Tuesday, February 14, 2006

Los trovadores norteños

El tecatense José Manuel Valenzuela Arce, sociólogo, investigador de El Colegio de la Frontera Norte en Tijuana, muy reconocido también por sus estudios sobre los cholos, ha concentrado en su libro Jefe de jefes todo lo que ha alcanzado a investigar sobre la épica de la droga: sobre el corrido del Norte, sus fantasías, sus críticas sociales, sus denuncias, sus amarguras y sus algarabías. Porque no todo es tragedia en los avatares narcotraficosos. Aparte del miedo y del constante vivir a salto de mata y con el Jesús en la boca, también hay intensidades y alegrías en estas aventuras extralegales y subversivas. Hay respecto a las instituciones sociales establecidas una burla y una irreverencia que hacen de los trovadores una especie no justipreciada aún por su anarquismo.
Como toda expresión popular y espontánea, el corrido norteño está cargado de significaciones inconscientes y simbólicas al mismo tiempo que refleja una cierta visión del mundo y de los valores más arraigados en la sociedad mexicana de la frontera septentrional. Parece haber tenido sus orígenes en el romance español —según documenta el investigador desde San Antonio del Mar, Baja California– y que al ir evolucionando incorporó el uso del acordeón que en el siglo XIX trajeron los húngaros y los alemanes al sur de Texas, aparte de la redova, el bajo sexto y la guitarra. Con el paso de los años, fueron Los Alegres de Terán —que desde los años 40 ejercieron entre el norte tamaulipeco y el sur texano— quienes consiguieron que cuajara la combinación de voces y música norteñas. Y todavía no han sido superados. Ni por los Tigres, ni por Ramón Ayala, ni por los Cadetes.
El corrido recrea los mitos y las leyendas, expresa las frustraciones y las ilusiones de las clases subalternas, sus héroes y sus leyendas, y a lo largo del quehacer histórico social compite con otras manifestaciones artísticas por la memoria popular. Porque es un registro, un noticiero, una prensa popular, una relación de los hechos (como se vio durante la Revolución mexicana), y también una denuncia de las injusticias que el poder solapa en la prensa y en los medios audiovisuales, sus alcahuetes.
La noción de “bandolero social”, en la connotación que le da Eric Hobsbawm, alcanza a entreverse en esta épica de la droga, junto con los rasgos regionales —y machistas: la bravuconería, el juego con la muerte, la utilización abusiva de la mujer— que establecen la identidad a partir de una pertenencia étnica en convivencia diaria con la población anglosajona. Es decir, con los primos del Norte.
La tradición de los trovadores, el impacto del narcotráfico en la vida cotidiana y en las relaciones familiares, el encerramiento cultural de las comunidades ágrafas donde ningún periódico es legible, el analfabetismo como constante entre las poblaciones campesinas y mineras, han hecho de la comunicación oral del corrido el medio informativo más importante. Vuelta a la oralidad. Vuelta a la narrativa primigenia.
Su función esencial es la narración del hecho, luego su musicalización. Así, intérpretes y cantantes no sólo inventan héroes sin distinguir entre policías y contrabandistas, no sólo alardean del poder que da la droga y sus relaciones con representantes del Estado: también advierten de sus peligros y del absurdo que significa una vida bajo tensión, corriendo de un lado a otro, sin dormir, cuidándose las espaldas. También se ocupan de agravios sociales nunca resueltos, como el asesinato de figuras populares, o de un tribuno de la plebe, como el periodista tijuanense-sinaloense Héctor Félix Miranda, El Gato, asesinado por los guardaespaldas de Jorge Hank Rhon en 1988. Ya hace quince años.
No sabrán muchas cosas, pero los compositores de corridos —que en muchos casos nunca llegan a los discos ni a la radio y sólo se cantan en cantinas y en la sierra— sí saben muy bien cómo está el abarrote: saben de las redes de complicidades, saben que esas redes las tienden los policías y los políticos, los banqueros y los miembros del ejército, los empresarios y los jueces, que nunca van a perseguir a los chacas, a los pesados, a los jefes de jefes. Hacen como que vigilan, pero no ven nada. Mucho arrancón, mucho arrancón… pero en neutral.
Todo el mundo está metido en el ajo. Y entre menos escándalos y decomisos haya, entre más silencioso transcurra, mejor está el negocio y tutti contenti. “Los pinos me dan su sombra. Mi rancho, pacas de a kilo”, cantan Los Tigres del Norte.
Al incorporarse a la economía criminal, por el exterminio del campo como fuente laboral y la falta de agua (las presas del Oviachic y del Mocúzari se están secando), miles de jóvenes prefieren jugarse la vida en las aventuras del narcotráfico y al trabajar, al pasar por un retén, al acercarse a la frontera, se bajan el miedo con coca o con mota. Pero también se divierten y se mueren de la risa; se van a comprar botas y ropa y sombreros de Marlboro al otro lado, luego vuelven en sus picaps nuevecitas y celebran con la tambora y la redova. Y contra lo que podría suponerse, por la deificación del consumo y la homogenización globalizada, todavía hay una resistencia cultural: la de esos cientos de miles de jóvenes que prefieren el corrido y la cumbia y no tanto la balada almibarada o el rock and roll pesado y, mucho menos, el country texano.
Los corridos, pues, para no hacerles el cuento más largo y como también secunda el sociólogo culiacanense Luis Astorga, vienen siendo
“una especie de memoria histórica, códigos de orientación ética para quienes se dedican a esta actividad… narran sus epopeyas y las luchas entre los héroes y los villanos, categorías que no corresponden a las de las versiones gubernamentales”.

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