Tuesday, February 14, 2006

El corazón sin memoria

La memoria de la mayoría de los
hombres es un cementerio abandonado
donde yacen los muertos que aquellos
han dejado de honrar y de querer.

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano



La debilidad presidencial de Vicente Fox empieza a tener sus consecuencias, y muy concretas: una de ellas, la primera, es que los militares (que siempre están en el poder porque son los que tienen las armas) se han atrevido a solicitar un borrón y cuenta nueva respecto a los crímenes de Estado cometidos durante el sexenio de Luis Echeverría. Es posible que si Fox se hubiera reservado una mínima autoridad moral y política, las presiones castrenses no se hubieran expresado ni siquiera en las crípticas y ambiguas palabras del general Ricardo Vega García, en un discurso tan amable como polisémico e intimidatorio.
Lo que justifica la existencia de la fiscalía especial para delitos cometidos por representantes del Estado contra movimientos sociales durante la guerra sucia de los años 70 es la necesidad que la nación tiene de preservar la memoria. El México civil tiene que limpiar su pasado y no fingir —como el avestruz de la fábula— que los acontecimientos del 10 de junio de 1971 (documentados fotográficamente por Armando Salgado) no existieron. Por aquello de que el Estado tiene el monopolio de la "violencia legítima", hay que no toda o, mejor dicho, no cualquier violencia coercitiva del Estado es legítima: no lo es, por supuesto, la tortura, la desaparición forzada de personas, el arrojar al mar seres humanos vivos desde aeroplanos nocturnos. Y de nada vale —como querían los oficiales nazis, como Eichmann— la coartada acuñada en la frase "es que sólo cumplí órdenes".
En los últimos meses, cuando todavía vivía Alfonso Martínez Domínguez, vimos en dos fechas diferentes cómo tanto el exrregente del DF (que no de la "ciudad de México") como el expresidente Luis Echeverría se quisieron hacer pasar como enfermos —como niños chiquitos— en un hospital para que no los interrogaran. Es muy probable que ambos, Echeverría y Martínez Domínguez, no recordaran entonces (porque realmente nunca les importó mucho) lo que sufrieron los muchachos heridos en la Cruz Verde cuando entraron los Halcones a sacarlos por la fuerza y desaparecerlos, arrebatándolos de los brazos de los médicos y las enfermeras.
¿Podrían imaginar Echeverría y Martínez Domínguez —en sus elegantes hospitales— lo que significa, y el dolor que supone, caminar o ser arrastrado con una herida de bala en el vientre?
Por lo demás, aunque esto en nada cambie la culpabilidad resultante ni la sustancia de los hechos y las imputaciones, a mí siempre me ha parecido que los halcones no eran soldados pero lo parecían: por su edad y su estatura daban la impresión de que estaban recién sacados de un regimiento. Los gatilleros mercenarios llevaban varas de bambú, rifles y pistolas, y le encajaron uno o más balazos a cada uno de los cuarenta estudiantes muertos.
Estos obvios indicios están en las fotografías de Armando Salgado, pero no pocas veces nos negamos a ver —como en "La carta robada", el famoso cuento de Edgar Allan Poe— lo que tenemos enfrente de las narices. Vean ustedes una y otra vez las siniestras fotografías que ni siquiera como indicios fueron aceptadas por el Ministerio Público en su momento: los halcones miden igual de alto y tienen prácticamente la misma complexión muscular. Parece que apenas el día anterior se quitaron el uniforme. Su forma de "ataque" también es escrupulosamente militar. Eran jóvenes que sabían avanzar en formación y utilizar la violencia de manera fría y profesional. La misma facha, el mismo corte de pelo, la misma edad, y más o menos idéntica estatura. Por eso es extraño que en un libelo de la época (a Echeverría le encantaba encargar la confección de libelos) se pretenda (explicación no pedida) exculpar al ejército de los hechos del 10 de junio. En Jueves de Corpus violento, pues así se tituló el anónimo panfleto, el redactor fantasma contratado por el gobierno asegura que los responsables de la matanza (de unas cuarenta personas) eran miembros del "grupo Monterrey".
¿Cuál era el interés en desviar la atención?
Sin embargo, tal vez no basten las fotografías de Armando Salgado para congelar en la memoria la tarde de los asesinos. Habría que adjuntarlas a las decenas de fotografías extendidas en una mesa que Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación entonces e ilusionado con su cuidadosa carrera hacia la Presidencia, le mostró a Heberto Castillo.
Recuerdo muy bien esa escena entre Moya y Heberto Castillo porque me dejó con los ojos cuadrados. Moya, en sus oficinas de la Secretaría de Gobernación, le dijo: "Ingeniero Castillo, tengo instrucciones del Presidente de decirle que no habrá más información sobre esto. No más. Es todo. Hay muy fuertes intereses metidos."
Y la recuerdo muy bien porque ese testimonio de Alfonso Martínez Domínguez que recogió Heberto Castillo yo lo edité como libro en la revista Proceso. Yo mismo lo pasé a máquina para corregirle ciertas ambigüedades en el uso de las comillas y los guiones.
Martínez Domínguez describió una escena muy significativa en Los Pinos. Echeverría reúne a varios de su gabinete, entre ellos Hank González, y cada rato se levanta a tomar el teléfono, justo en la tarde del 10 de junio de 1971. Allí el Presidente, según Martínez Domínguez, daba órdenes de incinerar los cadáveres.
Y el Estado mexicano, que ya desde entonces se las daba de "Estado de derecho", no hizo nada, absolutamente nada para poner en funcionamiento el sistema judicial, primero con los policías y los ministerios públicos, luego con los jueces que, para variar, se hicieron de la vista gorda porque nadie había sido consignado.

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