Tuesday, February 14, 2006

Del lobo la hora

Aprovechando el aventón del final de año se me ocurre comentar con mis veinticinco lectores cómo es que se va escribiendo esta columna a lo largo de los meses. O mejor dicho: cómo es que el imperio de los acontecimientos y los personajes me la va dictando desde hace ya seis felices años.
Como han de recordar mis veinticinco mil lectores esta columna (en el sentido periodístico, no militar ni arquitectónico) debe su nombre a una película de Ingmar Bergman: La hora del lobo, de 1967. En ella, y en la temprana madrugada del verano sueco, un pintor le cuenta a su mujer que según una leyenda nórdica la hora del lobo se da entre la madrugada y el amanecer, en el dilatado instante en que mueren la mayoría de los moribundos y nacen la mayor parte de los niños. Algo ha de tener que ver esto con el reloj biológico de cada quien, pero lo cierto es que con ese título yo quería aludir a un momento de transición puesto que empezaba la columna mientras pasábamos del siglo XX al siglo XXI.
No sabíamos qué nos deparaba el futuro, como cuando uno se acuesta todas las noches y no sabe si va a tener un buen sueño o una pesadilla. El futuro inmediato era incierto y no se sabía si iba a ser para bien o para mal. No se sabía si iba a prevalecer el PRI ni si se extinguiría para siempre. Insinuaba también la inminencia de un peligro, un fascismo desatado, presagios ominosos.
A ese enrarecido momento, cuando se da la luz perfecta para los fotógrafos, hace referencia también Juan Rulfo cuando relata la muerte de su padre
"Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas. Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo enterraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres. Nos dijeron: Su padre ha muerto, en esa hora del despertar, cuando no duelen las cosas; cuando nacen los niños, cuando matan a los condenados a muerte. En esa hora del sueño, cuando uno está a la mitad del sueño dentro de los sueños inútiles, pero llevaderos, fatales, pero necesarios."
Cada semana me propongo no abusar de la citas o no citar en lo absoluto, pues si bien el de la cita es un arte también es una utilización de frases y pensamientos ajenos para decir lo que uno no se atreve a pensar por su cuenta. En México, en el gremio de los escritores, con la excepción tal vez de José Emilio Pacheco, no existe la costumbre de citar a nadie, mucho menos a un escritor connacional y contemporáneo. Octavio Paz nunca lo hacía. Tampoco suele hacerlo Carlos Monsiváis.
Lo digo porque como propósito de este año me planteo escribir sin hacer citas, para ver qué se me ocurre a mí por mi cuenta y riesgo. Aunque sé que es difícil, porque el arte de la cita depende del talento literario para poner a dialogar a los muertos entre sí o a los muertos con los vivos.

El Innombrable
Entre los artículos que pensé hacer y no hice se encuentra "El Innombrable". Quería referirme a la novela de Samuel Beckett y que lleva ese título y es de la editorial Lumen, publicada en 1953. Es parte de una trilogía: Molloy, Malone muere y El Innombrable. Quería ponerme a hablar "inocentemente" del personaje de Beckett y tender una indirecta que después me pareció de muy mal gusto y demasiado cruel porque el manipulado lector iba a creer que me estaba refiriendo a un personaje de nuestra selva política cuyo nombre no manchará esta página. En la novela, El Innombrable es casi un muñón, un hombre sin piernas ni brazos, que nos introduce en un monólogo macabro: un ser sin nombre, condenado a vivir a pesar suyo, un monstruo informe, metido hasta el cuello en una vasija, dentro de la cual arrastra una existencia puramente orgánica y vegetativa. Este "gusano", este "aborto humano", es el hombre del siglo XX, que vino al mundo sin haber nacido, condenado a oír eternamente su propia voz dentro de sí. Es un símbolo de la ignorancia y de la impotencia del hombre de nuestro tiempo.

Los Soprano
Se me amorcilló también un artículo sobre Rudolph Giuliani y su manera de tomarle el pelo a unos ricachones mexicanos vendiéndoles la receta para abatir la criminalidad en la gran Tenochtitlán. No me puedo imaginar al presidente municipal de Tokio aceptando tal "asesoría". Antes, según el honor japonés, se hubiera suicidado. Pero para los mexicanos lo extranjero siempre es mejor que lo mexicano. Ellos, los extranjeros, sí son unas chuchas cuereras; nosotros no. Otra vez el paradigma autodenigratorio.
Y ahí está que le pagaron a Giuliani (a él, que sólo estuvo un instante en el DF) cuatro millones 300 mil dólares por venir a decirnos una sarta de obviedades y lugares comunes para meter orden y meter a la cárcel sobre todo a los jóvenes.
José Luis Pérez Canchola me acaba de mostrar unas estadísticas en las que se ve, como consecuencia del estilo Giuliani, que la cantidad de jóvenes en las cárceles del DF se ha más que duplicado. Pero lo curioso es que en el equipo de Giuliani está el policía Bernard Kerik, el mismo que ayudó a confeccionar este "plan" para la ciudad de México, y que no fue ratificado como Secretario de Seguridad Interior de Bush por sus ligas con el crimen organizado.
Los políticos son los políticos: no dan paso sin huarache. Por eso tampoco hay que confiar en ese otro encantador de serpientes que es el palermitano Leoluca Orlando, que también anda de oferta "criminológica". Viéndolo mejor tanto Giuliani como Kerik parecen más bien personajes de la serie televisiva Los Soprano, por neoyorkinos y por vivales.

No comments: