Tuesday, December 11, 2007

La era de la criminalidad

Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito.
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritore, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país. En el caso de México es evidente: un país saqueado, en manos de unos veinticinco grupos de compadres, empresarios y políticos. Mientras los narcotraficantes hacen su rancho aparte.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo (Editorial Urano, 2007), obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes”, dice Fernando Martínez Laínez en el suplemento literario del diario madrileño ABC.
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
El autor señala que fundamentalmente actúan en el mundo nueve mafias: la siciliana Cosa Nostra por supuesto, la Cosa Nostra estadounidense, la Camorra de Nápoles, la N’drangheta de Calabria, la Sacra Corona Unita de la Puglia, la Mafyya turca, la Mafia albanesa, la Yakuza japonesa y las Tríadas chinas. (Tal vez le faltó la mafia rusa.) De hecho estas organizaciones de algún modo gobiernan, especialmente en regiones de un país a donde no llega el poder del Estado. Si hay un vacío, la mafia lo llena. Manejan cada año miles de millones de euros o de dólares que se funden en el amasijo de las finanzas internacionales: bancos, casas de cambio, casinos, books de apuestas, paraísos fiscales, industria de la construcción, hotelería.
Casi todas esas mafias tienen sus ritos secretos, son muy rituales y el pacto de sangre —al jurar fidelidad a Cosa Nostra, por ejemplo— no es infrecuente. Y su poder se ejerce, para mantenerlo, mediante una estructura criminal que mata y esconde los cadáveres (en toneles de ácido, por ejemplo). Si se necesitara otra palabra para denominar a la mafia ésa palabra sería sangre. En muchos lugares del mundo, las mafias llegan a tener una capacidad de fuego superior a la del ejército oficial y dominan territorios y poblaciones no necesariamente pequeñas. Llegan incluso en el continente americano a cobrar el pizzo, la extorsión a los negocios típicamente siciliana. Se dice que en México, en algunas regiones, ya se empieza esta práctica.
Y es que todo empezó en Sicilia, hará unos 150 años, hacia mediados del siglo XX, cuando en las enormes extensiones para el cultivo de cítricos, ciertos guardias blancas empezaron a apropiarse de las haciendas y a extorsionar hasta hacer que la protección se incluyera como un insumo imprescindible (como el capital y el trabajo) en la producción. A partir de allí, todo fue imitación, contagio colectivo, y exportación de esa cultura criminal hacia Nueva York, por ejemplo.
Si en México los espacios del crimen no hubieran estado cubiertos por los políticos y los militares, seguramente también la mafia hubiera sentado sus reales entre nosotros.
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura, como los de la Suprema Corte.


La coartada de la legalidad


El poder es la capacidad
de una clase para
defender sus intereses.

—Nicos Poulantzas

La reciente exoneración que la Suprema Corte de Justicia “obsequió” al gobernador de Puebla Mario Marín nos ha puesto a reflexionar en el sentido de la justicia. Vemos, una vez más que —en última instancia, que es la de la SCJ— esa justicia depende de la subjetividad de los jueces. Y en esa subjetividad caben la debilidad humana, las emociones, la ideología, la biografía personal, el estado de ánimo, las creencias políticas y religiosas, las relaciones de poder, los intereses políticos y económicos, e inclusive los altos sueldos con los que se les remunera.
La política de los sueldos altos ilustra muy bien algo que parece ser una contradicción en los términos: la corrupción legalizada.
Unos magistrados pueden decidir que no hubo una acción concertada entre funcionarios tendiente a violar las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho y que no deben sancionar como prueba válida una grabación conseguida de manera ilegal. Otros —que saben tanto derecho y cuentan con tanta experiencia judicial como los otros— sostienen que sí hubo elementos de sobra para estatuir que fueron violadas las garantías individuales de la autora de Los demonios del Edén y que la grabación, en el contexto de la pederastria, era una hipótesis que adquiriría valor probatorio si otros hechos (como los recogidos por la Comisión de Investigación) la refrendaban.
En la investigación, en su carácter de ministro instructor, Juan Silva Meza planteó la responsabilidad de treinta funcionarios y exfuncionarios de los poderes Ejecutivo y Judicial de Puebla y Quintana Roo por haberse concertado para violar las garantías de Lydia Cacho. Hubo un aprovechamiento y un uso ilegítimo del aparato de gobierno en contra de una persona y a satisfacción de otra. Todavía más: se trató de una componenda en la que se violaron los principios de división de poderes, del federalismo y de la independencia judicial.
En contra del dictamen estuvieron:
Sergio Aguirre Anguiano: “Para mí no existe probado, con prueba idónea, en la especie, que la señora Cacho haya sufrido violación grave de sus garantías individuales.”
Mariano Azuela Güitron: “No está probada la violación gravísima de garantías individuales.”
Margarita Luna Ramos: “Sí pudo haber violaciones a sus garantías individuales, pero violaciones posiblemente resarcibles… a través de los medios jurídicos que establece nuestro propio sistema jurídico.”
Olga Sánchez Cordero: “Es inexacto lo que se afirma en el sentido de que existen elementos suficientes para tener por demostrada la injerencia del funcionario…”
Guillermo Ortiz Mayagoitia: La grabación “demuestra una intervención aislada para que se llevara adelante un proceso penal, cuyas irregularidades… Yo diría que son irregularidades menores… en todo caso una señal mal interpretada por parte de quienes ejecutaron los restantes actos”.
Sergio Valls Hernández: “No se acredita de manera fehaciente violaciones graves a las garantías individuales de la señora Lydia Cacho.”
A favor se pronunciaron:
José Ramón Cossío: De las llamadas telefónicas se desprenden ciertos patrones “que permiten comprobar una violación grave derivada de un concierto de autoridades”.
Genaro Góngora Pimentel: “Para mí sí quedó probada la violación grave. Para mí sí hubo concierto de autoridades.”
José de Jesús Gudiño Pelayo: “Yo creo que sí hubo violación grave de garantías individuales. Considero que sí hubo concierto de autoridades.”
Juan Silva Meza: “Sí queda probada la violación grave de garantías individuales… Sí existió concierto de autoridades para llevar a cabo esa violación… Tengo la convicción plena de que en un Estado constitucional y democrático de derecho, la impunidad no tiene cabida”.
Se cancela también con esta resolución la posibilidad de que en otras instancias del poder judicial algún juez federal se atreva a proceder en contra del gobernador Mario Marín sabiendo cuál fue el parecer de la Corte. Y con todo ello puede darse por finiquitado el asunto, como cosa juzgada. Una vez establecida la “verdad jurídica” se entiende que ya se hizo justicia. Ya no hay instancia más arriba. Todo se encomienda a la “interpretación”. Y con esa “verdad técnica” se cierra el circuito de la legalidad.
Lo que fue un golpe bajo por parte de la Corte ha sido la omisión de las redes de pornografía infantil y el abuso sexual de menores que están en el trasfondo y respecto de los cuales la Comisión de Investigación recogió no pocos testimonios. En términos prácticos, no necesariamente jurídicos, esa exclusión equivale a un encubrimiento.
Ha sucedido como en Rashomon, la película de Akira Kurosawa: cinco personas presencian un asesinato (desde cinco puntos de vista o lugares diferentes) y cada una ve algo distinto. Con otras palabras, Luigi Pirandello venía a decir más o menos lo mismo: en este mundo cada quien ve la “realidad” que le conviene.
Este golpe bajo a quienes querían creer en la justicia ha significado también —por las componendas electorales del candidato del PAN a la presidencia en 2006— un descrédito para el régimen actual. Siempre los jueces que visten la toga pretexta encontrarán una justificación legal para decidir una cosa o su contrario, como se pudo entrever el año pasado en el Tribunal Federal Electoral que dejó la estela de unas elecciones sospechosas. Está en la naturaleza misma del acto de juzgar. Por lo mismo, en Estados Unidos se habla de jueces “conservadores” y jueces “liberales” al considerar como inevitable la subjetividad ideológica. Y en México todo se hace dentro de la “normatividad”, todo es legal. Todos los días alguien se roba algo del erario público, pero ha de documentarse dentro de la legalidad para el caso de que haya una auditoría. Nadie roba fuera de la ley. Es una de las contribuciones más originales de México a la cultura de la corrupción.

Wednesday, December 05, 2007

El cerebro y la música

Las más recónditas regiones del cerebro no son insensibles al arte de bien combinar los sonidos y el tiempo. Los efectos de la música en el estado de ánimo se han reconocido desde hace mucho tiempo, a tal grado que no pocas personas y psicoterapeutas se toman ahora más en serio que nunca las virtudes de la musicoterapia. Pero el libro de Oliver Sacks, Musicophilia (historias sobre el cerebro y la música) no se detiene en este uso actual de la música. Se refiere más bien a ciertos casos en los que la víctima de un accidente, con lesión en cierta parte del cerebro, cambia su actitud ante la música.
Y se puede entender muy bien esta observación del escritor neurólogo, Oliver Saacks, el mismo que firma los ya célebres libros como Migraña, Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Basta hacer memoria y traer a la conversación con nuestro desocupado y atento lector la experiencia o la relación que uno ha tenido con la música. A mí me ha parecido que en mi segunda década de estancia en este mundo, hacia los catorce años, cuando iba a terminar la secundaria, yo tenía una mayor sensibilidad ante la música. En el verano de 1954 en Tijuana, mientras transcurrían apaciblemente julio y agosto, yo me encerraba en mi cuarto a escuchar una composición de Schubert que ha sido la banda sonora de mi vida: Rosamunda. Había yo comprado unas bocinas en una tienda de San Diego y me hice de dos cajas de cartón en las que inserté cada bocina sobre un círculo previamente dibujado y recortado. Me coloqué en medio de las dos bocinas, que quedaron a ambos lados de la cama, y nunca como entonces he vuelto a sentir una emoción tan fuerte con la música. Nunca más, en el resto de mi vida.
Viví muchos años no indiferente pero sí muy poco apasionado respecto a la música. Sin embargo, por no sé qué razón concreta, hará unos cinco que empecé a enamorarme de todas las sonatas de Mozart y de Schubert. Tanto que actualmente vivo entre dos mujeres pianistas y aún no sé por cuál decidirme: la portuguesa María Joâo Pires y la japonesa Mitsuko Uchida. No hay día en que no oiga algunas de los sonatas de Schubert y los impromptus, interpretados por esas dos damas virtuosas.
La primera historia que relata Oliver Sacks es la de un cirujano ortopedista, Tony Cicoria, que pasaba un día de campo con su familia. De pronto, se acercó a una cabina telefónica, una tarde de 1994, en algún pueblo de estado de Nueva York, y le cayó un rayo. Apenas vio el relámpago cuando ya estaba saliendo disparado hacia atrás.
Cicoria creyó que estaba muerto, pero el dolor le indicó lo contrario: sólo los cuerpos vivos sienten dolor.
—Estoy bien —le dijo a la enfermera de cuidados intensivos—. Soy médico.
—Pues hace unos minutos no estaba nada bien.
Luego fue a ver a un neurólogo porque se sentía lento y débil y con problemas de memoria. Se le olvidaban los nombres de personas que conocía. Se hizo unas pruebas y nada parecía fuera de lugar. Semanas después volvió a su trabajo. Tenía aún ciertas fallas de memoria pero sus habilidades quirúrgicas estaban tan bien que nunca. Volvió, pues a la normalidad, pero poco a poco empezó a sentir una insaciable deseo de escuchar música de piano. Y eso no tenía nada que ver con su personalidad de antes del traumático rayo. Había tomado algunas lecciones de música cuando era más joven, pero sin mayor interés. En su casa no había piano. Sólo escuchaba rock. Empezó entonces a compra discos y se obsesionó con una grabación del pianista Vladimir Ashkenazy, unas piezas de Chopin: “Viento de invierno”, una polonesa y “Teclas negras”. Se moría de ganas de tocarlas.
La música se le metió en la cabeza. Soñaba con música. Se compró un piano y se puso a estudiar formalmente música. No sólo estaba inspirado. Estaba poseído por la música. Empezó también a interesarse en leer libros. Leyó sobre experiencias de cercanía con la muerte y sobre relámpagos. Seguía trabajando como cirujano, pero su cabeza y su corazón estaban en la música. Se divorció en 2004 y tuvo un accidente de motocicleta, pero nunca perdió su pasión por la música. El rayo le cambió su sensibilidad.
Y es que la música nos puede llevar a profundas emociones. Nos puede persuadir para comprar algo o hacernos recordar a nuestro primer amor. Nos puede sacar poco a poco de una depresión (oígase al sonata No. 14 en C menor KV 457 de Mozart interpretada por Mitsuko Uchida) porque es indudable que la música ocupa más zonas del cerebro que el lenguaje mismo. Los seres humanos, dice Sacks, somos una especie musical.
Las historias que cuenta Oliver Sacks acerca de personas que tratan de trascender o sobrellevar sus disfunciones y a adaptarse a diferentes situaciones neurológicas nos han llevado a cambiar la forma en que pensamos acera del cerebro y la experiencia humana. En Musicophilia examina el poder de la música en pacientes, músicos, y gente común y corriente, desde al caso de Tony Cicoria hasta el de unos niños con síndrome de Williams que son hipermusicales desde que nacieron; desde la gente con “amusia”, para quienes una sinfonía suena como un choque de cacerolas y ollas, hasta el caso de un hombre que no recuerda nada musical más allá de siete segundos.
Sacks nos habla también de alucinaciones musicales irreprimibles, que siguen de día y de noche incontrolables. Y del efecto de la música en enfermos de Parkinson o de Alzheimer.


* * *


Musicophilia Tales of Music and the Brain. Oliver Sacks. Alfred A. Knopf. New York, 2007


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Thursday, November 29, 2007

Proust neurocientífico

Como ha podido verse a lo largo de la historia, la ciencia no es la única vía que conduce al conocimiento, a pesar de que ahora se cree que puede descifrar todos los misterios. A la verdad, tarde o temprano, se llega por diversos caminos. Y suele ocurrir que primero la intuición de un artista adivine cierto comportamiento mental del organismo humano y que después la investigación científica lo corrobore. Se dice, de manera un tanto dogmática, que “todo está en el cerebro”. Nadie podría asegurarlo al cien por ciento porque los derroteros del arte son inescrutables.
Dado que los artistas trabajan con la percepción que se tiene a través de los cinco sentidos, no debería extrañar ahora que tarde o temprano la neurofisiología coincida con lo que entrevió el escritor o el pintor o un músico como Igor Stravinsky. O una novelista como Virginia Woolf que, sobre todo en Al faro, llegó a “observar” el río de su pensamiento y sus derrames hacia la enfermedad mental.
Jonah Lehrer, graduado de la Universidad de Columbia, ha trabajado en el laboratorio del Nobel neurocientífico Eric Kandel con la misma pasión que puso al desempeñarse como cocinero en Le Cirque 2000 y Le Barnardin, y es autor de un ya muy famoso blog en la red que responde al título de La corteza frontal. La novedad es que el joven escritor estadounidense ya ha dado a conocer su más reciente libro: Proust was a Neuroscientist, publicado por la Houghton Mifflin Company en Nueva York. ¿De qué se trata? ¿Cuál es la tesis?
La idea principal y rectora de este ensayo es que un grupo de artistas (un pintor, un poeta, un chef, un compositor y varios novelistas) han descubierto en el pasado ciertas verdades esenciales de la mente que sólo hasta ahora redescubre la investigación neurofisiológica. Nos enteramos, así, que Proust intuyó cómo funciona la memoria y altera —o colorea de otra manera— la materia recordada. Esto hasta ahora se está demostrando en el laboratorio de los neurobiólogos, pero con otras palabras estaba ya reconocido en las páginas de En busca del tiempo perdido, la obra maestra de Marcel Proust.
Si escribir consiste en saber hacer conexiones, Jonah Lehrer encuentra en un poema de Walt Whitman algo que —a pesar de la separación entre mente y cuerpo que hacía Descartes— vino ya a demostrar el neurólogo portugués Antonio Damasio: que no hay división alguna entre el alma y la carne, entre el cuerpo y eso que solía llamarse espíritu. Whitman decía que cuando a un hombre se le da de latigazos también se está lacerando su alma.
La novelista francesa George Eliot se dio cuenta muy bien de que en el cerebro hay una natural maleabilidad, es decir, que el cerebro tiene de suyo la capacidad de reconstruirse al menos en parte luego de una lesión: una admirable plasticidad. Lehrer también nos cuenta cómo el chef francés Auguste Escoffier dio con otro gusto, el quinto gusto, otra dimensión del paladar. Y en este orden de ideas trae a colación el caso del pintor Paul Cézanne que hizo observaciones sobre diversos matices de la visión que más tarde ha dilucidado la más refinada oftalmología. Pero tal vez al descubrimiento más interesante del libro es el que se refiere a la escritora Gertrude Stein que, sin pretensiones científicas, hizo ver la profunda estructura del lenguaje, cincuenta años antes de que en Estructuras sintácticas Noam Chomsky expusiera que el ser humano viene al mundo con una dotación genética —una gramática universal— para desarrollar el habla y la escritura, es decir, el lenguaje. Se nace, tal vez, con una predisposición innata a contar historias (a oírlas, a gozarlas, a escribirlas).
Tal vez no sea del todo sabio, pues, reducirlo todo a una mera cuestión de átomos, acrónimos y genes. La realidad humana no es tan simple, y su explicación en términos biológicos se sienta insatisfactoria. El sistema de medidas no es lo mismo que el entendimiento, y esto es lo que el arte sabe mejor que la ciencia. Por ello lo aconsejable es que artistas y científicos se lean cada vez más unos a otros. Los escritores deberían atender más las entrevisiones de las neurociencias.
Ya en una edad adulta, hacia los cincuenta años, Marcel Proust sintió de manera dramática el paso del tiempo. Todo se desvanecía, de manera cada vez más rápida. El asma lo condenó a vivir encerrado entre paredes de corcho. Y sólo pudo expresarse con lo único que tenía: la memoria. Empezó a escribir, escribir, escribir, y ponía tal atención al flujo de sus pensamientos y sus emociones y sus sueños que empezó, sin saberlo ni buscarlo, a entender el funcionamiento del cerebro y —en esa terra incognita— el de la memoria. La mantecada remojada en el té fue para él como la ingestión de un ácido lisérgico. Y aunque aparentemente tenía cierta debilidad por las frivolidades de la clase social que disecaba, poco a poco —gracias a la dinámica propia de la escritura— intuyó algunos de los principios de las neurociencias modernas. Bastante lo encaminó en esta asociación de ideas la lectura del filósofo Henri Bergson y de su libro Memoria y vida.
De todos los sentidos el olfato y el gusto fueron los que más intrigaron a Proust, acaso porque son los más relacionados con los sentimientos. Esto se debe, dice Lehrer, a que el olfato y el gusto son los únicos sentidos que conectan directamente con el hipocampo, centro por excelencia de la memoria a largo plazo en el teatro de operaciones cerebrales.
Otra cosa en la que reparó Proust es al carácter esencialmente cambiante y deformante de los trabajos de la memoria. Si no quieres adulterar nada del pasado no lo cuentes, parece advertir. Si no quieres matizarlo, no lo pienses. Porque más que reproducir, la memoria inventa, reorganiza en categorías el asunto recordado.
Así, el único paraíso es el paraíso perdido: el pasado. Y no era culpa suya, dice Lehrer: “Simplemente no hay manera de describir el pasado sin mentir.”
“Nuestra memoria no sólo parece ficción. Nuestra memoria es ficción.”
Y allí está el secreto de Proust: en que para recordar algo tenemos que recordarlo mal. Luego está la función del olvido, indispensable para pensar. Para editar el pensamiento. Olvidar es tan importante como recordar.
Incluso de la muerte se puede uno olvidar.


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Wednesday, November 28, 2007

Zurcido invisible

Tendría que reconocerlo tarde o temprano: en el fondo lo que siempre le había gustado era la sastrería. Lo había sabido en el corazón al abandonarse a la aguja y al hilo, zurciendo unos pantalones, haciéndoles la bastilla, adelgazando una camisa por los lados. Sólo entonces alcanzaba a estar solo y gozar del silencio. Porque su otra ocupación, a la que ya le había dedicado más de treinta años de su vida, lo sumía en la nada, en una amarga impotencia: la novela imaginada no alcanzaba a cuajar.
Ideas no le faltaban a F, proyectos. Era incluso de lo más fácil e involuntario concebir una historia y un título que la anunciara. Lo difícil era dar con los personajes, hacerlos pasar de su condición de criaturas a otro ser desdoblado e impredecible. ¿Por qué no cambiar entonces de oficio? Sabía que algunos escritores realizados y de rendimiento incuestionable tenían un oficio secreto. El dramaturgo Arthur Miller era carpintero; en el sótano de su casa mantenía un taller con todas las herramientas posibles y muy frecuentemente se metía allí en las mañanas, todavía con la taza del primer café humeante en la mano. Le gustaba el olor del aserrín y la tersura de la madera. Y no porque le sacara la vuelta a la máquina de escribir o se aterrorizara ante la página en blanco. No: le gustaba terminar esa mesa, pulirla, untarle el barniz con una muñeca. Y, además, el tiempo transcurría de otra manera. El trabajo manual le permitía abandonarse a una suave meditación; sus pensamientos fluían sin freno alguno y tomaban derroteros casi nunca previstos. No era lo mismo pensar por escrito que pensar a solas o con un interlocutor enfrente. Al mismo tiempo, gracias a la carpintería pudo sin darse muy bien cuenta alejarse para siempre del cigarrillo y sus desmanes.
De Juan José Arreola siempre se dijo que reunía al lado de su pasión por la literatura otras vocaciones: la de sastre y, como Arthur Miller, la de carpintero. Era capaz de tallar a la perfección una raqueta china de ping-pong o combinar la cuadrícula del tablero de ajedrez con hojas de madera claras y oscuras.
Para Arreola la ropa siempre fue muy importante, “tanto por su poder de expresión como por su sensualidad y formó parte de mi amor por los objetos manufacturados”.
El autor de Confabulario y Varia invención, cuando era niño, solía acompañar a su padre (“que era un fifí”) en Zapotlán al sastre. “Recuerdo mucho el jaboncillo, o greda, con el que los sastres señalaban en los casimires los cortes y las medidas para guiarse.”
Por mucho que le gustara ensartar las palabras, en sus últimos años ya no envió ningún libro suyo a la imprenta. Y el que siempre tenía pendiente, Memoria y olvido, se lo contó a Fernando del Paso. Decía que el lenguaje era un material maleable, como la plastilina o el hierro que se redondeaba a raspones de lima. Toda su explicación didáctica de la literatura —Arreola fue el fundador de los talleres literarios en México— giraba en torno a símiles asociados a la carpintería o a la sastrería: “Un poema debe de ser como una camisa bien cortada.” Pero, por supuesto, esas vocaciones paralelas nunca fueron para Arreola un sucedáneo de la escritura. Las asumía desde muy joven mientras iba creando sus libros.
No era el caso de F. Escribir a mano era como tejer a mano. Sin embargo, escribía, escribía que no escribía, no paraba de escribir, pero todo lo que escribía se acumulaba como una dolorosa gratuidad, una enorme y trágica insignificancia. Lo apesadumbraba tanto su improductividad y el paso cada vez más rápido de los años que, poco a poco, en la intimidad de su escritorio y frente a la máquina de escribir trazaba y confeccionaba sus prendas de tela, prácticamente en secreto. Conocía en carne propia, porque lo había advertido en los sastres, que esa labor afinaba su capacidad de concentración y no dejaba hueco para la ansiedad. (Ninguno de los sastres de su barrio fumaba.)
Obras ya las tenía, reconocimiento no le faltaba. Pero estaba paralizado. ¿Cómo era posible que no pudiera seguir escribiendo si ya había dado muestras de que lo sabía hacer, si por lo menos dos de sus novelas sobresalían ya en el catálogo de la literatura nacional? A falta de inventiva trataba de informarse, de recopilar datos sobre personajes e historias: revisaba sus archivos no en busca de ideas —que las tenía de sobra— sino de seres irrepetibles, únicos, que le ayudaran evitar la construcción de tipos convencionales a favor de individuos nunca antes convocados por el arte de la novela. Pero muy pronto entendió que, irremediablemente, la información era para él una especie de anticonceptivo literario.
¿Puede alguien cambiar de profesión a una edad ya muy avanzada? Parece una locura. Alguien que durante poco más de la mitad de su breve estancia en este mundo se ha dedicado a la ingeniería de presas, ¿puede de pronto dejar de ser ingeniero y convertirse en piloto de aeronaves o cocinero? Teóricamente resulta imposible: nunca se ven estos casos. Especialmente porque lo que a uno lo hace diestro y competente en un cierto campo es la práctica, la adquisición de un oficio por medio de la experiencia. Un dentista será cada vez más ducho entre mayor número de pacientes haya tenido. Un médico hará mejores diagnósticos entre más pacientes ausculte. Y así, cada quien en su profesión, va puliendo una mente especializada. No es fácil mudar de oficio. Sin embargo, F había llegado a la más profunda convicción de que no tenía otro camino. No tenía más remedio que ser él mismo. Y empezó a sentirse más libre, más sereno, a medida en que dibujaba el lino con la greda, cortaba con las pesadas tijeras, e introducía la aguja al hacer el ultimo zurcido de su vida.

Thursday, October 04, 2007

La mente del escritor


La inspiración es el fruto
más delicado de la memoria.
—Sergio Pitol


Bruno Estañol ha dicho que la del escritor es una mente especializada. En su conferencia del 13 de septiembre en Brigham Young University, en Provo, Utah, el novelista neurólogo volvió a plantearse un problema que le apasiona desde hace tiempo: el de la creatividad humana. ¿Hay gente que no tiene imaginación? ¿A todas las personas se les da la misma capacidad de inventiva? Parece que no. Entonces ¿cuál es el misterio de la creación artística? En principio, dice Estañol, hay una diferencia entre los escritores de ficción y oros seres humanos y probablemente sea el grado de especialización en los escritores.
El problema no es la parte formal como en la música o el ajedrez, sino la imaginación. El trabajo del escritor consiste en hacer conexiones de una manera en que no lo había hecho nadie antes.
¿Por qué Chéjov ve una historia donde no la ven los otros?
Como el matemático, el pianista, la bailarina de ballet, el beisbolista, el jugador de ajedrez, el escritor tiene un cerebro especializado y debe empezar a entrenarse desde muy niño. Al cabo de los años, y luego de una prolongada, sostenida, ininterrumpida, dedicación diaria a su oficio, habrá de crear y resolver sus problemas creativos casi de manera indeliberada, desde un pensamiento lateral. Como si encomendara a la imaginación automática la resolución de las incógnitas. Esta especialización la adquiere través de varios años de arduo trabajo con la ayuda de ciertas cualidades innatas. Porque existe la creencia de que el cerebro especializado es el que tiene mayores posibilidades de ser creativo en un solo campo.
“El escritor de ficción vive para contar sus historias y cuenta sus historias para vivir.”
Bruno Estañol (nacido en Frontera, Tabasco, en 1945, y autor también de El féretro de cristal, La barca de oro, La vocación condenada, Passiflora incarnata) se refiere a un tipo de agilidad mental que se especializa con el tiempo y la práctica. Un viejo piloto de aviación tiene sus mañas. También un carpintero.
Borges es quizá el mejor ejemplo del escritor de ficción con un cerebro especializado. Tuvo la motivación extrínseca, es decir, la aprobación del padre, quien siempre lo apoyó. El cerebro de un escritor de ficción es comparable al cerebro de un virtuoso en la música. Y es virtuoso sobre todo en el aspecto más misterioso que es la invención, el descubrimiento o la recreación de las historias.
El narrador ha de tener asimismo una memoria selectiva. Al igual que los músicos y los ajedrecistas, su memoria está probablemente confinada a su oficio y es una memoria contextual y en patrones que le permite guardar información en grandes pedazos.
Tiene un gran acervo de palabras: frases que le han conmovido, palabras que han sido claves, giros sintácticos y prosódicos, capacidad para retener el habla popular, palabras en idiomas extranjeros, nombres de personas, países, ciudades y toda la minucia que se requiere para armar una narración.
La adquisición del oficio de narrador toma muchos años y no es de extrañar que lo narradores sean mucho más tardíos que los poetas. Cervantes escribió el Quijote a los 58 años.
Por otro lado, la memoria del narrador está saturada de historias: anécdotas que oyó desde niño en su familia y entre sus amigos, historias que ha modificado, cuentos que ha leído, historias dentro de otras historias, patrones para iniciar un cuento o terminar un relato, cuentos del doble, cuentos policiacos, patrones de sorpresa.
Algunos descubren historias en situaciones en que la mayoría de las personas no ven nada de interés. El descubrimiento de una historia en una situación aparentemente anodina es una característica del cerebro del narrador. James Joyce llamó epifanía a este descubrimiento de una historia: una revelación de Dios al hombre que es algo que han sentido todos los escritores y ésa es precisamente la famosa tesis de la musa.
Tal vez influya en el descubrimiento de la historia el estar pensando todo el tiempo en ella. En la escritura de la historia interviene mucho el oficio y la inteligencia, pero no así en la elección y la invención de la historia. La célebre anécdota de Marcel Proust y la galleta remojada en el té revela que la elección de la historia es un fenómeno inconsciente y a esa evocación Proust la llamó “memoria involuntaria” y hay quienes piensan que es la base de la ficción. El elemento fortuito aparece tanto en la ciencia como en la literatura.
Los cuentos de Kafka tienen aparentemente la estructura de los sueños. Sin duda el elemento inconsciente es crucial para la génesis de las obras científicas o literarias. El escritor de ficción tiene acceso a ciertas áreas secretas de su mente y este recóndito trabajo del inconsciente constituye una de las grandes fuentes de la creatividad.
Y es que en todo ser humano confluyen tres dotaciones: la genética, la personal y la cultural, que casi siempre se entreveran. Desde muy pequeños, la mayor parte de la los creadores muestran una notable independencia de espíritu que los lleva a disentir de los profesores y a cuestionar la realidad. En forma temprana también descubren temas y áreas que son una terra incognita y reconocen que hay muchas cosas que no se saben. Tienen otra virtud: les gusta estar solos. Este aliento solitario, esta capacidad de darse cuenta de sí mismos, es propia de los seres creadores.





Wednesday, September 19, 2007

Los nuevos guías espirituales



Los periodistas orales constituyen
una casta, una clase, una treintena
de portavoces del pensamiento oficial:
No cesan de intercambiarse favores y
complicidades, sobreviven a todas las
alternancias políticas. Un mismo
ambiente. Ideas uniformes. Se frecuentan
entre ellos, se aprecian, se citan,
y están de acuerdo en todo.

—Serge Halimi


Martín Solares me envía desde París uno de los libros más críticos del periodismo que se han escrito en los últimos años: Los nuevos perros guardianes, del profesor de la Universidad de California en Berkeley Serge Halimi, colaborador de Le Monde Diplomatique y discípulo de Pierre Bourdieu.
Este examen de la actuación cotidiana de los nuevos guías espirituales en que se han convertido los locutores de televisión —reemplazando el papel que antes la sociedad confería a los sacerdotes o a los intelectuales—, se plantea de manera natural como uno más de los "temas de nuestro tiempo", como le gustaba decir a don José Ortega y Gasset. Aparte de la propaganda —que ya tuvo su gran momento cuando a principios de los años 30 los aparatos de radio entraron en todos los hogares y en Alemania Goebbels supo utilizarlos para reforzar el proyecto del nacionalsocialismo— el otro tema de nuestra época es el de la profusión inasimilable de los medios de comunicación audiovisuales, más por su cantidad que por su calidad, no tanto por su "instantaneidad" sino por su abrumador bombardeo cotidiano.
El escopetazo constante de la información radiofónica y televisiva ‑rápida y breve, perecedera y volátil— no tiene a la gente mejor informada que antes. El receptor se entera de que sucedió algo, pero no retiene mucho los detalles ni le importan mucho. Los sabe como de oídas y de alguna manera intuye que no necesita saber leer ni escribir para estar mínimamente informado, como si estuviera de vuelta en la deliciosa irresponsabilidad de la infancia analfabeta.
Así las cosas, y esto no había sucedido antes en la historia, los debates ideológicos y las campañas electorales se dirimen sobre todo en el espacio mediático de la radio y de la tele, más que en el de los medios impresos, que ya no son masivos. Una crítica como la que sólo se dio en los periódicos sobre las concesiones del gobierno de Fox a los usufructuarios de la "industria" de la radio y la televisión puede muy bien ser acallada con el escopetazo de su réplica televisiva.
De los 11 mil 816 millones de pesos (un poco más de mil cien millones de dólares) que costaron las elecciones del año pasado, 5 mil 650 fueron para financiar las campañas y más de la mitad de esta suma terminaron en las arcas de Televisazteca, cuyo mejor negocio ha sido el PRI.
No sabemos muy bien hacia dónde vamos. Lo único que sentimos es que estamos asistiendo a un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral. Y podría pasar lo que pasó con los telegrafistas: que los periodistas escritores ya no tengan ninguna razón de existir y terminen de estar en este mundo.
Imagínese usted una plaza, como el Zócalo o como la de Oaxaca: al centro se erige un palo tan alto tan alto como los de Papantla y en la cumbre, tan estridente que no deja hablar a nadie más, triunfa todos los días y a todas horas el altavoz de Televisazteca. A los lados no faltan muchos otros altoparlantes, no menos estridentes ni menos constantes: reproducen las vocecitas de los locutores radiofónicos. Y en una esquina, allá abajo en un puestecito, se venden unos cuantos ejemplares de Proceso, La Jornada, Milenio, El Universal, Reforma y El Heraldo de San Blas. Esa plaza es el territorio nacional.
Serge Halimi, de 40 años, doctor en Ciencias Políticas, profesor también en la Sorbona, se refiere particularmente a la situación de los medios en Francia y sólo el lector de Les nouveaux chiens de garde sabrá inferir si hace extensivas sus ideas a otros países, como el nuestro por ejemplo. Es curioso, pero no casual, que el libro (publicado por Pierre Bourdieu en su colección Raisons d'Agir en 1997) no haya sido publicado por ninguna editorial de habla española. Serge Halimi acusa a los treinta periodistas franceses más conocidos de amplificar la voz del poder económico y político, de erigirse en profesores de moral y censurar el pensamiento crítico con la "utopía ultraliberal".
El 21 de agosto pasado Miguel Mora lo entrevistó en El País. Este "látigo de la élite del periodismo francés", escribe Mora, dibuja un paisaje mediático desolador, "marcado por el compadreo entre la prensa y el poder".
Los medios controlados por potentes núcleos industriales o financieros imponen machaconamente su visión del mundo y, por imperativos de la chamba, los periodistas que trabajan en ellos acaban defendiendo los intereses de ese establishment. Su libertad de expresión termina donde empiezan los intereses de su empresa periodística.
La sensación de Halimi es que el periodismo oral rara vez toma muchos riesgos. Lectores de noticias, sus practicantes —estupendamente remunerados— no reportean ni investigan, se limitan a informar de lo que sucede en el mundo.
"El problema es que muchos se creen profesores de moral y les da por dar lecciones de lo que está bien y de lo que no. ¿Cómo se puede hablar sobre la corrupción política sin reconocer que el sistema mediático está también corrompido? ¿Cómo se puede denunciar la corrupción económica cuando el periodista acumula dinero, favores, canonjías?"

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La mafia es el contexto

En el verano de 1962, a los veinte años, estaba yo en un pueblo de Calabria que se llama Crocifisso. Trabajaba con un grupo de jóvenes pacifistas italianos en la construcción de una escuela y una mañana de agosto apareció de pronto en el campamento una muchacha que venía de Milán a integrarse al grupo de albañiles voluntarios y nos dio dos noticias. Una, que había triunfado la Revolución argelina. La otra, que había muerto Marylin Monroe.
Tal vez no recordaría esta imagen si no fuera porque el lunes pasado, el 10 de septiembre, asistí a una conferencia sobre la mafia siciliana que dio el historiador también siciliano Giuseppe Carlo Marino a propósito de sus dos libros presentados en el Instituto Italiano de Cultura que tiene su sede en la bellísima calle de Francisco Sosa de Coyoacán: Historia de la mafia y Los padrinos. El hombre disertaba brillantemente sobre el carácter inextirpable de la mafia en Sicilia —dado que su origen y su funcionamiento tienen que ver con el corazón mismo de la familia siciliana, con la madre, especialmente— y mi memoria involuntaria me llevó de regreso a Crocifisso. Y es que en aquel pueblito calabrés, que no tenía más de doscientos habitantes, ya existía la Ingrandeta, es decir, el equivalente local de la mafia: un día unos niños encontraron junto a una barda de piedras el cadáver de un hombre desangrado, con la dos manos cortadas. Se sabía que era sin duda el ladrón de unas vacas y por tanto, de la manera más rápida y expedita, el capo mafioso decidió juzgarlo y castigarlo, del modo ritual y simbólico (las manos cortadas) e inmediato que la costumbre imponía. Se sabía también que allí, en aquel pueblo distante, incluso los niños guardaban la sagrada ley del silencio, la omertâ de los sicilianos.
Giuseppe Carlo Marino hizo hincapié en una distinción importante: no es lo mismo la mafia que la delincuencia organizada. La mafia es un fenómeno histórico y social de raigambre fundamentalmente siciliana. Tiene que ver con la mentalidad siciliana. Tiene que ver con la madre siciliana. Se entiende que por extensión —por ese sentido laxo y amplio que suelen adquirir las palabras— a los grupos del crimen organizado o desorganizado se les denomine mafias, en Cali o en Culiacán, pero en sentido estricto la mafia es siciliana o no es.
Para que un sobrino o un primo se inicie como hombre de honor ha de jurar antes fidelidad a Cosa Nostra. En una reunión secreta el candidato a mafioso se pincha el índice con una espina de naranjo y con la gota de sangre mancha la imagen de Santa Rosalía, la virgen patrona de Palermo. Mientras arde la santa, el rito de iniciación exige al mafioso en ciernes a juramentar la omertâ y a reconocer que puede ser ejecutado si falta a su palabra.
La mafia, pues, es una intermediación parasitaria entre el ciudadano y el Estado, entre la producción y el consumo, y cuando se dice que su modus operandi se ha trasladado a otras expresiones del crimen en el resto del mundo no se está entendiendo bien la cosa, o mejor dicho: la cosa nostra. A donde se transfiere su mentalidad y sus modos de hacer las cosas es a la política, no al llamado crimen organizado que no necesita de la mafia para saber hacer lo suyo. En el Noroeste mexicano para nada precisan de la imaginación criminal de la mafia. No. Lo que se ha traducido a partir de la cultura mafiosa —que ha tenido como matriz ideológica a Sicilia— son los modos de gobernar: el espíritu público se ha perdido de vista y en nuestra época, a principios el siglo XXI, cuando ya no existe el Estado, se gobierna en función de varios grupos de interés dentro de las naciones. Véanse en México cuáles y quiénes son los grupos a los que cuidan sobre todo los gobiernos panistas. Recuérdese cómo Vicente Fox gobernó sobre todo para los empresarios con los que, por interpósita persona, hacía negocios y favoreció con exenciones de impuestos o concesiones de terrenos (a Roberto Hernández, por ejemplo). Ése es el comportamiento mafioso derivado de la sicilianización, no los estropicios homicidas de los narcos que nada tienen que imitarle a los sicilianos.
La emigración llevó a Ellis Island, Nueva York, a sicilianos que habían crecido en una cierta mentalidad mafiosa. Eso a principios del siglo XX. Y allí en Estados Unidos cundió el fenómeno y arraigó en sucesivas organizaciones criminales y familiares. Pero en América Latina no. ¿Por qué? Oleadas de cientos de miles de italianos se instalaron en Venezuela, Brasil, Argentina, pero allí no prendió el quehacer mafioso. No se inauguraron bandas criminales, como en Nueva York y Chicago. ¿Por qué?
Porque ya había un poder mafioso con otro nombre: el poder criminal de los militares y de los políticos.
La mafia no ha sido derrotada del todo, a pesar de la indudable lucha del Estado italiano por exterminarla. De hecho le ha dado varios golpes de muerte. Lo que ocurre es que si la mafia fuera sólo una organización criminal ya la habrían aniquilado el ejército y la policía. Pero sucede que no es así. La mafia tiene su asiento en al corazón mismo de la familia siciliana y sus ligas y complicidades secretas son consanguíneas. Se extiende como un pulpo en todo el tejido social. Si un capo desaparece o es encarcelado o asesinado, no falta quien lo sustituya.
La tesis de Carlo Marino es que sólo en el terreno de la política se le puede abatir porque la mafia es, ante todo, una combinación de poder político y criminalidad. Y el contexto en el que se gobierna es la mafia misma.


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