Tuesday, February 14, 2006

Los pensamientos de la noche

A veces me da la impresión de que lo que hacían los ensayistas clásicos —los ingleses Francis Bacon y William Hazlitt, o el francés Michel de Montaigne, por ejemplo— eran artículos semejantes a los “textos de escritor” como los que ahora tienen cabida en la prensa europea. No son disquisiciones críticas e informadas sobre la “realidad” política más inmediata a la manera de los cada vez más numerosos “analistas políticos”. Se trata más bien de reflexiones de interés permanente, tan válidas hoy como en el pasado, que se plantean qué es la soledad, el amor, la muerte, la amistad, el paso del tiempo, el envejecimiento, el perdón, la locura, el miedo, la traición, el poder, la envidia. Y así resulta que el autor de estos breves ensayos viene siendo el articulista más libre de todos porque ningún tema se le impone y escribe sobre lo que le da la gana, según su estado de ánimo la tarde de la semana en que le toca enviar su colaboración a su periódico o a su revista.
Pienso por ejemplo en Jorge Ibargüengoitia, a quien le gustaba llevar personalmente su artículo a Excelsior todos los lunes a mediodía. A salir de Reforma 18 y caminar por el Paseo, decía, lo que más le hacía gracia era darse cuenta de que mientras los demás empezaban su semana de trabajo él terminaba la suya a la una de la tarde del lunes. E Ibargüegoitia escribía sobre lo que se le antojaba, aunque no tuviera nada que ver con la actualidad. Es lo que hacen en la última página de El País Javier Marías, Maruja Torres, Juan José Millás, Rosa Montero, Eduardo Mendoza, Manuel Vicent o Félix de Azúa.
El articulista que evade la realidad, pues, se pone a bordar en torno cierta cuestión que en ese momento le inquieta. Si quiere razonar sobre la envidia lo primero que hace es asomarse al diccionario y corroborar que la palabra deriva del latín “invidere”, es decir, mirar con malevolencia: “Padecimiento de une persona porque otra tiene o consigue cosas que ella no tiene o no puede conseguir.”
Puede también acudir a un diccionarios de citas y recoger que para Esquilo en el Agamenón, “el que no envidia no es envidiable”. Y lo que para William Hazlitt era “la más universal de las pasiones”, para muchos de nosotros es el dolor por el bienestar ajeno. La envidia, según el doctor Samuel Johnson, se manifiesta en la impunidad. No se necesita ni mucho trabajo ni mucho valor para sembrar la sospecha, diseminar el escándalo, inventar calumnias. No es difícil para el autor de una mentira, por inofensiva que sea, tirar la piedra y esconder la mano. De poco esfuerzo requiere la infamia para ponerse en circulación.
Lo que más despierta la envidia, pensaba Francis Bacon en 1625, es que alguien apocado y gris de pronto destaque. Nadie se esperaba que triunfase, pero de repente tiene una buena tarde y triunfa. La envidia tiene un poder vehemente irrefrenable y se transforma fácilmente en fantasía.
Créese asimismo —y las creencias son más difíciles de extirpar que las ideas o las ideologías— que hay pueblos más envidiosos que otros. Que a nosotros los mexicanos la envidia nos viene de los españoles y los árabes, que los italianos no son tan envidiosos, y que en Estados Unidos o Inglaterra le envidia es muy leve o casi inexistente: allí le celebran a uno sus triunfos. ¿Pero quién podría asegurarlo? La cosa es más digna de juzgarse por individuos que por nacionalidades o por geografías. Hay ejemplos personales para todos los gustos.
Una vez a mi amigo el pintor Arnaldo Coen, mientras viajaba en avión rumbo a Israel, un compañero de viaje (uno de los hombres más ricos de México y que no era Carlos Slim) le contó un chiste que pretende ilustrar el tema de la envidia entre los mexicanos.
—Mira —le dijo—. Un multimillonario les dice a dos mexicanos que le pidan lo que cada uno quiera: un millón de dólares, un rancho enorme en la Huasteca, un edificio en Manhattan. Pero con una condición: al otro se le dará el doble. “Pero ¿por qué?”, se queja uno de los mexicanos. “¿Por qué a él el doble? ¿Dos millones, dos ranchos, dos edificios?” Así es. Entonces el mexicano que está a punto de decidir se angustia, se hace bolas, y se toma un tiempo para pensarlo. Finalmente se decide y expresa su mayor deseo: “Sácame un ojo.”
¿Pero qué podría decir el escritor de artículos sin valerse de las citas? ¿Qué es lo que le dice su propia experiencia, de atreverse a no apoyarse en ideas ajenas?
En primer lugar que le envidia es irreprimible. Es algo, como el deseo, como el instinto, que no se puede conjurar. Luego entonces no es reprochable porque no depende de uno: no es gobernable por su voluntad.
A media noche, en la madrugada, a la hora del lobo, lo invaden pensamientos que los chinos llaman lagarto. Especialmente para el insomne los pensamientos de la noche vienen cargados de envidia. Piensa uno en sus amigos, en el que gana más dinero, el que obtiene más placer, el que se ha hecho de mayor fama, el que goza de mayor prestigio literario o de más poder.
Es una emoción que le acomete e invade pero de inmediato la reprime y la cancela. Si para algo uno está educado es para no permitir que ese malestar por la felicidad ajena lo autorice a agredir al envidiado. ¿Por qué? Porque ese sentimiento tan ilegítimo como injusto resulta al amanecer irreclamable, irreprochable e indigno de culpa o de autocompasión. Porque le envidia depende, en última instancia, del sistema nervioso autónomo, del cerebro reptil, de los resabios más ancestrales de la supervivencia.

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