Monday, February 06, 2006

La alternativa nómada

Por lo menos desde 1989, año de su muerte ocasionada por una extraña enfermedad que pescó en China, Bruce Chatwin aparece y reaparece en las librerías como un escritor de culto. Nació en Sheffield, Inglaterra, en 1940, y desde que abandonó su trabajo en la casa de subastas Sotheby’s dejándole a su patrón un telegrama (“Me voy a la Patagonia por seis meses”) no dejó de caminar.
Tenía para sí —como Pascal, en uno de sus momentos más sombríos— que toda la infelicidad del hombre nace de una única causa: la incapacidad de estarse quieto en una habitación, pues corre el peligro de volverse loco, de ser torturado por las alucinaciones y la introspección. Y evidentemente por ese “horror al domicilio”, Bruce Chatwin abandonó también la universidad y el matrimonio para dedicarse a viajar.
“Diversión. Distracción. Fantasía. Cambio de moda, de comida, de amor y de paisaje. Lo necesitamos como el aire que respiramos. Sin cambio nuestros cerebros y nuestros cuerpos se marchitan. Un entorno monótono y unas actividades tediosamente regulares provocan comportamientos que producen cansancio, problemas nerviosos, apatía, desprecio de sí mismo y reacciones violentas”, escribe en su póstumo e inquietante libro, Anatomía de la inquietud.
Hace más de diez años que sabíamos de sus libros, En la Patagonia, Los trazos de la canción, Utz, ¿Qué hago yo aquí?, y de dos de sus novelas llevadas al cine: Sobre la colina negra (la biografía de dos gemelos nacidos en Gales en 1900, la historia toda del siglo XX) y El virrey de Ouidah (la historia de un negrero brasileño en África, realizada por Werner Herzog con Klaus Kinski bajo el título de Cobra verde), y sabíamos también de sus obsesiones por el mundo nómada, el exilio, el desarraigo, las raíces, la posesión y la renuncia a la paternidad, pero no conocíamos su voz ni su ritmo al hablar, su actitud, su timidez, su asorada y evasiva mirada, hasta que casualmente nos encontramos con el reportaje televisivo que transmitió el Canal 22 el sábado 13 de febrero de 1999, en una traducción tan difícil como espléndida de Rosario Manzanos.
Flaco, nervioso, frágil aparentemente, el infatigable escritor viajero dejaba ver por su erudicción y su sonrisa infantil —alguien al que muchos espectadores tal vez consideraron “raro”— por qué ha sido una de las personalidades literarias más fascinantes de nuestro final de siglo.
Bruce Chatwin estaba convencido de que el hombre no nació para la vida sedentaria. “Creo que en sus comienzos el hombre era una criatura nómada por excelencia.” En el libro que nunca terminó de escribir, La alternativa nómada, se propone un estudio de antropología personal. Su gran tema era, por supuesto, el hombre errante. No le interesaba tanto la existencia de los nómadas como la vida de los caminantes: el impulso mismo de echarse a andar.
Un nómada no “vagabundea sin cometido de un lugar a otro”, como sostiene un diccionario. La palabra proviene del latín y del griego y significa “pastorear”
La evolución de la humanidad, según él, no ha seguido un desarrollo armónico, lineal, sino a saltos, como en África, hace dos o tres millones de años: “De pronto el clima devino más cálido, más seco, transformando vastas regiones en
sabanas o desiertos, imposibles para la supervivencia. El hombre nació entonces obligado a errar todo el tiempo en busca de agua y alimentos, permitiéndose desarrollar otra sensibiliad, otra concepción del mundo que el hombre sedentario ha ido perdiendo.”
Para los escritores de su estirpe, la caminata es una meditación. En la Patagonia, a donde va en busca de un trozo de piel de animal prehistórico, encuentra los vestigios de siglos de historia, las huellas de personajes fabulosos, como anarquistas y colonos nazis refugiados en la estepa, desaparecidos artistas trogloditas y tribus extinguidas.
Recuerda a Werner Herzog, con quien viajó a Ghana y compartía la idea de que la caminata no sólo es terapéutica en sí misma, sino que es una actividad poética que puede curar al mundo de sus males. Según Herzog, “Pasear es una virtud; el turismo, un pecado mortal.”
En 1974, cuenta Chatwin, Herzog emprendió una peregrinación invernal para ver a Lotte Eisner, crítica cinematográfica y amiga suya que se estaba muriendo. Al enterarse de su posible agonía, Herzog se dirigió caminando, sobre el hielo y la nieve, de Munich a París, “convencido de que de algún modo podría ayudar a librarla de su enfermedad. Para cuando consiguió llegar a su apartamento, Lotte Eisner estaba ya recuperada, e iba a vivir aún diez años más”.
Si la vida es una travesía del desierto, dice Chatwin, vale más que usemos de manera inofensiva nuestra adrenalina, que es nuestro jornal de viaje. “El viaje por avión es tonificante pero como especie somos terrestres. El hombre caminó y nadó mucho antes de cabalgar o volar. Nuestras posibilidades humanas se cumplen mejor en la tierra o en el mar. Pobre Ícaro, se estrelló.”

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