Tuesday, February 14, 2006

El palacio y la plaza

Cuando Pier Paolo Pasolini hablaba de “hacerle un proceso a Palacio” se refería a la necesidad de entablarle un juicio político a la clase dirigente italiana. Asimilaba el lugar con sus habitantes: el palacio como centro simbólico del poder.
Por eso se dice “los corredores de palacio”. Porque allí vive la clase política, costosa y parasitaria.
Norberto Bobbio también reflexionaba sobre los espacios contrapuestos que en la práctica política —en la vida de la polis— significan el palacio y la plaza. La metáfora del “palacio”, se remite —no sin malicia— a quienes gobiernan, pero también alude a la “plaza”, a la multitud que conforman quienes están afuera y abajo y no tienen más poder que el de protestar o de aplaudir. En esa lógica se asocia asimismo la “casa” con la familia, el “cuartel” con la tropa, el “castillo” con el señor, el “trono” con el monarca, “Los Pinos” con la Presidencia.
En un régimen de democracia representativa, la plaza constituye el asiento de la protesta civil o de la fiesta cívica, la consecuencia más visible del derecho de reunión ilimitado. Sin embargo, como apuntaba Guicciardini, “muchas veces entre el palacio y la plaza hay una niebla tan espesa o un muro tan grande que… tanto sabe el pueblo de lo que hace el que gobierna o de las razones que tiene para gobernar, como de las cosas que se hacen en la India”.
En nuestro tiempo no parece un símil extravagante identificar la plaza pública con el espacio mediático. En los medios impresos y audiovisuales, dado al crecimiento poblacional, es donde los partidos políticos y las organizaciones civiles hacen contacto con sus correligionarios. También desde ahí, plantean sus demandas, intentan ponerle límites al gobernante, cuestionan sus incoherencias, le piden cuentas, le reclaman el despilfarro y sus promesas incumplidas. Vista desde palacio, la plaza es el lugar de la libertad licenciosa. Visto desde la plaza, el palacio es el lugar donde se dan los abusos del poder y sus privilegios secretos.
Pero de igual modo, con el caminar de la historia, el palacio mexicano por antonomasia va dejando de ser la sede simbólica del poder. El Presidente ya no está allí.
A principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma mandó construir su Palacio y allí mismo se erigió más tarde el Palacio Virreinal. El de las “Casas Nuevas” del emperador azteca era tan fastuoso que muy pronto —por “derecho de conquista”— Hernán Cortés se apropió de él. En 1562, por decisión del virrey Luis de Velasco, la propiedad de los descendientes de Cortés fue adquirida para convertirse en la oficina principal del poder virreinal. Al siglo siguiente, en 1692, un motín de ocho mil indios reunidos en la Plaza Mayor le prendió fuego y hubo que reconstruirla.
El caso es que —según escribe Alejandro Rosas en Reforma del 27 de enero del 2004— desde tiempos inmemoriales “fue el espacio donde los gobernantes ejercieron su autoridad, el centro de gravedad de la política, el sitio donde el poder se materializaba”. Su transformación ha ido a la par con los cambios de la sociedad mexicana. “La historia del actual Palacio Nacional es centenaria y, sin embargo, las modificaciones arquitectónicas jamás violentaron su naturaleza: siempre fue origen y destino del poder.”
A partir de 1821, con la consumación de la Independencia, el Palacio Real se trocaría en Palacio Nacional.
Entre 1824 y 1860 todos los presidentes mexicanos, con la excepción de Vicente Guerrero, vivieron en las habitaciones de los virreyes, en la parte sur del palacio. En 1860, Benito Juárez acondicionó el sector norte como residencia del Ejecutivo. “De los treinta presidentes que vivieron en el inmueble, sólo dos murieron en él: Miguel Barragán en 1836 y Juárez en 1872”, resume Humberto Musacchio en Milenios de México.
El gobierno de Porfirio Díaz, en 1896, instaló la campana de la iglesia de Dolores sobre el balcón central del edificio, y a partir de entonces es tradicional que desde allí el Presidente de la República celebre la ceremonia del grito. En 1927, el presidente Plutarco Elías Calles encargó a Augusto Petricioli que le añadiera al palacio un tercer piso, con las paredes cubiertas de piedra tezontle, y dos años más tarde, en 1929, Diego Rivera empezó a ejecutar varios murales en su interior.
Al zócalo van los desheredados, los agricultores a vender sus piñas. Se cumple allí con el rito de la bandera. Los maestros disidentes se instalan día y noche para hacerse oír. El día de los muertos, el jefe del gobierno capitalino manda poner un altar.
Si el ejercicio del poder también se promueve en el campo simbólico, en la fantasía popular, en el inconsciente colectivo que va construyendo la historia, entonces el Palacio Nacional tiene que seguir siendo, como escribe Alejandro Rosas, el espacio donde los gobernantes ejercen su autoridad,
el centro de gravedad de la política, el sitio donde el poder se materializa. Y desde allí, desde el zócalo de la ciudad de México, gobierna Andrés Manuel López Obrador. Hace muchos años que los presidentes no despachan en Palacio Nacional, desde los tiempos de Adolfo López Mateos. Les da flojera ir al centro. Prefieren ejercer desde una parte más elevada y cómoda de la ciudad, desde esa burbuja incontaminable y segura en la que Los Pinos tiene su asiento.
Sin embargo, la carga simbólica de Palacio Nacional —frente al Templo Mayor, nada menos; frente a la Catedral Metropolitana— no ha hecho sino reforzar la imagen nacional de López Obrador. El dirigente está en el centro simbólico del país, junto a Palacio Nacional. Y la gente lo piensa allí: en el corazón del país. Porque el Presidente de la República ha abandonado la plaza.

No comments: