Monday, February 27, 2006

Egoteca

Nació en Tijuana, Baja California, el 1 de julio de 1941.
Estudió derecho y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y periodismo en Macalester College (Saint Paul, Minnesota, EU) en 1967.
En 1969 fue corresponsal en Washington de la Agencia Mexicana de Noticias.
Entre 1977 y 1988 trabajó como reportero en el semanario Proceso.
Su novela La clave Morse fue publicada por la editorial Alfaguara.
Su antología de textos críticos sobre Juan Rulfo, La ficción de la memoria, apareció en 2003 bajo el sello de la editorial Era.
En el año 2000 ganó el Premio de Narrativa Colima, otorgado por el INBA y la Universidad de Colima, por su novela Transpeninsular.
En 1977 fundó la editorial La Máquina de Escribir.
En 1994 participó del Sistema Nacional de Creadores y en 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Ha traducido teatro de Harold Pinter, David Mamet y Leonardo Sciascia.
Escribe en la revista Milenio y en diarios del noroeste de México una columna semanal, más literaria que política: La hora del lobo.



Obra publicada
Novela:
Todo lo de las focas, Ed. Joaquín Mortiz, 1983, dentro del volumen Tijuanenses.
Pretexta o el cronista enmascarado. Fondo de Cultura Económica, 1979.
Transpeninsular. Joaquín Mortiz, 2000.
La clave Morse. Alfaguara, 2001.

Cuento:
Tijuanenses. Alfaguara, 1997. Tijuana. Stories on the border. The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo. Contiene Todo lo de las focas y cinco cuentos, entre ellos “Los Brothers”.

Antología:
El imperio del adiós. Aldus y CNCA, 2002. Antología de su prosa (cuentos y novelas).
La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Era, 2003.

Ensayo:
La memoria de Sciascia. Fondo de Cultura Económica, 1989.
Post scriptum triste. Ediciones del Equilibrista, 1994.
La invención del poder. Aguilar, 1994.
Máscara negra. Joaquín Mortiz, 1995.
Conversaciones con escritores. Conaculta, 2004.

Entrevista:
La máquina de escribir [entrevistas con FC] por Hernán Becerra Pino. Ediciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Cecut, Tijuana, 1997.

* * *

La clave Morse
El hijo cuenta la historia de su padre, un viejo telegrafista. Treinta años después de la muerte de los padres, los tres hijos se ponen a hablar de ellos y descubren que cada uno tuvo una percepción distinta de cada uno. Más que la historia de un oficio en extinción, el de telegrafista, La clave Morse establece el escenario que la memoria reconstruye o inventa desde el juicio implacable de los hijos. Las mismas experiencias —nunca comentadas porque las vivieron juntos— resultan a la vuelta de los años distintas para cada quien: la invención del padre en cada una de las fantasías filiales.


Transpeninsular
El tema es la búsqueda del escritor perdido. Se trata de un trayecto por la península de Baja California y, por el pasado amoroso del narrador personaje, se va dando una superposición de geografías, la de las penínsulas de Baja California y de Italia. Es la historia de Fernando Jordán, un antropólogo y periodista que en los años 50 “descubre” las pinturas rupestres de Baja California y muere en 1956 en La Paz, a los 36 años, aparentemente por suicidio o asesinado.





Todo lo de las focas
Es una novela que sucede en la Tijuana adolescente del narrador personaje, una Tijuana de la memoria, hacia los años 50. El tono es beckettiano y melancólico. Gran parte de las escenas transcurren en una atmósfera enrarecida, delirante, esquizoide. El adolescente se enamora de una mujer norteamericana que llega al aeropuerto de Tijuana en una avioneta amarilla, y que finalmente concentra a todas las mujeres en la vida del narrador: la madre, las hermanas, la primera novia, la mujer. Seres sin definición precisa, intermedios, a medias, anfibios y aéreos, los protagonistas asumen la dilatación del tiempo y el purgatorio de su personalidad fronteriza.
Esta novela fue traducida al inglés dentro del volumen Tijuana. Stories on the border, por The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo.


Pretexta o el cronista enmascarado
Es la historia de un periodista, Bruno Medina, a quien una oficina del gobierno le encarga la falsa biografía, un libelo, del profesor Álvaro Ocaranza, con el fin de deturparlo. La novela recoge el ambiente de persecución política que se dio en México y otros países de América Latina a finales de los años 60. El drama se exacerba cuando el escritor fantasma, autor del libro anónino, siente que su relación con el profesor Ocaranza se trastoca en una identificación que descompone todo su ser y la vive como una traición al padre. Está también allí el tema de las relaciones entre la prensa y el poder.
Toda la patraña se vuelve para Bruno un problema de identidades, pirandelliano, una traición al simbólico padre y un vituperio del maestro, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y riesgo. Su sexualidad, su soledad sexual, se desquicia, inútil y empantanada en una angustia onanista. Para su mayor desgracia, toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que a la postre se le investigue por medio de un método lingüístico de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) en efecto existe y será su aniquilación moral, mental, irreversible, al poner en evidencia el proyecto que nunca había sospechado: el libelo de su propia vida.


La memoria de Sciascia
Es un análisis ameno e introductorio de todas las obras del escritor siciliano Leonardo Sciascia. Se trata de una reflexión sobre la mafia, la sicilianidad, la hispanidad, y las cosas que tenemos en común españoles, mexicanos y sicilianos: el Santo Oficio de la Inquisición, por ejemplo. Versa asimismo sobre la “sicilianización del mundo”, Sicilia como metáfora del mundo actual, y la desaparición del Estado. Contiene además una crónica de viaje por Sicilia y una entrevista con Sciascia.
Para Claude Ambroise, el especialista en Sciascia más importante, “la mejor presentación de la obra de Sciascia es un libro en lengua española, escrito por un mexicano (Federico Campbell, La memoria de Sciascia) que, sin pedantería, pero con precisión y pasión, delínea el contenido de la investigación sciasciana. La pertenencia de Campbell al mundo de la hispanidad le permite dar mayor espesor al aspecto español del escritor siciliano: el crítico mexicano reactiva el diálogo Sciascia-Borges e inserta, actualizándolas en un contexto latinoamericano, las reflexiones sobre la Inquisición y la injusticia”. (Leonardo Sciascia. Opere 1984-1989. A cura di Claude Ambroise. Classici Bompiani, Milano, 1991.)


Máscara negra (crimen y poder)
La sospecha de que la novela policiaca no sólo tiene como tema el de la justicia y la legitimidad política, sino también un universo en donde el poder se funde con el crimen, lleva al autor a tejer una meditación sobre el poder policiaco y la inexistencia del Estado. Ensayos sobre novela policiaca y crímenes reales.



Post scriptum triste
Se trata de un diario literario que adopta como modelo el Journal de Jules Renard o el Diario romano de Vitaliano Brancati: un diario en público. Su tema es el de la impotencia literaria: ¿por qué un escritor realizado deja de escribir y opta por el silencio? Hay una melancolía posterior al acto de concluir una obra, como sugiere el epígrafe del libro: Post coitum omne animal triste.

La invención del poder
Puede entenderse la invención del poder en el sentido en que se dice “el invento del paraguas”, pero también, y sobre todo, como la capacidad que el poder tiene de prefabricación y de inventiva. Es decir, el poder como productor de realidades y ficciones: manos de hierro y tigres de papel, a lo largo de una circularidad no menos teórica que práctica, pues el poder inventa pero al mismo tiempo es inventado.


La máquina de escribir
El volumen, a cargo de Hernán Becerra Pino, antologa veintitrés de las mejores entrevistas que a lo largo de su trabajo literario le han hecho al escritor tijuanense. Entre las obsesiones literarias del entrevistado destacan la aviación, la experiencia del vuelo, la transitoriedad del periodismo, la impotencia literaria, los equívocos de la memoria, el fantasma del padre, la pasión por Italia y la Baja California, la criminalidad del poder y una “Tijuana escrita a mano”.


La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica
Selección y prólogo de Federico Campbell. Antología de cincuenta años de crítica sobre la obra literaria de Juan Rulfo.

Tuesday, February 14, 2006

Del lobo la hora

Aprovechando el aventón del final de año se me ocurre comentar con mis veinticinco lectores cómo es que se va escribiendo esta columna a lo largo de los meses. O mejor dicho: cómo es que el imperio de los acontecimientos y los personajes me la va dictando desde hace ya seis felices años.
Como han de recordar mis veinticinco mil lectores esta columna (en el sentido periodístico, no militar ni arquitectónico) debe su nombre a una película de Ingmar Bergman: La hora del lobo, de 1967. En ella, y en la temprana madrugada del verano sueco, un pintor le cuenta a su mujer que según una leyenda nórdica la hora del lobo se da entre la madrugada y el amanecer, en el dilatado instante en que mueren la mayoría de los moribundos y nacen la mayor parte de los niños. Algo ha de tener que ver esto con el reloj biológico de cada quien, pero lo cierto es que con ese título yo quería aludir a un momento de transición puesto que empezaba la columna mientras pasábamos del siglo XX al siglo XXI.
No sabíamos qué nos deparaba el futuro, como cuando uno se acuesta todas las noches y no sabe si va a tener un buen sueño o una pesadilla. El futuro inmediato era incierto y no se sabía si iba a ser para bien o para mal. No se sabía si iba a prevalecer el PRI ni si se extinguiría para siempre. Insinuaba también la inminencia de un peligro, un fascismo desatado, presagios ominosos.
A ese enrarecido momento, cuando se da la luz perfecta para los fotógrafos, hace referencia también Juan Rulfo cuando relata la muerte de su padre
"Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas. Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo enterraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres. Nos dijeron: Su padre ha muerto, en esa hora del despertar, cuando no duelen las cosas; cuando nacen los niños, cuando matan a los condenados a muerte. En esa hora del sueño, cuando uno está a la mitad del sueño dentro de los sueños inútiles, pero llevaderos, fatales, pero necesarios."
Cada semana me propongo no abusar de la citas o no citar en lo absoluto, pues si bien el de la cita es un arte también es una utilización de frases y pensamientos ajenos para decir lo que uno no se atreve a pensar por su cuenta. En México, en el gremio de los escritores, con la excepción tal vez de José Emilio Pacheco, no existe la costumbre de citar a nadie, mucho menos a un escritor connacional y contemporáneo. Octavio Paz nunca lo hacía. Tampoco suele hacerlo Carlos Monsiváis.
Lo digo porque como propósito de este año me planteo escribir sin hacer citas, para ver qué se me ocurre a mí por mi cuenta y riesgo. Aunque sé que es difícil, porque el arte de la cita depende del talento literario para poner a dialogar a los muertos entre sí o a los muertos con los vivos.

El Innombrable
Entre los artículos que pensé hacer y no hice se encuentra "El Innombrable". Quería referirme a la novela de Samuel Beckett y que lleva ese título y es de la editorial Lumen, publicada en 1953. Es parte de una trilogía: Molloy, Malone muere y El Innombrable. Quería ponerme a hablar "inocentemente" del personaje de Beckett y tender una indirecta que después me pareció de muy mal gusto y demasiado cruel porque el manipulado lector iba a creer que me estaba refiriendo a un personaje de nuestra selva política cuyo nombre no manchará esta página. En la novela, El Innombrable es casi un muñón, un hombre sin piernas ni brazos, que nos introduce en un monólogo macabro: un ser sin nombre, condenado a vivir a pesar suyo, un monstruo informe, metido hasta el cuello en una vasija, dentro de la cual arrastra una existencia puramente orgánica y vegetativa. Este "gusano", este "aborto humano", es el hombre del siglo XX, que vino al mundo sin haber nacido, condenado a oír eternamente su propia voz dentro de sí. Es un símbolo de la ignorancia y de la impotencia del hombre de nuestro tiempo.

Los Soprano
Se me amorcilló también un artículo sobre Rudolph Giuliani y su manera de tomarle el pelo a unos ricachones mexicanos vendiéndoles la receta para abatir la criminalidad en la gran Tenochtitlán. No me puedo imaginar al presidente municipal de Tokio aceptando tal "asesoría". Antes, según el honor japonés, se hubiera suicidado. Pero para los mexicanos lo extranjero siempre es mejor que lo mexicano. Ellos, los extranjeros, sí son unas chuchas cuereras; nosotros no. Otra vez el paradigma autodenigratorio.
Y ahí está que le pagaron a Giuliani (a él, que sólo estuvo un instante en el DF) cuatro millones 300 mil dólares por venir a decirnos una sarta de obviedades y lugares comunes para meter orden y meter a la cárcel sobre todo a los jóvenes.
José Luis Pérez Canchola me acaba de mostrar unas estadísticas en las que se ve, como consecuencia del estilo Giuliani, que la cantidad de jóvenes en las cárceles del DF se ha más que duplicado. Pero lo curioso es que en el equipo de Giuliani está el policía Bernard Kerik, el mismo que ayudó a confeccionar este "plan" para la ciudad de México, y que no fue ratificado como Secretario de Seguridad Interior de Bush por sus ligas con el crimen organizado.
Los políticos son los políticos: no dan paso sin huarache. Por eso tampoco hay que confiar en ese otro encantador de serpientes que es el palermitano Leoluca Orlando, que también anda de oferta "criminológica". Viéndolo mejor tanto Giuliani como Kerik parecen más bien personajes de la serie televisiva Los Soprano, por neoyorkinos y por vivales.

El corazón sin memoria

La memoria de la mayoría de los
hombres es un cementerio abandonado
donde yacen los muertos que aquellos
han dejado de honrar y de querer.

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano



La debilidad presidencial de Vicente Fox empieza a tener sus consecuencias, y muy concretas: una de ellas, la primera, es que los militares (que siempre están en el poder porque son los que tienen las armas) se han atrevido a solicitar un borrón y cuenta nueva respecto a los crímenes de Estado cometidos durante el sexenio de Luis Echeverría. Es posible que si Fox se hubiera reservado una mínima autoridad moral y política, las presiones castrenses no se hubieran expresado ni siquiera en las crípticas y ambiguas palabras del general Ricardo Vega García, en un discurso tan amable como polisémico e intimidatorio.
Lo que justifica la existencia de la fiscalía especial para delitos cometidos por representantes del Estado contra movimientos sociales durante la guerra sucia de los años 70 es la necesidad que la nación tiene de preservar la memoria. El México civil tiene que limpiar su pasado y no fingir —como el avestruz de la fábula— que los acontecimientos del 10 de junio de 1971 (documentados fotográficamente por Armando Salgado) no existieron. Por aquello de que el Estado tiene el monopolio de la "violencia legítima", hay que no toda o, mejor dicho, no cualquier violencia coercitiva del Estado es legítima: no lo es, por supuesto, la tortura, la desaparición forzada de personas, el arrojar al mar seres humanos vivos desde aeroplanos nocturnos. Y de nada vale —como querían los oficiales nazis, como Eichmann— la coartada acuñada en la frase "es que sólo cumplí órdenes".
En los últimos meses, cuando todavía vivía Alfonso Martínez Domínguez, vimos en dos fechas diferentes cómo tanto el exrregente del DF (que no de la "ciudad de México") como el expresidente Luis Echeverría se quisieron hacer pasar como enfermos —como niños chiquitos— en un hospital para que no los interrogaran. Es muy probable que ambos, Echeverría y Martínez Domínguez, no recordaran entonces (porque realmente nunca les importó mucho) lo que sufrieron los muchachos heridos en la Cruz Verde cuando entraron los Halcones a sacarlos por la fuerza y desaparecerlos, arrebatándolos de los brazos de los médicos y las enfermeras.
¿Podrían imaginar Echeverría y Martínez Domínguez —en sus elegantes hospitales— lo que significa, y el dolor que supone, caminar o ser arrastrado con una herida de bala en el vientre?
Por lo demás, aunque esto en nada cambie la culpabilidad resultante ni la sustancia de los hechos y las imputaciones, a mí siempre me ha parecido que los halcones no eran soldados pero lo parecían: por su edad y su estatura daban la impresión de que estaban recién sacados de un regimiento. Los gatilleros mercenarios llevaban varas de bambú, rifles y pistolas, y le encajaron uno o más balazos a cada uno de los cuarenta estudiantes muertos.
Estos obvios indicios están en las fotografías de Armando Salgado, pero no pocas veces nos negamos a ver —como en "La carta robada", el famoso cuento de Edgar Allan Poe— lo que tenemos enfrente de las narices. Vean ustedes una y otra vez las siniestras fotografías que ni siquiera como indicios fueron aceptadas por el Ministerio Público en su momento: los halcones miden igual de alto y tienen prácticamente la misma complexión muscular. Parece que apenas el día anterior se quitaron el uniforme. Su forma de "ataque" también es escrupulosamente militar. Eran jóvenes que sabían avanzar en formación y utilizar la violencia de manera fría y profesional. La misma facha, el mismo corte de pelo, la misma edad, y más o menos idéntica estatura. Por eso es extraño que en un libelo de la época (a Echeverría le encantaba encargar la confección de libelos) se pretenda (explicación no pedida) exculpar al ejército de los hechos del 10 de junio. En Jueves de Corpus violento, pues así se tituló el anónimo panfleto, el redactor fantasma contratado por el gobierno asegura que los responsables de la matanza (de unas cuarenta personas) eran miembros del "grupo Monterrey".
¿Cuál era el interés en desviar la atención?
Sin embargo, tal vez no basten las fotografías de Armando Salgado para congelar en la memoria la tarde de los asesinos. Habría que adjuntarlas a las decenas de fotografías extendidas en una mesa que Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación entonces e ilusionado con su cuidadosa carrera hacia la Presidencia, le mostró a Heberto Castillo.
Recuerdo muy bien esa escena entre Moya y Heberto Castillo porque me dejó con los ojos cuadrados. Moya, en sus oficinas de la Secretaría de Gobernación, le dijo: "Ingeniero Castillo, tengo instrucciones del Presidente de decirle que no habrá más información sobre esto. No más. Es todo. Hay muy fuertes intereses metidos."
Y la recuerdo muy bien porque ese testimonio de Alfonso Martínez Domínguez que recogió Heberto Castillo yo lo edité como libro en la revista Proceso. Yo mismo lo pasé a máquina para corregirle ciertas ambigüedades en el uso de las comillas y los guiones.
Martínez Domínguez describió una escena muy significativa en Los Pinos. Echeverría reúne a varios de su gabinete, entre ellos Hank González, y cada rato se levanta a tomar el teléfono, justo en la tarde del 10 de junio de 1971. Allí el Presidente, según Martínez Domínguez, daba órdenes de incinerar los cadáveres.
Y el Estado mexicano, que ya desde entonces se las daba de "Estado de derecho", no hizo nada, absolutamente nada para poner en funcionamiento el sistema judicial, primero con los policías y los ministerios públicos, luego con los jueces que, para variar, se hicieron de la vista gorda porque nadie había sido consignado.

La vida de cuadritos

Las relaciones entre subordinados y jefes suelen ser muy neuróticas en México, tal vez desde los tiempos de la Nueva España, tal vez más en el ámbito de la burocracia que en el de la empresa privada. Hay una tendencia, al margen de que la administración pública sea del PRI, del PAN o del PRD, a humillar a los colaboradores o empleados. A veces se acoplan la propensión al servilismo del trabajador (secretario, ayudante, chofer, guardaespaldas) a la prepotencia del jefe. De hecho, una manera cariñosa pero también autodenigratoria es llamarle al prójimo que paga “jefe, mi jefe, sí mi jefecito”.
Cuando un funcionario del gobierno municipal, estatal o federal quiere echar a la calle a alguien le hace el vacío. Actúa como si el compañero no existiera. Se le borra. Se le declara inexistente en la vida cotidiana de la oficina. Poco a poco la secretaria o el ayudante se va disminuyendo, y aparte se le sabotea o se le hace la vida de cuadritos. Hasta que se va. No se le dice váyase, no nos hace falta, sobra. Está usted despedido. No. Como el novio que no se atreve a cortar a la novia, hace ciertas cosas para que ella tome la decisión de marcharse. A la mexicana.
Todavía la cultura priísta está en las relaciones de trabajo, o ¿habría que decir la cultura de los mexicanos de siempre? En cuanto el antes subordinado asciende de puesto y llega a ser el jefe, se instala a puerta cerrada: hace esperar a la gente, contrata a sus parientes y amigos, les busca un hueco haciéndole la vida de cuadritos a una colaboradora o a un asesor. No lo toma en cuenta. No lo saluda. No le habla. Decreta su inexistencia porque así se lo permite el poder que por otro lado le permite rodearse de “ayudantes” innecesarios, una corte de guaruras y secretarios que se adelantan a pagarle la cuenta en los restaurantes o a hacerles la cola en los mostradores de los aeropuertos, en la madrugada. Como un reyecito. Como un encomendero de la Colonia.
Es lo que Juan José Millás llama el “acoso moral en el trabajo”, que produce tal daño que va matando de manera silenciosa.
“Así como el torturador revienta a la víctima sin producirle un solo moretón, el acosador moral es capaz de golpear a la suya sin dejarle una huella. Esta clase de violación (el acosador moral es fundamentalmente un violador) se viene practicando desde épocas inmemoriales, pero sólo ahora empieza a reconocerse como una patología.”
En España la Universidad de Alcalá de Henares ha documentado, con estudios estadísticos, que un millón y medio de españoles son víctimas del acoso moral en las relaciones laborales. A la mejor las trasposiciones culturales no son exactas (pensar que todos nuestros defectos nos vienen de la península ibérica), pero la verdad es que aquí estuvieron y que en cierta y parcial forma los españoles nos constituyen: en la práctica judicial, en la convivencia conyugal, en el machismo consistente en no dar educación universitaria a las mujeres, en no heredarlas porque antes que ellas están los hombrecitos. Una de las líneas de reportaje constante en el periódico El País, editado en Madrid y reimpreso el mismo día en México, es el que indaga sobre la violencia familiar: el maltrato a la esposa, los golpes, las cuchilladas. No es nada raro que en Andalucía o en la civilizada Ciudad de Madrid (si ellos nos endilgan el “Ciudad de México” traduciéndolo de Mexico City, ¿por qué no habremos de revirarles el “Ciudad de Barcelona”?) un juez suelte a un golpeador para que de inmediato el angelito regrese al seno conyugal a matar a su esposa. Un día sí y otro también El País abunda en estos casos. “Pero si esa influencia más bien es árabe”, dice el Bebe Zamudio, mi amigo de Caborca. “Lo que pasa es que a nosotros nos llega por España.”
A la destrucción de la persona que trabaja porque tiene necesidad se añaden gestos denigrantes, si no el acoso oblicuamente sexual o social, sí la malditez de hacerlos pasar por un rito de humillación cuando, recién inagurado el sexenio, llega el nuevo jefe con todos sus cuates y sus amigochas. No les dicen ya se acabó su contrato, ustedes estaban por honorarios. No. Los dejan parados o sentados por ahi sin decirles nada. Llegan los nuevos y les toman sus escritorios, hablan por encima y a través de ellos como si estuvieran pintados, y ni siquiera los gratifican. Estaban “por honorarios”. Y, así, el acoso psicológico sigue siendo parte del sistema, como en los mejores tiempos de don Adolfo Ruiz Cortines.
Lo dice mejor que yo Juan José Millás, el novelista español, uno de los inventores de la columna que se ocupa de cualquier cosa, de “cosas de poca importancia”, como decía León Felipe. Dice que en toda relación de poder hay un punto de manipulación psicológica y que señalar la frontera entre el uso adecuado y el enfermizo de la autoridad no es tarea fácil, sobre todo mientras no adquiramos conciencia de ser o haber sido víctimas de este tipo de tortura.
“El terror laboral se transmite por vía jerárquica, a través de la cadena de mando. Cuando en una empresa desembarca un presidente o un director general que es un hijo de perra, los mandos intermedios se transforman en hijos de perra. Y el que muestra reparos para morder a sus congéneres es marginado de inmediato, convirtiéndose en víctima de lo que no ha podido practicar. Hay oficinas que al final del día están repletas de cadáveres.”

Qué padre, como en Estados Unidos

No es nueva la propensión de los mexicanos a emular los modos de vida que se estilan más allá del río Bravo. De hecho es un reflejo casi natural —como si la colindancia geográfica fuera un destino ineluctable— desde las primeras horas de la nación independiente cuando, con la mirada hacia el Norte, los prohombres de aquel tiempo no disimulaban su admiración por las instituciones públicas y el ambiente de libertades que empezaban a darse en Estados Unidos.
Pero la fascinación con la patria de Franklin y de Jefferson venía desde antes, desde las propias palabras de Fray Servando Teresa de Mier: “¡Paisanos míos! El fanal de los Estados Unidos está delante de nosotros para conducirnos al puerto de la felicidad… del norte nos ha de venir el remedio… nos ha de venir todo el bien, porque por ahí quedan nuestros amigos naturales… los americanos del norte, levantando la bandera de la libertad la plantaron en nuestros corazones.”
La cita no es de este investigador sino de José E. Iturriaga, de su libro La estructura social y cultural de México, publicado en 1951. Es un estudio interesantísimo que a más de cincuenta años de distancia admite otra lectura y conviene releer (reeditado por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana) no sólo por el significado que le da a las clases sociales —y sobre todo a las castas— en la composición de la sociedad mexicana, sino por sus reflexiones acerca de los mexicanos y su ancestral y traumática relación con lo extranjero y los extranjeros. Algo pasa en el alma del mexicano cuando se relaciona con el extranjero. Cae en ambivalencias, lo admira y desconfía de él. El extranjero por su mera presencia —como el Ugo Conti de Casi el paraíso, la novela de Luis Spota— lo pone en entredicho y lo remite, por no se sabe aún qué enigmáticas razones, al “estereotipo autodenigratorio” que le hace valorar más lo extraño que lo propio, más Disney World que Palenque, más la copa coñaquera que el caballito jalisciense para tomar tequila.
Pero, en fin, estas disquisiciones sobre el ser del mexicano, por si a alguien le interesan, están más bien en la selección de ensayos de Roger Bartra Anatomía del mexicano (Plaza y Janés Editores, México, 2002) que rescata textos de Emilio Uranga, Jorge Portilla, Octavio Paz y otros. Lo que aquí nos interesa es remitirnos al libro de José E. Iturriaga para ver cómo, hace cincuenta y cinco años, reparaba en las adaptaciones de los usos y costumbres de la vida estadounidense a la sociedad mexicana.
Iturriaga hace el inventario de algunos hábitos que “debemos a Norteamérica”. Por ejemplo, el auge de la cultura física y la costumbre del baño diario. O bien la creación de nuevas necesidades reflejadas en el uso de artículos de consumo duradero: automóviles, refrigeradores, lavadoras, radiorreceptores. Si en 1937 se importaron 30 millones de pesos de esos artículos, en 1950 la cifra ascendió a 172 millones.
Y apunta otras:
La jornada corrida de trabajo en oficinas, comercios y fábricas, lo cual favorece el quick luch o el almuerzo rápido.
La preferencia de la cerveza al pulque.
La práctica del “fin de semana”.
El intercambio de regalos el 25 de diciembre.
La sustitución del “Nacimiento” por el “Árbol de Navidad”.
El pastel de cumpleaños con velas.
La celebración del Día de las Madres.
Los concursos para elegir reinas de la “belleza” o de la “primavera”.
La inclinación mayor por el cine que por el teatro.
La docilidad tanto frente a la prensa amarillista como al “magisterio” que ejercen sobre las masas los radiolocutores.
La mutación de nuestras ciudades, que van perdiendo su tradicional semblante colonial o su aspecto afrancesado para adoptar la fisonomía de las pequeñas urbes norteamericanas.
La renuncia al uso del sombrero.
La introducción de un atuendo menos discreto y austero que en el pasado.
El abandono de la cortesía ceremoniosa a cambio de un trato informal.
La adopción del inglés como idioma extranjero.

De manera natural y lógica el proceso de imitación continúa, como la adopción generalizada de la indumentaria que en todo el mundo puso de moda el obrero estadounidense: los pantalones liváis, las botas de minero, la camiseta y la cachucha de beisbol que ha venido a sustituir a los sombreros regionales (purépechas, jarochos, mixtecos, yucatecos).
Pero el cambio más notable se está dando en el idioma. Las cosas empiezan a decirse según el sistema de la lengua inglesa, no de la española, en un fenómeno nuevo —casi imperceptible— de sustitución lingüística del español por el inglés. La frase se piensa en inglés y se traduce, no siempre bien, al español. Hay un mimetismo entre ambas lenguas y un sentimiento de inferioridad —un apocamiento— del español respecto al inglés.
No se trata de una derrota más —como lo resienten algunos mexicanos de la mediana o de la última edad— sino de algo que desde hace muchos años los sociólogos reconocen como imitación o más bien como “contagio” colectivo.

México civil

No son leyes de hoy ni de ayer
sino que viven en todos los tiempos
y nadie sabe cuándo aparecieron.


Sófocles, Antígona




Le educación sobre todo tiene que ver con el respeto al otro. Tomar en cuenta a los demás, saber escucharlos, reconocer que mi derecho termina donde empieza el suyo, significa empezar a habitar un mundo civilizado. Fue ésa la primera intuición de quienes deseaban controlar a la bestia del “estado de naturaleza”. Vámonos a ponernos de acuerdo. Ya no nos matemos. Mucho menos por una idea religiosa o política. Frente a la muerte propia ya veremos que, cada quien en su fantasía, estaba de algún modo personal equivocado.
Sin embargo, pasan los siglos y parece que el reloj marcha hacia atrás. El siglo XXI promete ser más sangriento que el XX. Otra vez como en la noche de San Bartolomé: te mato porque no piensas como yo.
Nadie supondría, a estas honduras de la historia, que los derechos civiles no han hecho casa ya en nuestro mundo interior y en nuestras relaciones con los demás. Se da por sentado que nos comportamos un poco mejor que los chimpancés. Pero constantemente nos faltamos al respeto. Tan poco está interiorizada en nosotros la diferencia entre propiedad privada y propiedad pública que asumimos sin chistar que el espacio sobre la banqueta que está frente a nuestra casa es nuestro, como si la vía pública no fuera pública. Hay quien pinta de amarillo rectángulos de exclusividad frente su casa, a los lados de la entrada, como si fuera dueño de la calle. Y, claro, no va uno a ponerse a dar clases de derecho romano a los vecinos. Con tal de llevar la fiesta en paz.
Pero esta cotidianidad de la invasión de los espacios ajenos no habla sino de nuestra incomprensión de la ley. Juan Rulfo retrató muy bien esta circunstancia del México incivil, bronco, intolerante, porque su personaje Pedro Páramo encarna la ausencia de una ley interiorizada.
Si el concepto de derechos humanos es muy amplio, el de derechos civiles es más concreto. Martin Luther King —antes de llegar a la edad fatal: los 39 años, la edad en la que mueren Sandino, Zapata, Malcolm X y el Che Guevara— movilizó a toda una sociedad para que se llevara a la práctica lo que estaba en la Constitución: la igualdad de oportunidades, el derecho a la educación independientemente de la raza o el credo político o religioso. Los afroamericanos pegaron de gritos y se liaron a macanazos con los policías de Alabama. No se dejaron. Y su historia cambió.
¿De que manera vivimos la ley? Adriana Menassé, en su conocido ensayo sobre Rulfo, dice que es posible que estas leyes morales sean en sus orígenes leyes tribales que forjan un sentido de identidad tribal: leyes de respeto y reconocimiento.
“Las leyes no escritas de los dioses, a las que se refiere Antígona, son esas nociones oscuras, huidizas, imprecisables, que sin embargo transmiten el sentido básico de respeto, valor e inocencia que le confieren al mundo su alegría.”
¿Por qué surge ahora un movimiento civil como el de La Ronda Ciudadana? Porque todavía nuestra participación social es muy pobre. Y también nuestra asunción individual como seres que tenemos derecho a la libertad de conciencia, de expresión, de asociación. Porque nos hemos adormecido y hemos obliterado nuestro derecho a la intimidad, porque nos hemos atenido a que los partidos políticos —que siempre están llevando dinero de la nación y agua a su molino— velen por la igualdad de derechos y ante la ley.
Los derechos civiles, dicho sea sin comillas, definen lo que todos tenemos en común, más allá de nuestras diferencias. Forman parte de una sociedad justa que reconoce la igual dignidad y autonomía de todas las personas. Los derechos civiles suponen el derecho a creer, juzgar y pensar por cuenta propia, el derecho a expresarse y a escuchar a los otros; defienden el derecho a decidir en libertad acerca de la propia vida.
Ronda Ciudadana: “Queremos que cada quien pueda hacerse cargo de su vida, en libertad. Que nadie pueda imponer sus creencias ni impedir el acceso a la información. Que nadie sea discriminado por motivos de sexo, origen étnico, pertenencia religiosa, orientación sexual. Que una misma ley nos proteja a todos. Que nadie sea obligado a vivir su vida íntima, a organizar su familia o sus sentimientos según los criterios morales de otros. Queremos que las decisiones que en conciencia, corresponden a cada persona, puedan ser tomadas con libertad y sin miedo.”
Los italianos hablan de una “Italia civile”. ¿Cómo se traduciría esa expresión política? Parece aludir a la parte civilizada y participativa de la sociedad, la que no se atiene a los políticos, a los presidentes que por muy bien electos que hayan sido a los tres años se les empieza a salir el chango.
No ha sido suficiente la protesta civil, la capacidad de organizarse —a través de faxes, correos electrónicos, conferencias, cenas, mesas redondas, manifestaciones públicas— para exigir a las autoridades que cumplan más allá de la pachanga de las elecciones y los negocios con sus amigos.
Los derechos civiles se han vuelto demasiado urgentes y necesarios como para seguir dejándolos en manos de los partidos políticos y sus usufructuarios.
Tiene que retoñar el México civil.

Para dar más fuerza a la mentira



—Todos los nudos se quedan en el peine.
—Sí, cuando hay peine.

-Leonardo Sciascia,
El contexto




El encubrimiento de los encubrimientos —desde el poder invisible— se aprovecha de la estructura botánica: una capa cubre a otra y mientras la más exterior se va secando surgen otras capas más frescas y fuertes para seguir preservando la mentira.
La serie de crímenes políticos, que a lo largo de los últimos treinta y cuatro años se han ido concatenando por su denominador común: el misterio, no han podido conocer el esclarecimiento porque sigue vigente un entramado que sabotea las investigaciones, elabora por escrito verdades a medias, finge indagaciones para aparentar una preocupación por la justicia.
Por su pertenencia al sistema establecido, los investigadores especiales o presidentes de las comisiones de derechos humanos (que siempre están haciendo carrera política), hacen lo que pueden dentro de ciertos límites: los supuestos sobreentendidos que los obligan a proteger a algunas instituciones a sus funcionarios más conspicuos, del antiguo régimen y del actual. En todos sus informes se lee entre líneas demasiada cautela, temor, miedo, precaución ante un poder invisible e innombrable. No es para menos. No siquiera se atreven a nombrarlo. Por eso no tiene ningún sentido que el nuevo “fiscal especial” de los desaparecidos a fuerza dependa directamente del Procurador General, el General Macedo de la Concha. Sería como una contradicción en los términos.
Todavía están tendidas las redes del hampa que homologa a representantes del Estado, a policías y a individuos de las diferentes fuerzas armadas. Son un poder real, tangible, diabólicamente complicado. No basta el cambio de color en el partido gobernante. Sigue siendo muy difícil que en doce meses se extirpe una estructura políticocriminal que en la frontera sur se burla del Estado con toda suerte de negocios ilegales, desde el tráfico de armamento, de drogas, de indocumentados, hasta el comercio de niños y de órganos vitales; mientras que esta simetría de la creatividad criminal se reproduce en la franja norte, de Matamoros a Playas de Tijuana, y en Ciudad Juárez el reiterado caso de las doscientos cincuenta muchachas asesinadas —por ser pobres y por ser mujeres y por ser jóvenes— ya no es un escándalo: es una carnicería.
Como en Colombia y en el sur de Italia —donde reina la camorra en Nápoles, la ingrándeta en Calabria y la mafia en Sicilia— los egresados de las escuelas de derecho se niegan ya a trabajar como jueces o tienen que ejercer enmascarados, cuando no se prestan (con gran imaginación leguleya) a dificultar las investigaciones con tácticas dilatorias o dejando correr los borregos de las pistas falsas para despistar a los enemigos del crimen. Son buenísimos en su oficio de mentir con la verdad. Quiere esto decir que, más que la guerrilla de los grupos armados de motivación política, el poder criminal invisible supone una desafío más que subversivo y revolucionario al Estado constituido. Y si el Estado mexicano no es capaz de disolver —con la fuerza legítima, con la balanza de la justicia— este verdadero poder de raigambre extralegal, entonces no es Estado ni es nada. Es cómplice. No cumple con su deber primordial de proteger a las ciudadanos. Porque ese otro poder aparte resulta en los hechos más fuerte que el poder institucional.
En el caso de los desaparecidos, en el de Digna Ochoa, en el de Polo Uscanga, en el del cardenal Posadas, en el de Luis Donaldo Colosio, se ha visto esta soterrada obstrucción de la justicia. Por alguna razón siempre hay “razones jurídicas”, argumentos de “lógica procesal penal”, invocaciones de la prescripción de los delitos. No falta un profesor de la Facultad de Derecho que salga a proclamar la prevalencia de la formalidad legal, cuando tantos crímenes se siguen cometiendo en México a nombre de la ley. Como si el último valor no fuera el de la justicia y la verdad.
La carga de la Brigada Blanca conoció una beligerancia infinita gracias a la impunidad de sus jefes: Luis Echeverría y José López Portillo, y la prepotencia de sus operadores: Fernando Gutiérrez Barrios y Arturo Durazo, mientras Miyasawa, Nazar Haro, Sahagún Baca, seguirán gozando, obviamente, de la inimputabilidad.
La historia sabe y más sabrá en el futuro porque la verdad siempre sale a la superficie, casi de manera natural, como en las leyes de la física. Algún día los estudiantes del análisis textual y de contenido, los discípulos de Roland Barthes y de Michel Foucault, los escritores que entiendan la malicia literaria de Leonardo Sciascia y aprendan a escribir libros según su estrategia expositiva, irán desmontando las relaciones de poder y de saber que se esconden detrás del informe del CNDH sobre desapariciones forzadas y del Informe de la investigación del homicidio del licenciado Luis Donaldo Colosio Murrieta, que ha publicado la PGR.
El reciente libro de Claudia Canales, El poeta, el marqués y el asesino (Ed. Era), es un ejemplo de que este análisis de historia judicial es posible y necesario, tanto como esclarecedores son los trabajos de Jacinto Barrera Bassols y de Rafael Ruiz Harrell. ¿Por qué? Porque estos autores y los buenos lectores de periódicos (que no son ingenuos) están conscientes de que, como escribía —otra vez, perdón— el siciliano Leonardo Sciascia, “Cada vez que te dan a entrever una verdad es porque ésta es necesaria para dar más fuerza a la mentira.”

El esqueleto que todos llevamos dentro

Vivo en la expresión facial del otro,
como lo siento a él vivir en la mía.

—Maurice Merleau-Ponty


En una pequeña nota publicada en El País el 4 de marzo me pude enterar de que un cirujano plástico español hablaba de la ya no improbable práctica de transplantar rostros humanos. De alguna manera la sensación que tuve fue que, una vez más, la vida imita al arte. ¿Qué sucedería si de pronto estoy en un café y entra, para mi desconcierto, un individuo con la cara de un amigo que murió hace unos meses?
¿Estoy soñando o me encuentro a la mitad de una película de Hitchcok, como aquella en la que a Henry Fonda lo confunden con un asesino que parece su clon?
Lo cierto es que el médico español, Francisco Gómez Bravo, hizo en Madrid una solicitud al Comité Asesor de Ética de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, de un permiso para realizar trasplantes de cara de cadáver. El cirujano hacía esta petición un día después de que las autoridades francesas rechazaran una similar porque según ellas todavía hace falta mucha experiencia para este tipo de operaciones.
Gómez Bravo, quien dirige la Unidad de Microcirugía Reconstructiva de la Clínica Ruber en Madrid, afirma que los tratamientos inmunosupresores (para evitar el rechazo) y el caso, publicado en 1998, de una mujer india a la que se le reimplantó su cara, demuestran que ya es posible hacer algo a favor de tantas personas que han perdido la cara por algún tipo de cáncer o por incendio.
El médico no tiene ningún caso a la vista, pero quiere estar listo. “He visto a pacientes que se operan decenas de veces cuando se queman la cara; el transplante podría ser una opción”, declaró. Y, claro, no sería algo de fácil consumación en el quirófano. Basta recordar la cantidad de músculos que tiene un rostro para configurar una sonrisa o un gesto de enojo. Basta considerar la compleja trama de nervios que entran en funcionamiento para revelar cariño o asombro.
El problema no sólo es de orden técnico. Es muy posible que la medicina de nuestro tiempo —cuando desde hace décadas se hacen ya transplantes de corazón, hígado, riñones— ya esté en condiciones de consumar este milagro. También es de dimensión simbólica el problema. O de estirpe literaria, si se quiere. Porque en el fondo, como en los trabajos del teatro universal clásico y contemporáneo, el asunto concierne al drama de la identidad personal. ¿Quién soy yo para mí mismo? ¿Soy el rostro reflejado, así sea invertido y no tal cual como en las fotografías, en el espejo? ¿Quién soy para los demás? ¿Cómo me ven los otros? ¿Es el rostro el espejo del alma?
Eduardo Monteverde, periodista y médico cirujano titulado, sostiene que el problema de la identidad se complica con los experimentos y metas del cirujano plástico Peter Butler, del Royal Free Hospital de Londres. Asegura que el trasplante de la cara es el único tratamiento efectivo para gente severamente deformada por quemaduras o cáncer.
En su columna quincenal, “La morgue de uranio”, que publica en un diario financiero de la capital, Eduardo Monteverde escribe:
“Aunque la operación pueda parecer repulsiva, según el cirujano, el rostro no será idéntico al del donador, pues habrá que modelar los músculos al cráneo de quien lo recibe, porque los huesos faciales son los que se encargan de la expresión. La cirugía supone quitar músculos y grasa del receptor, y colocar el rostro del donador que tiene que ser un cadáver fresco, a menos que exista un altruista en vida, lo cual parece muy remoto.”
“En nuestros días se pueden realizar injertos de piel en las lesiones de la cara, las que traumatizan con más facilidad a las víctimas, pero no se recupera el movimiento y el semblante aparece como una máscara: un rostro impenetrable y sin voluntad.”
Restituir los tenues mecanismos de los nervios que hacen posible el lenguaje de la ira, la risa y la tristeza, avanzar en la investigación de inmunodepresores para evitar el rechazo de la nueva faz, es lo que Butler está seguro de resolver en un futuro próximo.
Hoy abundan personas que portan corazones ajenos, pero hasta ahora no hay nadie que vaya por el mundo con el semblante de un muerto. Sin embargo, se habla también de otros transplantes que hacen pensar más en las invenciones de la literatura —en el Frankestein de Mary Shelley, por citar alguna obra— que en los aventuras reales y verificables de la cirujía moderna: el traslado de una cabeza a otro cuerpo, por ejemplo.
Sin pretender introducirnos en el mundo de lo macabro o de lo siniestro, Eduardo Monteverde nos dice que el doctor Robert White está empeñado en trasplantar cabezas humanas, sobre todo en pacientes cuadripléjicos —como pudiera ser el caso del actor (Superman) Christopher Reves— “en los que el cuerpo es un bulto inanimado”.
A un macaco, cuenta Monteverde, le cortaron la cabeza para ponerle la de un congénere. Venas, arterias y músculos fueron suturados y la cabeza apenas respiró, vio y olfateó. Le tiró una mordida al dedo enguantado del cirujano. El mono murió horas más tarde. Se consideró exitoso el experimento, y un paso adelante hacia los transplantes de cabeza, pero para ciertos científicos fue fraudulento porque no fueron unidos los nervios ni la médula espinal.
¿Se cambia el cuerpo o se troca la cabeza? ¿Yo soy mi cuerpo o mi identidad (mi yo) está en la cabeza? Por lo visto la integridad de nuestro esqueleto —pieza única— ya no es ningún obstáculo para la maravillosa y fantástica locura de la ciencia contemporánea.

Cardiograma de Tenochtitlán

Don Luis González, autor de Introducción a la microhistora, tituló “Cardiograma de Michoacán” una conferencia que dio ante un grupo de cardiólogos. La imagen, como todas las metáforas que usa un historiador con estilo literario, sugiere la presencia de un ser vivo al que se le puede tomar el pulso. La ciudad física permanece y sus habitantes, con el paso de las generaciones, van cambiando. Hay un momento, sin embargo, en que conviven los que se están yendo y los que están llegando, como en una suerte de cross fading, de disolvencia cinematográfica, para refrendar que la ciudad tiene el corazón de su ciudadanos.
“Las ciudades son su gente y esa gente necesita, al evocar el imaginario de la ciudad, los referentes de su memoria interiormente visualizada”, dice Manuel Vázquez Montalbán. “Las ciudades necesitan tener orgullo porque no son entidades abstractas u orografías artificiales construidas contra el cielo en busca del skyline.”
Roland Barthes, que en todo veía sistemas de signos, entendía a la ciudad como discurso. Vamos por sus calles y las leemos. No sólo leemos sus letreros espectaculares. Leemos su inmoviliario y su basura, su estado de ánimo, su cordialidad o su agresión. Ese discurso es en realidad un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros le hablamos a nuestra ciudad, al habitarla, al atravesarla, porque es el lugar de nuestro encuentro con el otro, el punto de reunión.
Difícilmente podríase fijar la vista en un lugar desprovisto de algún anuncio publicitario. Hasta los autobuses vienen y van forrados de propaganda. Las casetas telefónicas ostentan la publicidad de Telmex. Los peloteros de la Liga Mexicana de beisbol llevan en sus uniformes de payasos los logotipos de Mexicana o de Bancomer. No hay futbolista que no juegue con la Coca Cola, la Corona, la Victoria, la Sol en el pecho. No se sabe ya a qué equipo pertenecen porque todos parecen de la Coca o de la Corona. En el país de la libre empresa serían inimaginables los Yanquis de Nueva York asumiendo como honrosa esta veleidad de los comerciantes. No se lo permitirían a sí mismos ni el público lo vería sin rubor. Las transmisiones de las Olimpiadas antes que nada, y sobre todo, han sido un fenómeno publicitario. Una verdadera orgía de la publicidad y su tiranía.
Y es que no hay esquina sin letreros, el menos en la ciudad de México (aunque un día vi un pueblo de Campeche totalmente pintado de azul, el azul de la Pepsicola, de la cual era accionista el gobernador) que es sin duda la metrópoli con más espectaculares del mundo. Ni siquiera Nueva York, la capital del capitalismo, la sede de los negocios en serio y de la banca mundial, se permite en sus calles tal profusión de esos anuncios que los publicistas llaman “espectaculares”. ¿Por qué?
Porque hay un gobierno que dirige la comunidad y una sociedad civil que no permite que le degraden su ciudad en aras de los caprichos de los comerciantes incapaces, allá, de sobornar a las autoridades.
Desde la legalidad del Estado no se ha podido con la trama de millonarios intereses que se va tejiendo entre las agencias de publicidad y los arrendadores de espacios, que pagan cualquier cosa a los dueños de las casas y de los edificios, y revenden —ganancia fácil— en mucho más dinero su espacio abrumador.
Los espectaculares proliferan, se multiplican a un ritmo frenético y se nos imponen a fuerzas. Son inevitables. Violentan nuestro libre albedrío. Tenemos que verlos sin remedio. No tenemos alternativa. Por eso son una ofensa. Así lo ha denunciado el arquitecto Salvador Aceves, pero en México de nada sirve la protesta civil ante la bomba publicitaria.
En casi todos los tramos del anillo periférico del sur capitalino el automovilista puede ver, a golpe de vista, por lo menos nueve anuncios al mismo tiempo. La saturación, el desconcierto y la confusión de los mensajes se vuelven una agresión cotidiana contra el espectador. Se compiten entre sí las imágenes y uno se pregunta cuál podría ser su eficacia. Aparte del racismo propio de los publicistas mexicanos —que sólo ponen a personajes anglosajones en sus anuncios, destacadamente los de El Palacio de Hierro— y sin contar los estúpidos slogans tan ideologizados y degradantes para la mujer cuando se trata de vender brasieres y pantaletas, lo preocupante por ahora es la profusión de los anuncios que no tiene límites. Como si no existiera la autoridad. Como si no hubiera Estado. Hasta ellos mismos, los publicistas, deberían darse cuenta de que sus mensajes pierden toda eficacia cuando el bosque no deja ver los árboles. Pero se trata de la lógica comercial, la lógica del dinero. Y la saturación no importa, aunque con ello el publicista engañe a su propio anunciante.
En el sur de California y en la autopista que va de San Diego a Tijuana sólo puede verse un anuncio espectacular cada sesenta millas. ¿Por qué? Porque hay un gobierno en el condado de San Diego y su principal argumento, su justificación de la ley, es que los anuncios distraen a los automovilistas. En el periférico se inaugura una gran pantalla televisiva para más imágenes. No tienen límite. Con su presencia los anuncios envilecen los paisajes naturales y ya no se pueden ver las estribaciones del Ajusco, del cerro de Xochitepec, del Tehutli y del Popocatépetl.
Por si tal hostilidad fuera poca, los traficantes de los espactaculares han llegado al colmo de talar árboles para que se vean sus esperpentos. Estos ecocidas depredadores mutilan impunemente árboles de treinta o cuarenta años hasta dejarles unos cuantos muñones. Y siempre con la complicidad de las delegaciones, sean del PRI o del PRD.
Basta ver lo que queda de los grandes cedros sembrados ya adultos en 1967 frente a la sala Ollín Yolistli o los cientos de fresnos, álamos y pirules que desde allí, hasta la calzada México-Xochimilco, han sido martirizados. Es inaceptable el despojo del espacio visual y el envilecimiento del paisaje que cometen estos vándalos del espacio público.
¿En manos de quiénes está la ciudad: de los comerciantes o de las autoridades legalmente electas? Tenemos que educar a nuestros publicistas y a nuestros gobernantes para que entiendan que existe lo que se llama el bien común.
El problema de la criminalidad no es menos trágico. En la gran Tenochtitlán se reproduce, tanto como en cualquier ciudad de los Estados, la mímesis entre policías y delincuentes. El poder policiaco tiene el control de las calles. Los agentes no obedecen a sus superiores y conforman una instancia autónoma del delito. La mejor forma de delinquir es con el uniforme azul oscuro, la pistola reglamentaria, el chaleco antibalas y la patrulla que sirve de cárcel clandestina y rodante para secuestrar, extorsionar y robar (o matar).
La colusión policiaca con el hampa organizada y desorganizada equivale a una toma cotidiana de la ciudad. Y ése ha sido el problema eterno del Estado mexicano: el de la policía como un poder aparte.
La lucha contra la criminalidad, sea la del alcalde Giuliani en Nueva York o la del procurador Giovanni Falcone en Palermo, es algo que en nuestro tiempo tiene una mayor dimensión que en el pasado. Lo que llegó a conocerse en Nueva York como la estrategia de la “tolerancia cero” no significó sólo la intransigencia policiaca –revisar en la computadora los antecedentes de quienes cometían faltas menores, como saltarse la puerta del metro para no pagar el boleto— sino que se caracterizó también por tomar la iniciativa contra al crimen y no obrar a la defensiva. No bastaba poner casetas de policías en los suburbios del Bronx, Brooklyn, Queens o a lo largo de Manhattan. Había que ponerle cuatros a los criminales. El índice de delincuencia bajó notablemente y Nueva York dejó de ser una ciudad tan peligrosa como Washington o Detroit. (Léase el ensayo “Can you believe the New York miracle?”, de James Lardner, en The New York Review of Books Review del 14 de agosto de 1997.)
Para bien o para mal la ciudad de México no es como las ciudades norteamericanas. Es un laberinto de laberintos y zonas ciegas, puntos muertos para la incursión policiaca. Es una asamblea de ciudades, dice Juan Villoro, tan megalópolis que nadie sabe cuántos habitantes tiene exactamente.
No importa que el gobierno de la ciudad sea del PRI, del PAN o del PRD: hay una estructura criminal, una cadena de sobreentendidos entre delincuentes, empresarios, empleados públicos, funcionarios, agentes del Ministerio Público y jueces, que no hace nada fácil la gobernabilidad. Un jefe de delegación no puede imponer su autoridad ni para cerrar una fonda ilegal y “amparada” en la colonia Condesa. En Polanco la mafia de los “antros” desgarra los sellos de clausura y se muere de la risa para volver a abrir esa misma noche. En la Tesorería se ha llegado al colmo histórico (como en ningún otro país) de que los empleados se roben los impuestos.
En otros estratos de la sociedad capitalina, los mismos a los que se refería Luis Buñuel en Los olvidados (1950) y comparecen de nuevo en la estupenda película Amores perros, la criminalidad de barrio y de madrugada apenas completa el cuadro. Y Amores perros, como dice el fotógrafo Héctor González, es apenas un fotograma del infierno que se vive en buena parte del DF.
Ya no podemos pensar igual del paseo de la Reforma ni de la avenida Juárez, ni de ningún otro enclave de esta megalópolis dipersa y fragmentada, esta alfombra sin fin compuesta de retazos que se nos desgaja e inunda -las lluvias dejan saldos de decenas de muertos y viviendas derrumbadas- o se nos desmorona como en 1985 y que sin embargo, y a pesar de todo, resucita y palpita como polis durante las marchas del México civil, como la que se reorganiza cada 2 de octubre, cuando pensamos en nuestros muertos.
En 1968 la ciudad de México tenía ocho millones de habitantes. Y había tranvías. Íbamos por la ciudad y la leíamos como un libro. Desgajada por el agua, dentro de veinte años no es improbable que se quede sin agua, que ya, paradójicamente, empieza a faltar en los amasijos proliferantes de las afueras. Los búnkers de las calles encadenadas en las zonas residenciales, las pandillas, las colonias zonas de guerra, los asaltos nocturnos, la desolación de Tlatelolco, la noche vacía de Insurgentes Sur, nos recuerdan a cada paso que habitamos una ciudad deshumanizada, sin “acontecimientos espaciales”, privada de comunicación arquitectónica, un “campo lacónico”: el de la soledad.
Leemos la ciudad durante la marcha del 2 de octubre y reconocemos sus lugares, el Zócalo, San Ildefonso, la Ciudadela, la Plaza de Santo Domingo, el casco de Santo Tomás, Tlatelolco. A cada paso nos encontramos con los signos de la memoria y con los que fuimos hace treinta años.
Al recorrerla recordando a nuestros muertos no sólo recuperamos la esperanza: también los mitos, el México civil, los lagos, los cerros, el Popo, el Izta, el Ajuzco, las grandes coordenadas y los referentes históricos en que ha pensado el arquitecto Mario Schejtnan para refundar Tenochtitlán.
En uno de sus cuentos escribía Nicolás Gogol. “A nada puede compararse la Perspectiva Nevski, por lo menos en San Petersburgo.” Gogol hace el canto de la algarabía urbana: la perspectiva (o la avenida) Nevki como espacio público tomado y utilizado por los ciudadanos. Recrea la vida de ese corredor, desde el amanecer hasta la noche. La describe como un pregonero de carnaval e inventa uno de los géneros fundamentales de la literatura moderna: el romance de la rúa urbana, en el que la misma calle es la muchacha de la película. Quién sabe de cuantas ciudades del mundo podría decirse lo mismo.
El Paseo de la Reforma y la avenida Juárez, al perder su señorío y a sus caminantes, son cada vez mas distintos a los Campos Elíseos o el Paseo de la Castellana. Con el terremoto de 1985 la avenida Juárez quedó como una de las ruinas del campo que miraba Juan Rulfo en sus fotografías, un paisaje desolador y evacuado, sin vida. El centro se desplazó a las periferias, a las otras ciudades que van empalmándose en la cebolla urbana.
Ciertamente vivimos en varias ciudades que están adentro de la gran ciudad. Nos inventamos nuestra ciudad personal; escogemos —quienes podemos, privilegiados— ciertas zonas, nos movemos en unas cuantas colonias, las que nos caben en nuestro deambular diario. Pero ya no es una ciudad como lo era antes. El concepto mismo de ciudad se ha transformado y en esta, cuyo número de habitantes nadie puede establecer con exactitud, se ha perdido el centro en el que convergían todos, como en la ciudad del siglo XIX, como en San Petersburgo, Puebla, el barrio chino de Barcelona. Cuando decimos Los Angeles —donde los ciudadanos sin automóvil se consideran baldados— no nos estamos refiriendo a lo que se entendía antes por ciudad.
A lo largo de los últimos ciento cincuenta años el marco semántico de la palabra ciudad, desde el momento en que se produjeron las grandes expansiones metropolitanas, ha ido ensanchándose. La ciudad hoy en día es un término anómalo, aplicable sólo a la cultura preindustrial, y hace mucho que quedó desplazado por el dominio de lo urbano. “¿Acaso podemos seguir pensando en la ciudad de México —con sus aproximadamente veintidós millones de habitantes, una población mayor que la de los Países Bajos— como en una civitas?”, se pregunta el arquitecto Richard Ingersoll. La ciudad ha sufrido un proceso de dispersión y de fragmentación.
Más bien habitamos un “campo lacónico”, es decir, una ciudad difusa “repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica”, como la Laconia de la edad ateniense que no necesitaba murallas porque, como decía Tucídides, “sus soldados eran sus murallas”. La “ciudad de los palacios” quedó olvidada en el centro y a partir de allí, de manera centrífuga, Tenochtitlán se parece mas a Teherán que a París.
Esos amasijos proliferantes carecen de correspondencia visual o social y ni siquiera son contemplables desde la velocidad del automóvil. “En un montaje de este tipo, tiempo real y espacio real sufren un proceso de fragmentación y de ensamblaje similar al que produce el montaje en el cine”, dice Ingersoll. “En la ciudad, la velocidad del automóvil crea para el pasajero una ruptura similar del tiempo y del espacio, que tiende a desestabilizar las jerarquías formales y la continuidad del escenario urbano.”
Con todo y eso, la idea de ciudad, especialmente la de la polis griega, vuelve a estallar como una necesidad cultural y política. Es necesario pensar en el espacio público y definir una política de parques, paraderos, plazas y anuncios publicitarios. No hay hoy un concepto de la plaza pública. El proyecto de humanización del zócalo —que todos atraviesan a la carrera como si se tratara de un campo lacónico temiendo que a un guardia presidencial se le escape un tiro— no iba a costar más de l50 millones de pesos. Se alborotó al gremio de los arquitectos, se convocó a un concurso, y de desechó el plan en aras de la discontinuidad administrativa y en favor de proyectos más urgentes para la mayoría desposeída.
En Barcelona, antes de las Olimpiadas, el arquitecto Oriol Bohigas dirigió la construcción de diez plazas más. En Río de Janeiro está en marcha un proyecto de quinientas placitas en los barrios más apartados. Y, por otra parte, tal vez no podemos todavía aspirar a un sistema de señalización como el de París, que funciona como un relojito, pero sí deberíamos empezar a pensar bien en las flechas y en los mapas que podrían ubicarnos en cada barrio. Para un turista o alguien venido de los estados orientarse en la ciudad de México es una verdadera tortura, un laberinto de orden kafkiano. Parecería que hay algo en la mentalidad mexicana que le impide una lógica elemental de señalización. Hay que haber nacido en los alrededores del monumento a la Raza para no perderse en su caos.
No todo ha sido en vano, sin embargo. Uno de los programas más exitosos, por la participación de los ciudadanos que han dejado de circular un día a la semana, ha sido el de abatir en un buen porcentaje el índice de contaminación. Pero habría que tener una preocupación semejante en lo que toca al uso del espacio público. ¿Por qué no ordenar lo que tenemos? ¿Por qué no abrir más plazas? Si la polis ya no es posible en el centro ¿por qué no multiplicarla en cada uno de los barrios?

Los trovadores norteños

El tecatense José Manuel Valenzuela Arce, sociólogo, investigador de El Colegio de la Frontera Norte en Tijuana, muy reconocido también por sus estudios sobre los cholos, ha concentrado en su libro Jefe de jefes todo lo que ha alcanzado a investigar sobre la épica de la droga: sobre el corrido del Norte, sus fantasías, sus críticas sociales, sus denuncias, sus amarguras y sus algarabías. Porque no todo es tragedia en los avatares narcotraficosos. Aparte del miedo y del constante vivir a salto de mata y con el Jesús en la boca, también hay intensidades y alegrías en estas aventuras extralegales y subversivas. Hay respecto a las instituciones sociales establecidas una burla y una irreverencia que hacen de los trovadores una especie no justipreciada aún por su anarquismo.
Como toda expresión popular y espontánea, el corrido norteño está cargado de significaciones inconscientes y simbólicas al mismo tiempo que refleja una cierta visión del mundo y de los valores más arraigados en la sociedad mexicana de la frontera septentrional. Parece haber tenido sus orígenes en el romance español —según documenta el investigador desde San Antonio del Mar, Baja California– y que al ir evolucionando incorporó el uso del acordeón que en el siglo XIX trajeron los húngaros y los alemanes al sur de Texas, aparte de la redova, el bajo sexto y la guitarra. Con el paso de los años, fueron Los Alegres de Terán —que desde los años 40 ejercieron entre el norte tamaulipeco y el sur texano— quienes consiguieron que cuajara la combinación de voces y música norteñas. Y todavía no han sido superados. Ni por los Tigres, ni por Ramón Ayala, ni por los Cadetes.
El corrido recrea los mitos y las leyendas, expresa las frustraciones y las ilusiones de las clases subalternas, sus héroes y sus leyendas, y a lo largo del quehacer histórico social compite con otras manifestaciones artísticas por la memoria popular. Porque es un registro, un noticiero, una prensa popular, una relación de los hechos (como se vio durante la Revolución mexicana), y también una denuncia de las injusticias que el poder solapa en la prensa y en los medios audiovisuales, sus alcahuetes.
La noción de “bandolero social”, en la connotación que le da Eric Hobsbawm, alcanza a entreverse en esta épica de la droga, junto con los rasgos regionales —y machistas: la bravuconería, el juego con la muerte, la utilización abusiva de la mujer— que establecen la identidad a partir de una pertenencia étnica en convivencia diaria con la población anglosajona. Es decir, con los primos del Norte.
La tradición de los trovadores, el impacto del narcotráfico en la vida cotidiana y en las relaciones familiares, el encerramiento cultural de las comunidades ágrafas donde ningún periódico es legible, el analfabetismo como constante entre las poblaciones campesinas y mineras, han hecho de la comunicación oral del corrido el medio informativo más importante. Vuelta a la oralidad. Vuelta a la narrativa primigenia.
Su función esencial es la narración del hecho, luego su musicalización. Así, intérpretes y cantantes no sólo inventan héroes sin distinguir entre policías y contrabandistas, no sólo alardean del poder que da la droga y sus relaciones con representantes del Estado: también advierten de sus peligros y del absurdo que significa una vida bajo tensión, corriendo de un lado a otro, sin dormir, cuidándose las espaldas. También se ocupan de agravios sociales nunca resueltos, como el asesinato de figuras populares, o de un tribuno de la plebe, como el periodista tijuanense-sinaloense Héctor Félix Miranda, El Gato, asesinado por los guardaespaldas de Jorge Hank Rhon en 1988. Ya hace quince años.
No sabrán muchas cosas, pero los compositores de corridos —que en muchos casos nunca llegan a los discos ni a la radio y sólo se cantan en cantinas y en la sierra— sí saben muy bien cómo está el abarrote: saben de las redes de complicidades, saben que esas redes las tienden los policías y los políticos, los banqueros y los miembros del ejército, los empresarios y los jueces, que nunca van a perseguir a los chacas, a los pesados, a los jefes de jefes. Hacen como que vigilan, pero no ven nada. Mucho arrancón, mucho arrancón… pero en neutral.
Todo el mundo está metido en el ajo. Y entre menos escándalos y decomisos haya, entre más silencioso transcurra, mejor está el negocio y tutti contenti. “Los pinos me dan su sombra. Mi rancho, pacas de a kilo”, cantan Los Tigres del Norte.
Al incorporarse a la economía criminal, por el exterminio del campo como fuente laboral y la falta de agua (las presas del Oviachic y del Mocúzari se están secando), miles de jóvenes prefieren jugarse la vida en las aventuras del narcotráfico y al trabajar, al pasar por un retén, al acercarse a la frontera, se bajan el miedo con coca o con mota. Pero también se divierten y se mueren de la risa; se van a comprar botas y ropa y sombreros de Marlboro al otro lado, luego vuelven en sus picaps nuevecitas y celebran con la tambora y la redova. Y contra lo que podría suponerse, por la deificación del consumo y la homogenización globalizada, todavía hay una resistencia cultural: la de esos cientos de miles de jóvenes que prefieren el corrido y la cumbia y no tanto la balada almibarada o el rock and roll pesado y, mucho menos, el country texano.
Los corridos, pues, para no hacerles el cuento más largo y como también secunda el sociólogo culiacanense Luis Astorga, vienen siendo
“una especie de memoria histórica, códigos de orientación ética para quienes se dedican a esta actividad… narran sus epopeyas y las luchas entre los héroes y los villanos, categorías que no corresponden a las de las versiones gubernamentales”.

Los pensamientos de la noche

A veces me da la impresión de que lo que hacían los ensayistas clásicos —los ingleses Francis Bacon y William Hazlitt, o el francés Michel de Montaigne, por ejemplo— eran artículos semejantes a los “textos de escritor” como los que ahora tienen cabida en la prensa europea. No son disquisiciones críticas e informadas sobre la “realidad” política más inmediata a la manera de los cada vez más numerosos “analistas políticos”. Se trata más bien de reflexiones de interés permanente, tan válidas hoy como en el pasado, que se plantean qué es la soledad, el amor, la muerte, la amistad, el paso del tiempo, el envejecimiento, el perdón, la locura, el miedo, la traición, el poder, la envidia. Y así resulta que el autor de estos breves ensayos viene siendo el articulista más libre de todos porque ningún tema se le impone y escribe sobre lo que le da la gana, según su estado de ánimo la tarde de la semana en que le toca enviar su colaboración a su periódico o a su revista.
Pienso por ejemplo en Jorge Ibargüengoitia, a quien le gustaba llevar personalmente su artículo a Excelsior todos los lunes a mediodía. A salir de Reforma 18 y caminar por el Paseo, decía, lo que más le hacía gracia era darse cuenta de que mientras los demás empezaban su semana de trabajo él terminaba la suya a la una de la tarde del lunes. E Ibargüegoitia escribía sobre lo que se le antojaba, aunque no tuviera nada que ver con la actualidad. Es lo que hacen en la última página de El País Javier Marías, Maruja Torres, Juan José Millás, Rosa Montero, Eduardo Mendoza, Manuel Vicent o Félix de Azúa.
El articulista que evade la realidad, pues, se pone a bordar en torno cierta cuestión que en ese momento le inquieta. Si quiere razonar sobre la envidia lo primero que hace es asomarse al diccionario y corroborar que la palabra deriva del latín “invidere”, es decir, mirar con malevolencia: “Padecimiento de une persona porque otra tiene o consigue cosas que ella no tiene o no puede conseguir.”
Puede también acudir a un diccionarios de citas y recoger que para Esquilo en el Agamenón, “el que no envidia no es envidiable”. Y lo que para William Hazlitt era “la más universal de las pasiones”, para muchos de nosotros es el dolor por el bienestar ajeno. La envidia, según el doctor Samuel Johnson, se manifiesta en la impunidad. No se necesita ni mucho trabajo ni mucho valor para sembrar la sospecha, diseminar el escándalo, inventar calumnias. No es difícil para el autor de una mentira, por inofensiva que sea, tirar la piedra y esconder la mano. De poco esfuerzo requiere la infamia para ponerse en circulación.
Lo que más despierta la envidia, pensaba Francis Bacon en 1625, es que alguien apocado y gris de pronto destaque. Nadie se esperaba que triunfase, pero de repente tiene una buena tarde y triunfa. La envidia tiene un poder vehemente irrefrenable y se transforma fácilmente en fantasía.
Créese asimismo —y las creencias son más difíciles de extirpar que las ideas o las ideologías— que hay pueblos más envidiosos que otros. Que a nosotros los mexicanos la envidia nos viene de los españoles y los árabes, que los italianos no son tan envidiosos, y que en Estados Unidos o Inglaterra le envidia es muy leve o casi inexistente: allí le celebran a uno sus triunfos. ¿Pero quién podría asegurarlo? La cosa es más digna de juzgarse por individuos que por nacionalidades o por geografías. Hay ejemplos personales para todos los gustos.
Una vez a mi amigo el pintor Arnaldo Coen, mientras viajaba en avión rumbo a Israel, un compañero de viaje (uno de los hombres más ricos de México y que no era Carlos Slim) le contó un chiste que pretende ilustrar el tema de la envidia entre los mexicanos.
—Mira —le dijo—. Un multimillonario les dice a dos mexicanos que le pidan lo que cada uno quiera: un millón de dólares, un rancho enorme en la Huasteca, un edificio en Manhattan. Pero con una condición: al otro se le dará el doble. “Pero ¿por qué?”, se queja uno de los mexicanos. “¿Por qué a él el doble? ¿Dos millones, dos ranchos, dos edificios?” Así es. Entonces el mexicano que está a punto de decidir se angustia, se hace bolas, y se toma un tiempo para pensarlo. Finalmente se decide y expresa su mayor deseo: “Sácame un ojo.”
¿Pero qué podría decir el escritor de artículos sin valerse de las citas? ¿Qué es lo que le dice su propia experiencia, de atreverse a no apoyarse en ideas ajenas?
En primer lugar que le envidia es irreprimible. Es algo, como el deseo, como el instinto, que no se puede conjurar. Luego entonces no es reprochable porque no depende de uno: no es gobernable por su voluntad.
A media noche, en la madrugada, a la hora del lobo, lo invaden pensamientos que los chinos llaman lagarto. Especialmente para el insomne los pensamientos de la noche vienen cargados de envidia. Piensa uno en sus amigos, en el que gana más dinero, el que obtiene más placer, el que se ha hecho de mayor fama, el que goza de mayor prestigio literario o de más poder.
Es una emoción que le acomete e invade pero de inmediato la reprime y la cancela. Si para algo uno está educado es para no permitir que ese malestar por la felicidad ajena lo autorice a agredir al envidiado. ¿Por qué? Porque ese sentimiento tan ilegítimo como injusto resulta al amanecer irreclamable, irreprochable e indigno de culpa o de autocompasión. Porque le envidia depende, en última instancia, del sistema nervioso autónomo, del cerebro reptil, de los resabios más ancestrales de la supervivencia.

Los huesos de Juárez

Libro que parte el alma, Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, tiene como tema sustancial la justicia. Se refiere a la impunidad, la complicidad, el encubrimiento de los asesinatos de mujeres jóvenes y pobres de Ciudad Juárez, Chihuahua, a lo largo de los últimos años.
Más que con informaciones, uno sale de la lectura del libro con una variedad de emociones: vergüenza, miedo, indignación, tristeza, impotencia, coraje. Porque lo que queda de manifiesto es que el Estado mexicano hasta ahora ha sido impotente para combatir al poder criminal. Parece haber sido rebasado, irretroactivamente, también, por el poder policiaco. Y parece estar, para engaño de todos, dándole vueltas a una batalla perdida de antemano.
Pero no es que las informaciones sean escasas o inocuas. Todo lo contrario: constituyen el nervio mismo del relato. Según las versiones oficiales, están ya resueltos en un 80 por ciento los más de 300 homicidios cometidos contra mujeres en Ciudad Juárez durante la última década y presos los culpables. Sin embargo, como hace ver la extraordinaria investigación periodística de Sergio González Rodríguez, con el paso del tiempo cada vez más de amplía el universo de dudas.
Lo que hace un escritor, gracias a su educación literaria, es establecer conexiones. Sabe relacionar unos hechos con otros, unos personajes con otros, unas afirmaciones con otras contradicciones, hasta tender un hilo de concatenaciones. Sabe también descubrir las omisiones, las ausencias, los ocultamientos. Y así ha procedido el autor de Huesos en el desierto para permitirnos vislumbrar una verdad que se ha extraviado en los archivos judiciales y que el gobierno de la República no ha querido reconocer.
Podía tratarse, según la acumulación de criterios y opiniones de los criminólogos, como las del norteamericano Robert K. Ressler, asesor de la película El silencio de los inocentes, de más de uno asesino serial. O, como resume González Rodríguez: "Sería el producto de una orgía sacrificial de cariz misógino, a cuyas víctimas se busca y elige en forma sistemática (en calles, fábricas, comercios o escuelas) en un contexto de protecciones y omisiones de las autoridades mexicanas durante la última década. En especial, sus policías y funcionarios judiciales, que cuentan con el respaldo de un grupo de empresarios del mayor poder económico y criminal en todo el país."
Ciudad Juárez, el antiguo Paso del Norte, la primigenia misión de Nuestra Señora de Guadalupe, cuenta con más de 1,217,818 habitantes, más de los que tiene Tijuana. El 40 por ciento vive en condiciones de pobreza extrema y cada día aumenta su población en 300 personas que vienen a trabajar en las maquiladoras o a cruzar hacia "el otro lado" pero se quedan. En su esfuerzo por dilucidar una historia cultural y política, el autor se remonta a los tiempos más remotos —cuando el país fue cercenado, hacia 1848— y a los de hace unos cincuenta años. Como en Tijuana, la Ley Seca en Estdos Unidos (1919-1933) "arrojaría al sur de la frontera a los prófugos de las restricciones y el crimen organizado". Ciudad Juárez, como Tijuana, creció gracias al turismo, el comercio y los flujos migratorios. "Durante la Segunda Guerra Mundial, los militares de la base de Fort Bliss, Texas, explayaron en la ciudad mexicana sus horas de relajamiento." Se vivían tiempos de triunfalismo bélico. La economía de guerra propiciaba la derrama de dólares que "se barrían con escoba", y la cultura habanera se transfiguraba en los cabarets. Se oía música de Glenn Miller, Agustín Lara, Cole Porter y Germán Valdés, Tin Tan, triunfaba en los centros nocturnos, contemporáneo de los pachucos de pantalones bombachos y tacones a la cubana.
México: país frontera. Todas sus ciudades experimentan ahora el fenómeno de la fronterización. Todo el tronco nacional parecer haberse trocado en frontera. La condición fronteriza ya no está sólo en la franja: también se vive en las ciudades de sur y en la Capital, mientras que las ciudades propiamente de la frontera, como escribiría Barry Gifford, "se asientan en un territorio indeciso entre algo y nada".
La estructura de la argumentación literaria, la hipótesis que no procede según las "pruebas" del alegato judicial sino más bien mediante proposiciones, sugerencias, insinuaciones, confirma cuánto ha crecido Sergio González Rodríguez como escritor. También sus descripciones son certeras y enriquecen la amenidad de la estremecedora narración: "A pesar de la luminosidad celeste que cae sobre el desierto, la urbe fronteriza luce pálida, aquí y allá descolorida. Algún reflejo metálico y un color restallante rompe la monotonía: la potencia solar y el polvo tienden una pátina cruda sobre las avenidas, las azotes, el cristal de las ventanas, las láminas de zinc y los vehículos".
Son muchísimas las impresiones que se quedan en la memoria del lector. Y no son menos las reflexiones. Ni siquiera se atreve uno a transcribir literalmente el lenguaje criminológico de los patólogos, como el del doctor David Trejo Silecio que encuentra un patrón en el desnucamiento de las víctimas y sus convulsiones en el momento cumbre de la violación.
Piensa uno asimismo que el dilema crucial del país sigue siendo el desastre de la justicia. El Estado mexicano aún no ha podido resolver el problema de la policía. Siente uno además que vive en un país ilegal, que la legalidad instaurada por el gobierno de Juárez en el siglo XIX también se ha ido a la tumba con las muchachas de Ciudad Juárez.

Los huesos de Juárez

Libro que parte el alma, Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, tiene como tema sustancial la justicia. Se refiere a la impunidad, la complicidad, el encubrimiento de los asesinatos de mujeres jóvenes y pobres de Ciudad Juárez, Chihuahua, a lo largo de los últimos años.
Más que con informaciones, uno sale de la lectura del libro con una variedad de emociones: vergüenza, miedo, indignación, tristeza, impotencia, coraje. Porque lo que queda de manifiesto es que el Estado mexicano hasta ahora ha sido impotente para combatir al poder criminal. Parece haber sido rebasado, irretroactivamente, también, por el poder policiaco. Y parece estar, para engaño de todos, dándole vueltas a una batalla perdida de antemano.
Pero no es que las informaciones sean escasas o inocuas. Todo lo contrario: constituyen el nervio mismo del relato. Según las versiones oficiales, están ya resueltos en un 80 por ciento los más de 300 homicidios cometidos contra mujeres en Ciudad Juárez durante la última década y presos los culpables. Sin embargo, como hace ver la extraordinaria investigación periodística de Sergio González Rodríguez, con el paso del tiempo cada vez más de amplía el universo de dudas.
Lo que hace un escritor, gracias a su educación literaria, es establecer conexiones. Sabe relacionar unos hechos con otros, unos personajes con otros, unas afirmaciones con otras contradicciones, hasta tender un hilo de concatenaciones. Sabe también descubrir las omisiones, las ausencias, los ocultamientos. Y así ha procedido el autor de Huesos en el desierto para permitirnos vislumbrar una verdad que se ha extraviado en los archivos judiciales y que el gobierno de la República no ha querido reconocer.
Podía tratarse, según la acumulación de criterios y opiniones de los criminólogos, como las del norteamericano Robert K. Ressler, asesor de la película El silencio de los inocentes, de más de uno asesino serial. O, como resume González Rodríguez: "Sería el producto de una orgía sacrificial de cariz misógino, a cuyas víctimas se busca y elige en forma sistemática (en calles, fábricas, comercios o escuelas) en un contexto de protecciones y omisiones de las autoridades mexicanas durante la última década. En especial, sus policías y funcionarios judiciales, que cuentan con el respaldo de un grupo de empresarios del mayor poder económico y criminal en todo el país."
Ciudad Juárez, el antiguo Paso del Norte, la primigenia misión de Nuestra Señora de Guadalupe, cuenta con más de 1,217,818 habitantes, más de los que tiene Tijuana. El 40 por ciento vive en condiciones de pobreza extrema y cada día aumenta su población en 300 personas que vienen a trabajar en las maquiladoras o a cruzar hacia "el otro lado" pero se quedan. En su esfuerzo por dilucidar una historia cultural y política, el autor se remonta a los tiempos más remotos —cuando el país fue cercenado, hacia 1848— y a los de hace unos cincuenta años. Como en Tijuana, la Ley Seca en Estdos Unidos (1919-1933) "arrojaría al sur de la frontera a los prófugos de las restricciones y el crimen organizado". Ciudad Juárez, como Tijuana, creció gracias al turismo, el comercio y los flujos migratorios. "Durante la Segunda Guerra Mundial, los militares de la base de Fort Bliss, Texas, explayaron en la ciudad mexicana sus horas de relajamiento." Se vivían tiempos de triunfalismo bélico. La economía de guerra propiciaba la derrama de dólares que "se barrían con escoba", y la cultura habanera se transfiguraba en los cabarets. Se oía música de Glenn Miller, Agustín Lara, Cole Porter y Germán Valdés, Tin Tan, triunfaba en los centros nocturnos, contemporáneo de los pachucos de pantalones bombachos y tacones a la cubana.
México: país frontera. Todas sus ciudades experimentan ahora el fenómeno de la fronterización. Todo el tronco nacional parecer haberse trocado en frontera. La condición fronteriza ya no está sólo en la franja: también se vive en las ciudades de sur y en la Capital, mientras que las ciudades propiamente de la frontera, como escribiría Barry Gifford, "se asientan en un territorio indeciso entre algo y nada".
La estructura de la argumentación literaria, la hipótesis que no procede según las "pruebas" del alegato judicial sino más bien mediante proposiciones, sugerencias, insinuaciones, confirma cuánto ha crecido Sergio González Rodríguez como escritor. También sus descripciones son certeras y enriquecen la amenidad de la estremecedora narración: "A pesar de la luminosidad celeste que cae sobre el desierto, la urbe fronteriza luce pálida, aquí y allá descolorida. Algún reflejo metálico y un color restallante rompe la monotonía: la potencia solar y el polvo tienden una pátina cruda sobre las avenidas, las azotes, el cristal de las ventanas, las láminas de zinc y los vehículos".
Son muchísimas las impresiones que se quedan en la memoria del lector. Y no son menos las reflexiones. Ni siquiera se atreve uno a transcribir literalmente el lenguaje criminológico de los patólogos, como el del doctor David Trejo Silecio que encuentra un patrón en el desnucamiento de las víctimas y sus convulsiones en el momento cumbre de la violación.
Piensa uno asimismo que el dilema crucial del país sigue siendo el desastre de la justicia. El Estado mexicano aún no ha podido resolver el problema de la policía. Siente uno además que vive en un país ilegal, que la legalidad instaurada por el gobierno de Juárez en el siglo XIX también se ha ido a la tumba con las muchachas de Ciudad Juárez.

El palacio y la plaza

Cuando Pier Paolo Pasolini hablaba de “hacerle un proceso a Palacio” se refería a la necesidad de entablarle un juicio político a la clase dirigente italiana. Asimilaba el lugar con sus habitantes: el palacio como centro simbólico del poder.
Por eso se dice “los corredores de palacio”. Porque allí vive la clase política, costosa y parasitaria.
Norberto Bobbio también reflexionaba sobre los espacios contrapuestos que en la práctica política —en la vida de la polis— significan el palacio y la plaza. La metáfora del “palacio”, se remite —no sin malicia— a quienes gobiernan, pero también alude a la “plaza”, a la multitud que conforman quienes están afuera y abajo y no tienen más poder que el de protestar o de aplaudir. En esa lógica se asocia asimismo la “casa” con la familia, el “cuartel” con la tropa, el “castillo” con el señor, el “trono” con el monarca, “Los Pinos” con la Presidencia.
En un régimen de democracia representativa, la plaza constituye el asiento de la protesta civil o de la fiesta cívica, la consecuencia más visible del derecho de reunión ilimitado. Sin embargo, como apuntaba Guicciardini, “muchas veces entre el palacio y la plaza hay una niebla tan espesa o un muro tan grande que… tanto sabe el pueblo de lo que hace el que gobierna o de las razones que tiene para gobernar, como de las cosas que se hacen en la India”.
En nuestro tiempo no parece un símil extravagante identificar la plaza pública con el espacio mediático. En los medios impresos y audiovisuales, dado al crecimiento poblacional, es donde los partidos políticos y las organizaciones civiles hacen contacto con sus correligionarios. También desde ahí, plantean sus demandas, intentan ponerle límites al gobernante, cuestionan sus incoherencias, le piden cuentas, le reclaman el despilfarro y sus promesas incumplidas. Vista desde palacio, la plaza es el lugar de la libertad licenciosa. Visto desde la plaza, el palacio es el lugar donde se dan los abusos del poder y sus privilegios secretos.
Pero de igual modo, con el caminar de la historia, el palacio mexicano por antonomasia va dejando de ser la sede simbólica del poder. El Presidente ya no está allí.
A principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma mandó construir su Palacio y allí mismo se erigió más tarde el Palacio Virreinal. El de las “Casas Nuevas” del emperador azteca era tan fastuoso que muy pronto —por “derecho de conquista”— Hernán Cortés se apropió de él. En 1562, por decisión del virrey Luis de Velasco, la propiedad de los descendientes de Cortés fue adquirida para convertirse en la oficina principal del poder virreinal. Al siglo siguiente, en 1692, un motín de ocho mil indios reunidos en la Plaza Mayor le prendió fuego y hubo que reconstruirla.
El caso es que —según escribe Alejandro Rosas en Reforma del 27 de enero del 2004— desde tiempos inmemoriales “fue el espacio donde los gobernantes ejercieron su autoridad, el centro de gravedad de la política, el sitio donde el poder se materializaba”. Su transformación ha ido a la par con los cambios de la sociedad mexicana. “La historia del actual Palacio Nacional es centenaria y, sin embargo, las modificaciones arquitectónicas jamás violentaron su naturaleza: siempre fue origen y destino del poder.”
A partir de 1821, con la consumación de la Independencia, el Palacio Real se trocaría en Palacio Nacional.
Entre 1824 y 1860 todos los presidentes mexicanos, con la excepción de Vicente Guerrero, vivieron en las habitaciones de los virreyes, en la parte sur del palacio. En 1860, Benito Juárez acondicionó el sector norte como residencia del Ejecutivo. “De los treinta presidentes que vivieron en el inmueble, sólo dos murieron en él: Miguel Barragán en 1836 y Juárez en 1872”, resume Humberto Musacchio en Milenios de México.
El gobierno de Porfirio Díaz, en 1896, instaló la campana de la iglesia de Dolores sobre el balcón central del edificio, y a partir de entonces es tradicional que desde allí el Presidente de la República celebre la ceremonia del grito. En 1927, el presidente Plutarco Elías Calles encargó a Augusto Petricioli que le añadiera al palacio un tercer piso, con las paredes cubiertas de piedra tezontle, y dos años más tarde, en 1929, Diego Rivera empezó a ejecutar varios murales en su interior.
Al zócalo van los desheredados, los agricultores a vender sus piñas. Se cumple allí con el rito de la bandera. Los maestros disidentes se instalan día y noche para hacerse oír. El día de los muertos, el jefe del gobierno capitalino manda poner un altar.
Si el ejercicio del poder también se promueve en el campo simbólico, en la fantasía popular, en el inconsciente colectivo que va construyendo la historia, entonces el Palacio Nacional tiene que seguir siendo, como escribe Alejandro Rosas, el espacio donde los gobernantes ejercen su autoridad,
el centro de gravedad de la política, el sitio donde el poder se materializa. Y desde allí, desde el zócalo de la ciudad de México, gobierna Andrés Manuel López Obrador. Hace muchos años que los presidentes no despachan en Palacio Nacional, desde los tiempos de Adolfo López Mateos. Les da flojera ir al centro. Prefieren ejercer desde una parte más elevada y cómoda de la ciudad, desde esa burbuja incontaminable y segura en la que Los Pinos tiene su asiento.
Sin embargo, la carga simbólica de Palacio Nacional —frente al Templo Mayor, nada menos; frente a la Catedral Metropolitana— no ha hecho sino reforzar la imagen nacional de López Obrador. El dirigente está en el centro simbólico del país, junto a Palacio Nacional. Y la gente lo piensa allí: en el corazón del país. Porque el Presidente de la República ha abandonado la plaza.

Ibn Jaldún y la sabiduría árabe

Dada la espectacularidad del suceso —el descubrimiento y la detención de Sadam Husein en una cobacha de su pueblo hace unos meses— muy pocos lectores o televidentes retuvieron en su memoria el título del libro que el derrocado dictador de Irak tenía de cabecera. Se trata del famosísimo y clásico Al-Muqaddimah. Introducción a la historia universal, del sabio pensador árabe Ibn Jaldún.
Lo que no se dijo entonces —porque nadie está obligado a saberlo todo, ni siquiera los periodistas— es que la única y más completa edición de este libro portentoso en lengua española de 1165 páginas ha sido mérito de una editorial mexicana: el Fondo de Cultura Económica, para nuestro orgullo. En 1977 el historiador Elías Trabulse cuidó la edición, escribió un estudio preliminar y elaboró los apéndices de la magistral obra traducida por Juan Feres y que llegó a las mesas del Fondo gracias a la generosidad de una familia de libaneses mexicanos a la que pertenecía —se dice, sin que lo hayamos podido corroborar— el actor Mauricio Garcés.
Cuando hace ya varios años mi amigo y paisano mexicalense Rafael Padilla Ibarra me dio a conocer esta Introducción a la historia universal, de Ibn Jaldún (nacido en Túnez en 1332), tuve la sensación de que gran parte de la mentalidad árabe —entreverada en la cultura española— pervivía entre nosotros. “Allí está el origen del PRI”, me dije, porque en algunos tramos de la obra el autor reflexiona con toda naturalidad en que el gobernante tiene derecho a elegir a su sucesor. “La ley reconoce al imam el derecho de darse un sucesor; ella se fundamente sobre el consenso unánime del pueblo en admitir tal nominación.” Patrono y síndico de todos los muslimes, el imam resulta ser el guardián de sus intereses durante su vida, e incluso después de su muerte, porque él les designa una persona que ha de dirigir sus asuntos.
En otra meditación, Ibn Jaldún asocia en el siglo XIV la espada a la pluma. Piensa en la fuerza y en el poder de la palabra (en los intelectuales, se diría ahora, y en los medios de comunicación). Porque la espada y la pluma son los instrumentos de que el soberano se sirve en la conducción de sus asuntos. Todos los imperios, agrega, tienen más menester de la espada que de la pluma. La espada es el coadjutor del sultán, en tanto la pluma no es sino la sirvienta encargada de transmitir sus órdenes. Pero para hacerse respetar y defenderse, el gobierno hallará más útil la espada que la pluma.
En otro lugar el pensador árabe sostiene que la naturaleza del poder implica la tendencia al lujo. Le parece natural, propio de la condición humana, que cuando una nación domina a otra y le arrebata sus posesiones logre un alto nivel de bienestar y abundancia. Los hábitos del lujo se desarrollan pronto en ella. Dejándose arrastrar por toda clase de deleites y refinamientos, los gobernantes despliegan un gran esmero en su mesa, sus vestidos, sus muebles y sus vajillas.
En la autocracia, las familias ilustres cultivan el amor propio de imponer su voluntad a los demás. “Como la soberbia y el orgullo son de la naturaleza animal que persiste en la especie humana, el jefe, como tal, jamás consentiría en compartir su poder con los demás, ni permitirles la participación en el mano o la administración.” Y ahí está aquella vieja superstición priísta de que “el poder no se comparte”, salvo en la verdadera democracia. El jefe debe de ser único, porque con varios sobrevendrían conflictos muy nocivos a la comunidad.
Sin embargo, la obra de Ibn Jaldún no es sólo un tratado de consejos al Príncipe ni una serie de pensamientos sobre el arte de gobernar. Para André
Miquel, Ibn Jaldún es precursor y aun fundador de algunas de nuestras ciencias humanas: geografía económica o política, sociología, filosofía de la historia, psicología de los pueblos y tantas otras más. Y habla tanto de la interpretación de los sueños como del arte de la carpintería, antes de especular que de todos los hombres, los sabios son los que menos entienden de la administración política y de sus procedimientos.
Supe después que José Ortega y Gasset le dedicó un ensayo en El Espectador VIII en 1934: “Abenjaldun nos revela el secreto”. Y, curiosamente, que Juan Rulfo pone como epígrafe en sus Cuadernos póstumos una frase de Ibn Jaldún: “Mas los días y los tiempos nos consumen, nos abaten los términos de nuestra existencia.”
Una idea predominante a lo largo de Al-Muqaddimah es la de explorar el fenómeno del nacimiento, del desarrollo y del ocaso de las civilizaciones, que Ibn Jaldún percibe sobre todo a través del conflicto del sedentario y del nómada.
En Ibn Jaldún y sus lectores, de Ahmed Abdesselem (también publicado por el FCE: Cuadernos de La Gaceta número 29, de 1987), se anota que en la búsqueda de la identidad que acompaña la evolución contemporánea del mundo árabe-musulmán, Ibn Jaldún es, ciertamente, uno de los pensadores (si no el pensador) de los siglos pasados que más merecen una vuelta hacia ellos.
Patrimonio histórico, jurídico, etnológico, sociológico y político de la humanidad, La historia universal, de Ibn Jaldún, es un tesoro imprescindible para todo aquel que se apasione por el estudio de la cultura árabe —que a nosotros nos llega por España: los árabes estuvieron siglos en Andalucía— y por la paradójica, trágica y desalentadora relación del ser humano con el poder.

Monday, February 06, 2006

La hora del lobo

LAS CERO HORAS

Una leyenda nórdica quiere ver en el transcurso de la noche al alba —entre la madrugada y el amanecer— la "hora del lobo". Es un instante de incandescencia, una luz que no ciega a nadie y que estiman como una dádiva providencial los fotógrafos. La hora del lobo —anota Ingmar Bergman en su película La hora del lobo, de 1967— es el momento en que nacen la mayoría de los niños y fallecen la mayor parte de los moribundos. Aparte del sustento neurofisiológico que parece tener la ancestral creencia escandinava, por aquello de los sutiles cambios que a esa hora marca el reloj biológico de cada quien (ayudándolo a bajar el telón o a abrir la puerta de la curiosidad), no es extravagante referirla al final de un siglo o un milenio que se demora en el umbral y acaso permite entrever, cuando mucho, ciertas figuras borrosas.
"Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas", esribió Juan Rulfo en una de sus libretas. "Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo enterraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres. Nos dijeron: "Su padre ha muerto", en esa hora del despertar, cuando no duelen las cosas; cuando nacen los niños, cuando matan a los condenados a muerte. En esa hora del sueño, cuando uno está a la mitad del sueño dentro de los sueños inútiles, pero llevaderos, fatales, pero necesarios."
No dejará de ser un sueño la transición entre un milenio y otro mientras no salgamos de ella. Se necesita una mínima perspectiva en el tiempo para percibirla como un hecho... aunque desde ahora asomen algunos indicios. Sólo cuando pudieron verla en retrospectiva, a posteriori, los historiadores reconocieron como transición el paso del feudalismo al capitalismo.
Algo semejante sucede con las muertes intermedias de cualquier individuo que va dejando de ser el que era a cada momento y a quien importa más la cuenta personal de los años que las fechas emblemáticas de fin de milenio o de régimen. No sabe muy bien cuándo está en transición, hasta que se desvanece el niño que fue o el joven que no volverá, incluso cuando trasciende la línea de sombra que para Joseph Conrad marcaba el paso de la juventud a la madurez.
Henry Kissinger decía que la mejor definición la había oído de Harold Macmillan. Cuando Adán y Eva son expulsados del paraíso el único comentario que se le ocurre al hombre es el siguiente: "I think we are in an age of transition now."
Más que premoniciones son plausibles algunas deducciones. Ya no será la misma película, si nos atenemos a las cosas que están sucediendo. Los alebrijes de palacio, más escaldados que nunca, tendrán más dificultades para imponer sus deseos o, desde la esfera pública, hacer negocios con sus amigos. A la mejor todavía en 2008 las decisiones que se tomen desde arriba seguirán siendo tan verticales como fulminantes y no mucho menos autoritarias, pero habrán de ser más informadas. ¿Ya para entonces rendirán cuentas los presidentes y los gobernadores? Es previsible que sí, más que antes al menos. Su capricho estará más "acotado". Tendrán que llevar una contabilidad más real y más abierta, sin libros secretos.
Tal vez para entonces ya esté funcionando como debe ser un auténtico poder tripartita, sin privilegios de autos y boletos de avión en la cámara de diputados, sin las locuras del barril sin fondo que en el pasado era su cuenta de gastos para los congresistas sobornados. Es previsible que en esos años el poder judicial ya se haya librado de sus jueces moscas muertas que obraban como tales en el comercio de la justicia, porque ya no habrá, como una década antes, una justicia para los pobres y otra para los ricos. Los casos habrán de juzgarse menos en el ámbito del poder ejecutivo —la policía, los ministerios públicos, los procuradores— y será normal transferirlos al terreno de los jueces. Y es que entonces, tenemos que creerlo, la policía ya no será un poder paralelo incontrolado por sus jefes. El ejército entenderá que el poder que se le otorgaba antes por falta de malicia política ya no tiene razón de ser. El gobierno de los Estados Unidos todavía no sabrá qué hacer con su información sobre los funcionarios y el narcotráfico mexicano que, por lo demás, quién sabe cómo se la estará jugando entonces. ¿Será un país menos injusto? ¿Habrá menos ricos y menos pobres? ¿Mejorará el sistema educativo? ¿La televisión será menos estúpida y más respetuosa? Unos habrán de verlo y otros no. Nada indica que el espacio mediático, inventado día a día como lente distorsionador, vaya a morigerar su poder opresivo.
La disolvencia de las generaciones, que se empalman entre sí como en el montaje cinematográfico cuando durante un lapso conviven los viejos que se van y los jóvenes que llegan, es la única que permitirá discernir si se trataba de un sueño o de una transición tangible. Lo cierto es que en la hora del lobo, como escribe Bergman, el sueño conoce su fase más profunda, las pesadillas se antojan más reales. Es la hora en que el insomne se ve atormentado por las mayores congojas y los fantasmas y demonios tienen su máximo poder.