Post sufragium triste
 
El mexicano puede ver, sin alterarse,
cómo arde un bosque. Es capaz de
presenciar una destrucción o un
despilfarro sin decir palabra. Sabe
que el monte quemado y la tala y la
destrucción y el saqueo y la injusticia
obedecen a un sistema de despotismo,
a intereses superiores e intocables.
—Fernando Benítez, Los primeros mexicanos.
 
 
Algo que al corresponsal de The New York Times le llamó la atención durante estas elecciones es que ni el repudio estudiantil a Peña Nieto ni las peores acusaciones en nada disminuían su lugar en las encuestas de propaganda. En cualquier otro país, acotó el periodista, el candidato se hubiera venido a pique. En México no.
  Una posible conjetura es que así sucede por razones históricas que vienen desde la Colonia y otra es que la sociedad mexicana, como cuerpo nacional, no es ni cultural ni económicamente homogénea. En otras sociedades —la francesa, la británica, la alemana, la chilena, la argentina— una denuncia en la prensa puede conmover a la mayor parte de los ciudadanos. Una crítica puede repercutir en el cálculo de los votos potenciales. En México no. Ni siquiera el escándalo de las tarjetas de prepago (que son la gran novedad financiera como instrumento para el lavado de dinero) pareció incidir en la indignación civil presumible.
  En última instancia todo viene de la desigualdad porque el bajo índice de escolaridad es su consecuencia. En las ciudades y en los estratos de clase media para arriba suele olvidársenos que somos un país de los más injustos del mundo; que más del 50 por ciento de la población vive en la miseria, que los jóvenes en su mayoría (puesto que la educación superior sigue siendo un privilegio de las clases medias) tienen que irse a buscar trabajo en Estados Unidos y que con ellos también se va el semen.
  Siendo, pues, ésa la composición social y económica del país se entiende que la barrera a la propaganda de Televisa y sus periódicos afines no haya afectado a la gran masa inocente y desinformada que se deja conducir.
  Hay ciudades ágrafas en las que no hay puestos de periódicos en las esquinas, en las que es más fácil conseguir cocaína que un diario o una revista o un libro. En las casas no hay libreros ni libros ni nada impreso. Mucha gente no lee ni el menú. Y ésa amplia parte de la población se entera del mundo en un 80 por ciento a través de la televisión. La cena estaba servida, pues, desde el año 2005 cuando Televisa y el PRI de Peña Nieto se propusieron llegar a la Presidencia.
  Un país auténticamente democrático es aquel en el que se recaba bien la voluntad popular y se hace gobierno, sin abusos de poder, sin agandalles. Pasado el simulacro de las elecciones a la mexicana —con un IFE indeciso, sin autoridad e indolente—, se ha visto cómo ha triunfado el Complejo Propagandístico Empresarial y el poderosísimo aparato de movilización priísta y magisterial, apuntalado con una capacidad financiera infinita tan incontabilizable como oscura y sospechosa. El hampa se instala en el poder y empieza el saqueo.
  A pesar de todo, queda en la memoria la gran experiencia de alegría política que se vivió en el Zócalo el miércoles pasado, un grito de mexicanos mayoritariamente pobres, olvidados y despreciados, una ovación que todavía puede ser una esperanza. Y otra vez, como en el mito de Sísifo, hay que volver a empujar la roca hasta la cumbre.