Tuesday, February 14, 2006

Qué padre, como en Estados Unidos

No es nueva la propensión de los mexicanos a emular los modos de vida que se estilan más allá del río Bravo. De hecho es un reflejo casi natural —como si la colindancia geográfica fuera un destino ineluctable— desde las primeras horas de la nación independiente cuando, con la mirada hacia el Norte, los prohombres de aquel tiempo no disimulaban su admiración por las instituciones públicas y el ambiente de libertades que empezaban a darse en Estados Unidos.
Pero la fascinación con la patria de Franklin y de Jefferson venía desde antes, desde las propias palabras de Fray Servando Teresa de Mier: “¡Paisanos míos! El fanal de los Estados Unidos está delante de nosotros para conducirnos al puerto de la felicidad… del norte nos ha de venir el remedio… nos ha de venir todo el bien, porque por ahí quedan nuestros amigos naturales… los americanos del norte, levantando la bandera de la libertad la plantaron en nuestros corazones.”
La cita no es de este investigador sino de José E. Iturriaga, de su libro La estructura social y cultural de México, publicado en 1951. Es un estudio interesantísimo que a más de cincuenta años de distancia admite otra lectura y conviene releer (reeditado por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana) no sólo por el significado que le da a las clases sociales —y sobre todo a las castas— en la composición de la sociedad mexicana, sino por sus reflexiones acerca de los mexicanos y su ancestral y traumática relación con lo extranjero y los extranjeros. Algo pasa en el alma del mexicano cuando se relaciona con el extranjero. Cae en ambivalencias, lo admira y desconfía de él. El extranjero por su mera presencia —como el Ugo Conti de Casi el paraíso, la novela de Luis Spota— lo pone en entredicho y lo remite, por no se sabe aún qué enigmáticas razones, al “estereotipo autodenigratorio” que le hace valorar más lo extraño que lo propio, más Disney World que Palenque, más la copa coñaquera que el caballito jalisciense para tomar tequila.
Pero, en fin, estas disquisiciones sobre el ser del mexicano, por si a alguien le interesan, están más bien en la selección de ensayos de Roger Bartra Anatomía del mexicano (Plaza y Janés Editores, México, 2002) que rescata textos de Emilio Uranga, Jorge Portilla, Octavio Paz y otros. Lo que aquí nos interesa es remitirnos al libro de José E. Iturriaga para ver cómo, hace cincuenta y cinco años, reparaba en las adaptaciones de los usos y costumbres de la vida estadounidense a la sociedad mexicana.
Iturriaga hace el inventario de algunos hábitos que “debemos a Norteamérica”. Por ejemplo, el auge de la cultura física y la costumbre del baño diario. O bien la creación de nuevas necesidades reflejadas en el uso de artículos de consumo duradero: automóviles, refrigeradores, lavadoras, radiorreceptores. Si en 1937 se importaron 30 millones de pesos de esos artículos, en 1950 la cifra ascendió a 172 millones.
Y apunta otras:
La jornada corrida de trabajo en oficinas, comercios y fábricas, lo cual favorece el quick luch o el almuerzo rápido.
La preferencia de la cerveza al pulque.
La práctica del “fin de semana”.
El intercambio de regalos el 25 de diciembre.
La sustitución del “Nacimiento” por el “Árbol de Navidad”.
El pastel de cumpleaños con velas.
La celebración del Día de las Madres.
Los concursos para elegir reinas de la “belleza” o de la “primavera”.
La inclinación mayor por el cine que por el teatro.
La docilidad tanto frente a la prensa amarillista como al “magisterio” que ejercen sobre las masas los radiolocutores.
La mutación de nuestras ciudades, que van perdiendo su tradicional semblante colonial o su aspecto afrancesado para adoptar la fisonomía de las pequeñas urbes norteamericanas.
La renuncia al uso del sombrero.
La introducción de un atuendo menos discreto y austero que en el pasado.
El abandono de la cortesía ceremoniosa a cambio de un trato informal.
La adopción del inglés como idioma extranjero.

De manera natural y lógica el proceso de imitación continúa, como la adopción generalizada de la indumentaria que en todo el mundo puso de moda el obrero estadounidense: los pantalones liváis, las botas de minero, la camiseta y la cachucha de beisbol que ha venido a sustituir a los sombreros regionales (purépechas, jarochos, mixtecos, yucatecos).
Pero el cambio más notable se está dando en el idioma. Las cosas empiezan a decirse según el sistema de la lengua inglesa, no de la española, en un fenómeno nuevo —casi imperceptible— de sustitución lingüística del español por el inglés. La frase se piensa en inglés y se traduce, no siempre bien, al español. Hay un mimetismo entre ambas lenguas y un sentimiento de inferioridad —un apocamiento— del español respecto al inglés.
No se trata de una derrota más —como lo resienten algunos mexicanos de la mediana o de la última edad— sino de algo que desde hace muchos años los sociólogos reconocen como imitación o más bien como “contagio” colectivo.

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