacerdotes o los intelectuales.
Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y colaborador frecuente en las páginas de Le Monde Diplomatique. Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que al panfleto se le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado en nuestro tiempo alrededor del mundo y sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atolondraos consumidores de una mercancía que se llama información y que es muy maleable. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de los grandes cárteles de la comunicación que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (sueldos muy altos, casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, automóviles, préstamos de bajo interés) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses.
Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas (de Internet, por ejemplo). Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo, como sólo saben hacer los periodistas.
Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, los choferes y las camionetas blindadas, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelto un sistema.”
Las empresas de la comunicación no tienen murallas. Los locutores forman son sus murallas.


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Periodistas orales: Guardia pretoriana mediática

Los periodistas orales constituyen
una casta, una clase, una treintena
de portavoces del pensamiento oficial:
No cesan de intercambiarse favores y
complicidades, sobreviven a todas las
alternancias políticas. Un mismo
ambiente. Ideas uniformes. Se frecuentan
entre ellos, se aprecian, se citan,
y están de acuerdo en todo.

—Serge Halimi


Eduardo García Aguilar me envía desde París uno de los libros más críticos del periodismo que se han escrito en los últimos años: Los nuevos perros guardianes, del profesor de la Universidad de California en Berkeley Serge Halimi, colaborador de Le Monde Diplomatique y discípulo de Pierre Bourdieu.
Este examen de la actuación cotidiana de los nuevos guías espirituales en que se han convertido los locutores de televisión —reemplazando el papel que antes la sociedad confería a los sacerdotes o a los intelectuales—, se plantea de manera natural como uno más de los "temas de nuestro tiempo", como le gustaba decir a don José Ortega y Gasset. Aparte de la propaganda —que ya tuvo su gran momento cuando a principios de los años 30 los aparatos de radio entraron en todos los hogares y en Alemania Goebbels supo utilizarlos para reforzar el proyecto del nacionalsocialismo— el otro tema de nuestra época es el de la profusión inasimilable de los medios de comunicación audiovisuales, más por su cantidad que por su calidad, no tanto por su "instantaneidad" sino por su abrumador bombardeo cotidiano.
El escopetazo constante de la información radiofónica y televisiva ‑rápida y breve, perecedera y volátil— no tiene a la gente mejor informada que antes. El receptor se entera de que sucedió algo, pero no retiene mucho los detalles ni le importan mucho. Los sabe como de oídas y de alguna manera intuye que no necesita saber leer ni escribir para estar mínimamente informado, como si estuviera de vuelta en la deliciosa irresponsabilidad de la infancia analfabeta.
Así las cosas, y esto no había sucedido antes en la historia, los debates ideológicos y las campañas electorales se dirimen sobre todo en el espacio mediático de la radio y de la tele, más que en el de los medios impresos, que ya no son masivos. Una crítica como la que sólo se dio en los periódicos sobre las concesiones del gobierno de Fox a los usufructuarios de la "industria" de la radio y la televisión puede muy bien ser acallada con el escopetazo de su réplica televisiva.
De los 11 mil 816 millones de pesos (un poco más de mil cien millones de dólares) que costaron las elecciones del año pasado, 5 mil 650 fueron para financiar las campañas y más de la mitad de esta suma terminaron en las arcas de Televisazteca, cuyo mejor negocio ha sido el PRI.
No sabemos muy bien hacia dónde vamos. Lo único que sentimos es que estamos asistiendo a un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral. Y podría pasar lo que pasó con los telegrafistas: que los periodistas escritores ya no tengan ninguna razón de existir y terminen de estar en este mundo.
Imagínese usted una plaza, como el Zócalo o como la de Oaxaca: al centro se erige un palo tan alto tan alto como los de Papantla y en la cumbre, tan estridente que no deja hablar a nadie más, triunfa todos los días y a todas horas el altavoz de Televisazteca. A los lados no faltan muchos otros altoparlantes, no menos estridentes ni menos constantes: reproducen las vocecitas de los locutores radiofónicos. Y en una esquina, allá abajo en un puestecito, se venden unos cuantos ejemplares de Proceso, La Jornada, El Universal, Reforma y El Heraldo de San Blas. Esa plaza es el territorio nacional.
Serge Halimi, de 40 años, doctor en Ciencias Políticas, profesor también en la Sorbona, se refiere particularmente a la situación de los medios en Francia y sólo el lector de Les nouveaux chiens de garde sabrá inferir si hace extensivas sus ideas a México u otros países.
Serge Halimi acusa a los treinta periodistas franceses más conocidos de amplificar la voz del poder económico y político, de erigirse en profesores de moral y censurar el pensamiento crítico con la "utopía ultraliberal".
Este "látigo de la élite del periodismo francés", escribe Mora, dibuja un paisaje mediático desolador, "marcado por el compadreo entre la prensa y el poder".
Los medios controlados por potentes núcleos industriales o financieros imponen machaconamente su visión del mundo y —por imperativos de la chamba— los periodistas que trabajan en ellos acaban defendiendo los intereses de ese establishment. Su libertad de expresión termina donde empiezan los intereses de su empresa periodística.
La sensación de Halimi es que el periodismo oral rara vez toma muchos riesgos. Lectores de noticias, sus practicantes —estupendamente remunerados— no reportean ni investigan, se limitan a informar de lo que sucede en el mundo. Es inconcebible que un locutor exprese la más mínima opinión que pudiera disentir de lo que cree el dueño de su medio. Al contrario, el locutor o lector de noticias sabe leerle la mente a su patrón y, para congraciarse con él y mantener o aumentar su estupendo sueldo, emite “ideas” o frases que halaguen al dueño de su cártel y a su gremio de empresarios.
"El problema es que muchos se creen profesores de moral y les da por dar lecciones de lo que está bien y de lo que no. ¿Cómo se puede hablar sobre la corrupción política sin reconocer que el sistema mediático está también corrompido? ¿Cómo se puede denunciar la corrupción económica cuando el periodista acumula dinero, favores, canonjías?"

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Federico Campbell (Tijuana, 1941) es autor de La invención del poder, Máscara negra, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste, Transpeninsular, La clave Morse, La ficción de la memoria y Periodismo escrito. Vive en el DF, en la colonia Condesa. Dice ser feliz, por ahora. No es vegetariano. Es calvo porque siempre le han tomado mucho el pelo.