Sunday, April 02, 2006

Se vota con el corazón

No por el parecido, no,
sino porque lo han creído.
¡Han querido creerlo! Y no
hay pruebas en contra que
valgan cuando se quiere creer.

—Leonardo Sciascia, El teatro
de la memoria




Contra lo que solía creerse, ahora no se atiende el principio fundamental de la propaganda de no mencionar al enemigo. Los grandes propagandistas, desde Goebbels en los años 40 y subsiguientes, daban por indiscutible una “regla de oro”: no hay que mencionar al adversario. El adversario no existe. Cada vez que lo mencionas, así sea para atacarlo y calumniarlo o humillarlo, el receptor del mensaje va interpretarlo a contrario sensu.
¿Por qué no es de sabios mencionar al enemigo? Porque le concedes existencia, porque ocupa la mayor parte de los minutos que tienes en tu mensaje, porque en el fondo estás diciendo —abierta y no subliminalmente— que el personaje principal de la película es ése ser diabólico al que tanto repudias. Mencionar al competidor, por negativos que sean los términos en que lo hagas, siempre será un mensaje a favor de tu adversario. ¿Por qué extraña lógica?
No se sabe. En materia de psicología de las masas nada hay escrito. Sobre todo cuando las masas de la primera década del siglo XXI ya no son las mismas: en ellas se funden varias generaciones que fueron amamantadas frente al monitor de televisión. Aprendieron a gatear frente a la pantalla y las caricaturas de la tarde. La tele ha estado a su alrededor —en su “entorno”, dirían los científicos sociales— como el aire y los templos y los árboles y los cerros. Por analfabetos que sean, los receptores de esa propaganda no se la van a tomar al pie de la letra.
Y allí están todos, otra vez, construyendo, coloreando y afianzando la imagen del contrincante. No hay mítin de campaña en que Felipe Calderón no mencione a Andrés Manuel López Obrador. Sea en alguna entrevista de banqueta o en una ceremonia a Benito Juárez el personaje de López Obrador vuelve a tener su lugar. Se habla más de López Obrador que de Juárez. Y no se diga Madrazo o Fox. Al agarrar el micrófono en algún lugar de Tamaulipas, donde le acababan de matar a tres agentes federales y no los menciona, el Presidente le dedica lo más emotivo de su ronco pecho a Andrés Manuel López Obrador. Cuando “Roberto” se inspira y se esfuerza por agravar o desagudizar su voz de pato lo primero que invoca es la figura del Peje. Y hasta le habla de tú en sus spots televisivos, y lo reta, y lo individualiza, y lo hace su interlocutor privilegiado. Se ve que están muy obsesionados. Y puede comprenderse, si se toma en cuenta la muy humana frustración de verse tan atrasados en las encuestas.
Se han escrito libros, novelas “de anticipación” para juzgar ya y condenar la presidencia del Peje que todavía no empieza. Se han concebido y realizado y se siguen pasando programas de televisión especiales para criticar a López Obrador cada semana. Se han inaugurado columnas periodísticas consagradas a AMLO. El nuevo Excélsior acaba de reclutar a toda una plana de editorialistas que en su mayoría se caracterizan por su militancia antilopezobradorista. Lo cual es lógico, dada la filiación de clase y los intereses empresariales de sus nuevos propietarios. Se hacen paneles especiales en la tele para atajar a López Obrador. Los merolicos de la radio todos los días y todas horas y por todo el espectro de la geografía nacional se la pasan demonizando al tabasqueño. Todos contra el Peje: Washington, el Vaticano, la Presidencia de la República. No tienen otro tema. Y uno se pregunta si realmente la andanada propagandística habrá de frenarlo. ¿Cómo habrá de horadar esa cuña propagandística el muro de las creencias?
Entonces empiezan a parecer como muy impredecibles las masas que, como ya lo percibían José Ortega y Gasset y Wilhelm Reich, actúan más por el instinto que por la razón. Las masas, ese animal colectivo.
No se sabía en el siglo XIX por dónde iba a salar la liebre, menos se sabe ahora, cuando ya se ha habido que no hay una relación de causa a efecto entre la propaganda de la tele y las elecciones. ¿De veras se ganan las elecciones con la televisión? Cuauhtémoc Cárdenas no perdió las de 1988 a pesar del vacío televisivo y de la abrumadora mensajería propagandística a favor de Salinas. Néstor Kirchner las ganó en la Argentina con los canales de televisión en contra. ¿Entonces qué? ¿Sigue siendo la televisión una esperanza que merezca la apuesta? Sí, tal vez, cuando no se tiene nada. Parece que sí, al menos entre nosotros, pues le siguen metiendo millones de dólares —con dineros de la campaña o a futuro con la aprobación de la ley Televisa— a los negocios de Azcárraga y de Salinas Pliego, o a Televisazteca, para ponerlos a los dos en la misma vaina.
Hay un profesor francés, Philippe Braud, que se ha dedicado a estudiar el papel de la emoción en las lides políticas. ¿Por qué de pronto el indeciso votante opta por un candidato o por otro? ¿O por qué mejor no se retira y deja la boleta en blanco? Así lo estudia el investigador galo en su libro Emoción y política, donde intenta evaluar y analizar los aspectos psicoafectivos de los comportamientos colectivos, es decir, el papel de la emotividad en la toma de decisiones. En la manifestación multitudinaria, por ejemplo, la ira política adquiere una fuerza catártica más allá de toda racionalidad o templanza. Cuando los tiempos son de buenos augurios, y se gana por lo menos una batalla, emana de la masa en la calle la alegría política. Por mucho desaliento que haya habido en el pasado, por incontables fracasos, la masa no ceja: puede más su capacidad de ilusión. Necesita creer. Quiere creer porque creer también es un placer.
En un pasaje de Soldados de Salamina, uno de los personajes de Javier Cercas o de la realidad (puesto que no todo es invención en la obra) habla de alguna convicción política, pero allí se detiene: “Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir: sobre el independentismo sí.” Es decir: las creencias políticas no se discuten. Con lo cual puede uno acercarse a entender —dado que la política no es una ciencia exacta— que a la hora de la hora predominan las simpatías y las antipatías… por los motivos que sean.
En ninguna de las páginas de Ortega y Gasset (La rebelión de las masas) o de Wilhelm Reich (La psicología de masas del fascismo) hay una dilucidación directa sobre la propaganda (audiovisual, en nuestro tiempo) y sus efectos en la masa. Lo que podría deducirse, acaso, es que cuando una persona decide creer en algo o en alguien no hay poder que la haga cambiar de opinión, ni siquiera la propaganda. Mucho menos la propaganda.

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