Saturday, February 04, 2006

La demencia del arte

La hora del lobo
Federico Campbell


La demencia del arte


Los intentos de aproximación a la obra de arte y a la vida de los artistas han conocido muy diferentes y sugestivos senderos a lo largo de la historia del pensamiento, tantos como lo va planteando la libertad crítica, el bagaje cultural y el lenguaje más o menos común a los miembros de la tribu en cuyo seno se manifiesta la producción artística.
Tanto como las actuales certezas de las neurobiología, el estudio de la memoria y de la conciencia, la psicología del arte continúa enriqueciendo nuestra comprensión del proceso creador, de sus proposiciones irracionales y de los vínculos que se tienden entre la obra cristalizada y el hecho biográfico. Sin embargo, casi todos los esfuerzos por comprender al ser humano y sus quehaceres requieren de una multiplicidad de puntos de vista porque múltiples son los factores determinantes. Nunca es suficiente una sola perspectiva.
La escuela freudiana ciertamente tiene el mérito irregateable de señalar que la disposición psíquica del artista permea su trabajo desde las raíces hasta las ramas, como lo reconocía Carl Gustav Jung, y que los factores personales condicionan la elección de temas y materiales por parte del creador, pero de todas maneras no parece bastar este criterio cultural para explicar del todo las complejidades del proceso creador, uno de los más enigmáticos para las neurociencas. Más que en el campo de la especulación estética, las grandes aportaciones del pensamiento de Freud están en la clínica y en la percepción de que las emociones están ligadas de manera inseparable a la conciencia y a la memoria.
En su libro Arte y psique, Teresa del Conde funde en una misma reflexión el entendimiento que tiene de la dimensión estética y de la historia del arte, la condición esencialmente enigmática e inefable de la obra acababa y los motivos —tan insondables como el corazón humano— que permiten vislumbrar cómo es que un artista plástico llega a plasmar su visión del mundo y de la vida.
Sin abandonar nunca la prevención de que el arte es un ejercicio misterioso en el que, como observaba Borges, las opiniones del autor no cuentan, y puede que tampoco sus intenciones, Teresa del Conde reitera su fidelidad a una de sus primeras y más persistentes inquietudes: “los nexos o vasos comunicantes entre el arte y la psique de quienes lo hacen posible”.
Cuando se demora en el análisis de una obra y una trayectoria vital como la de Manuel González Serrano, un pintor que entraba y salía de los horrores del infierno y de la realidad establecida, tiene el valor de abordar el tema de la psicopatología y la creatividad eludiendo los lugares comunes del romanticismo que identificaba al demente con el genio. No ante un caso de la “demencia del arte” propia de los grandes artistas —el toque de lo irracional, la revelación del visionario—, sino ante una instancia clínica de la condición esquizoide, como la de Manuel González Serrano, nuestra autora sostiene que “la mayor parte de quienes hemos intentado analizar los vínculos entre psicopatología y el talento artístico, acentuamos el hecho de que las perturbaciones mentales pueden incidir en la actividad creativa y matizarla de dos modos: por un lado, la tensión y la angustia desatan nudos favoreciendo los procesos creativos; por otro, la índole por lo general solitaria de la actividad artística es susceptible de acentuar los rasgos psicopatológicos de quien la ejerce”.
El ejemplo de un artista plástico como el de Manuel González Serrano escapa a esa categoría del ejercicio del arte como expiación o cura. El pintor, en la valoración de Teresa del Conde, inventa un mundo a partir de una estética personalísima. Lo afirma a partir de los autorretratos, las vegetaciones, los peñascos encajados en el desierto, cuya textura plástica admite “un aura muy especial, tormentosa, pero a la vez luminosa”, como las figuras de Edvard Münch. En este tipo de modalidades, dice, las fronteras entre realidad y sueño se desdibujan, los cuadros se convierten en sueños pintados, ciertamente no reproducidos tal y como los entrevió el soñante sino como los vino a deformar y a transfigurar la memoria del sueño.
Uno de los textos más cautivadores de su libro es, por otra parte, el que consagra a Jung y a Picasso. Por lo visto hacia 1932 el doctor Jung se atrevió a desmenuzar las provocaciones plásticas de Pablo Picasso, en el que entrevió una personalidad fracturada, “como la propia de un esquizofrénico”.
Sin embargo, y dicho sea en descargo de Jung, sigue siendo muy probable que ni la personalidad ni la biografía expliquen al artista. El proceso creador en la escultura, la pintura, la música, la arquitectura, la poesía, la novela, es previsible que siga disimulándose como un maravilloso misterio, como la vida misma. El “don divino del fuego creativo” seguirá siendo propio del artista considerado como un visionario. Primordial, intemporal, más allá de la intención consciente, el artista, dice Jung, entra en contacto sin saberlo ni proponérselo con el “inconsciente colectivo”, a pesar de sus locuras y de sus experiencias personales.
Lo esencial en una obra de arte es que trascienda el reino de la vida personal y transite del espíritu y el corazón del artista como hombre al espíritu y al corazón de la humanidad.
Lo que explica al artista es su arte, y no las
insuficiencias y los conflictos de su vida personal.















Los intentos de aproximación a la obra de arte y a la vida de los artistas han conocido muy diferentes y sugestivos senderos a lo largo de la historia del pensamiento, tantos como lo va planteando la libertad crítica, el bagaje cultural y el lenguaje más o menos común a los miembros de la tribu en cuyo seno se manifiesta la producción artística.
Tanto como las actuales certezas de las neurobiología, el estudio de la memoria y de la conciencia, la psicología del arte continúa enriqueciendo nuestra comprensión del proceso creador, de sus proposiciones irracionales y de los vínculos que se tienden entre la obra cristalizada y el hecho biográfico. Sin embargo, casi todos los esfuerzos por comprender al ser humano y sus quehaceres requieren de una multiplicidad de puntos de vista porque múltiples son los factores determinantes. Nunca es suficiente una sola perspectiva.
La escuela freudiana ciertamente tiene el mérito irregateable de señalar que la disposición psíquica del artista permea su trabajo desde las raíces hasta las ramas, como lo reconocía Carl Gustav Jung, y que los factores personales condicionan la elección de temas y materiales por parte del creador, pero de todas maneras no parece bastar este criterio cultural para explicar del todo las complejidades del proceso creador, uno de los más enigmáticos para las neurociencas. Más que en el campo de la especulación estética, las grandes aportaciones del pensamiento de Freud están en la clínica y en la percepción de que las emociones están ligadas de manera inseparable a la conciencia y a la memoria.
En su libro Arte y psique, Teresa del Conde funde en una misma reflexión el entendimiento que tiene de la dimensión estética y de la historia del arte, la condición esencialmente enigmática e inefable de la obra acababa y los motivos —tan insondables como el corazón humano— que permiten vislumbrar cómo es que un artista plástico llega a plasmar su visión del mundo y de la vida.
Sin abandonar nunca la prevención de que el arte es un ejercicio misterioso en el que, como observaba Borges, las opiniones del autor no cuentan, y puede que tampoco sus intenciones, Teresa del Conde reitera su fidelidad a una de sus primeras y más persistentes inquietudes: “los nexos o vasos comunicantes entre el arte y la psique de quienes lo hacen posible”.
Cuando se demora en el análisis de una obra y una trayectoria vital como la de Manuel González Serrano, un pintor que entraba y salía de los horrores del infierno y de la realidad establecida, tiene el valor de abordar el tema de la psicopatología y la creatividad eludiendo los lugares comunes del romanticismo que identificaba al demente con el genio. No ante un caso de la “demencia del arte” propia de los grandes artistas —el toque de lo irracional, la revelación del visionario—, sino ante una instancia clínica de la condición esquizoide, como la de Manuel González Serrano, nuestra autora sostiene que “la mayor parte de quienes hemos intentado analizar los vínculos entre psicopatología y el talento artístico, acentuamos el hecho de que las perturbaciones mentales pueden incidir en la actividad creativa y matizarla de dos modos: por un lado, la tensión y la angustia desatan nudos favoreciendo los procesos creativos; por otro, la índole por lo general solitaria de la actividad artística es susceptible de acentuar los rasgos psicopatológicos de quien la ejerce”.
El ejemplo de un artista plástico como el de Manuel González Serrano escapa a esa categoría del ejercicio del arte como expiación o cura. El pintor, en la valoración de Teresa del Conde, inventa un mundo a partir de una estética personalísima. Lo afirma a partir de los autorretratos, las vegetaciones, los peñascos encajados en el desierto, cuya textura plástica admite “un aura muy especial, tormentosa, pero a la vez luminosa”, como las figuras de Edvard Münch. En este tipo de modalidades, dice, las fronteras entre realidad y sueño se desdibujan, los cuadros se convierten en sueños pintados, ciertamente no reproducidos tal y como los entrevió el soñante sino como los vino a deformar y a transfigurar la memoria del sueño.
Uno de los textos más cautivadores de su libro es, por otra parte, el que consagra a Jung y a Picasso. Por lo visto hacia 1932 el doctor Jung se atrevió a desmenuzar las provocaciones plásticas de Pablo Picasso, en el que entrevió una personalidad fracturada, “como la propia de un esquizofrénico”.
Sin embargo, y dicho sea en descargo de Jung, sigue siendo muy probable que ni la personalidad ni la biografía expliquen al artista. El proceso creador en la escultura, la pintura, la música, la arquitectura, la poesía, la novela, es previsible que siga disimulándose como un maravilloso misterio, como la vida misma. El “don divino del fuego creativo” seguirá siendo propio del artista considerado como un visionario. Primordial, intemporal, más allá de la intención consciente, el artista, dice Jung, entra en contacto sin saberlo ni proponérselo con el “inconsciente colectivo”, a pesar de sus locuras y de sus experiencias personales.
Lo esencial en una obra de arte es que trascienda el reino de la vida personal y transite del espíritu y el corazón del artista como hombre al espíritu y al corazón de la humanidad.
Lo que explica al artista es su arte, y no las
insuficiencias y los conflictos de su vida personal.

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