Monday, February 06, 2006

La hora del lobo

LAS CERO HORAS

Una leyenda nórdica quiere ver en el transcurso de la noche al alba —entre la madrugada y el amanecer— la "hora del lobo". Es un instante de incandescencia, una luz que no ciega a nadie y que estiman como una dádiva providencial los fotógrafos. La hora del lobo —anota Ingmar Bergman en su película La hora del lobo, de 1967— es el momento en que nacen la mayoría de los niños y fallecen la mayor parte de los moribundos. Aparte del sustento neurofisiológico que parece tener la ancestral creencia escandinava, por aquello de los sutiles cambios que a esa hora marca el reloj biológico de cada quien (ayudándolo a bajar el telón o a abrir la puerta de la curiosidad), no es extravagante referirla al final de un siglo o un milenio que se demora en el umbral y acaso permite entrever, cuando mucho, ciertas figuras borrosas.
"Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas", esribió Juan Rulfo en una de sus libretas. "Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo enterraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres. Nos dijeron: "Su padre ha muerto", en esa hora del despertar, cuando no duelen las cosas; cuando nacen los niños, cuando matan a los condenados a muerte. En esa hora del sueño, cuando uno está a la mitad del sueño dentro de los sueños inútiles, pero llevaderos, fatales, pero necesarios."
No dejará de ser un sueño la transición entre un milenio y otro mientras no salgamos de ella. Se necesita una mínima perspectiva en el tiempo para percibirla como un hecho... aunque desde ahora asomen algunos indicios. Sólo cuando pudieron verla en retrospectiva, a posteriori, los historiadores reconocieron como transición el paso del feudalismo al capitalismo.
Algo semejante sucede con las muertes intermedias de cualquier individuo que va dejando de ser el que era a cada momento y a quien importa más la cuenta personal de los años que las fechas emblemáticas de fin de milenio o de régimen. No sabe muy bien cuándo está en transición, hasta que se desvanece el niño que fue o el joven que no volverá, incluso cuando trasciende la línea de sombra que para Joseph Conrad marcaba el paso de la juventud a la madurez.
Henry Kissinger decía que la mejor definición la había oído de Harold Macmillan. Cuando Adán y Eva son expulsados del paraíso el único comentario que se le ocurre al hombre es el siguiente: "I think we are in an age of transition now."
Más que premoniciones son plausibles algunas deducciones. Ya no será la misma película, si nos atenemos a las cosas que están sucediendo. Los alebrijes de palacio, más escaldados que nunca, tendrán más dificultades para imponer sus deseos o, desde la esfera pública, hacer negocios con sus amigos. A la mejor todavía en 2008 las decisiones que se tomen desde arriba seguirán siendo tan verticales como fulminantes y no mucho menos autoritarias, pero habrán de ser más informadas. ¿Ya para entonces rendirán cuentas los presidentes y los gobernadores? Es previsible que sí, más que antes al menos. Su capricho estará más "acotado". Tendrán que llevar una contabilidad más real y más abierta, sin libros secretos.
Tal vez para entonces ya esté funcionando como debe ser un auténtico poder tripartita, sin privilegios de autos y boletos de avión en la cámara de diputados, sin las locuras del barril sin fondo que en el pasado era su cuenta de gastos para los congresistas sobornados. Es previsible que en esos años el poder judicial ya se haya librado de sus jueces moscas muertas que obraban como tales en el comercio de la justicia, porque ya no habrá, como una década antes, una justicia para los pobres y otra para los ricos. Los casos habrán de juzgarse menos en el ámbito del poder ejecutivo —la policía, los ministerios públicos, los procuradores— y será normal transferirlos al terreno de los jueces. Y es que entonces, tenemos que creerlo, la policía ya no será un poder paralelo incontrolado por sus jefes. El ejército entenderá que el poder que se le otorgaba antes por falta de malicia política ya no tiene razón de ser. El gobierno de los Estados Unidos todavía no sabrá qué hacer con su información sobre los funcionarios y el narcotráfico mexicano que, por lo demás, quién sabe cómo se la estará jugando entonces. ¿Será un país menos injusto? ¿Habrá menos ricos y menos pobres? ¿Mejorará el sistema educativo? ¿La televisión será menos estúpida y más respetuosa? Unos habrán de verlo y otros no. Nada indica que el espacio mediático, inventado día a día como lente distorsionador, vaya a morigerar su poder opresivo.
La disolvencia de las generaciones, que se empalman entre sí como en el montaje cinematográfico cuando durante un lapso conviven los viejos que se van y los jóvenes que llegan, es la única que permitirá discernir si se trataba de un sueño o de una transición tangible. Lo cierto es que en la hora del lobo, como escribe Bergman, el sueño conoce su fase más profunda, las pesadillas se antojan más reales. Es la hora en que el insomne se ve atormentado por las mayores congojas y los fantasmas y demonios tienen su máximo poder.

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