Thursday, February 17, 2011

La rebelión de las masas

Uno trata, por curiosidad natural, de adivinar el comportamiento de las multitudes y se pregunta si uno mismo, como individuo, es distinto al individuo que se mueve en el contexto de la masa.
Algo cambia en el hombre cuando se pone una máscara. También se trasforma algo de nuestro ser más íntimo si nuestra individualidad se difumina en el conjunto de los seres que constituyen una colectividad. Siente uno que la responsabilidad se diluye, se pierde o se transfiere a los otros. De ahí la impensada decisión del linchamiento. Una multitud suele contener poco su ira cuando adivina que al matar a alguien a pedradas nadie señalará con el dedo a un solo individuo. Luego entonces la impunidad está servida.
De hecho no ha sido otra la preocupación de muchos escritores que desde el ensayo literario han tratado de discernir qué es ese animal (el hombre masa) de cientos de miles de cabezas que reacciona, grita, se queja, se enoja y ataca de manera instintiva si se presenta una injusticia. ¿Cómo es su sexualidad en masa? En cuanto se juntan tres o cuatro o cinco personas a discutir se está ya ante una situación política.
Lo intentó el español José Ortega y Gasset hacia 1927, 1939, en ese “libro profético” —según la expresión de Ramón Xirau— que es La rebelión de las masas y que ahora, en nuestros días, admite otra lectura: la que se da en los momentos de la insurrección de las masas en Túnez, Argelia, Yemen y el legendario Egipto. No se amilana el tirano, responde con “halcones”, policías vestidos de civil, amenazas escalofriantes, caballos y camellos, y cede en mínima parte. Sin embargo, dos días después la masa se reagrupa y aumenta su volumen. Otra vez contra el gobernante emperrado que no alcanza a entender ni el carácter ni el temperamento político del hombre masa. Ni siquiera el más experimentado estadista sabe por dónde va a saltar la liebre.
Cuando Ortega y Gasset reunió su “libro de artículos” en 1930 el fascismo italiano ya tenía por lo menos ocho años de sacudir a la sociedad italiana y de fatigar las calles de Roma, Nápoles. Venecia, Milán y otros centros urbanos como Palermo, Florencia y Turín. En La psicología de masas del fascismo, Wilhelm Reich explica cómo fue posible engañar, desorientar y sumir a influencias psicóticas a las masas, a las que no hay por qué persuadir con argumentos o razones. Basta apachurrarles el botón de la emotividad, la culpa y el miedo. El caudillo manipula los lazos afectivos familiares e incorpora al mismo tiempo la figura del padre autoritario.
La rebelión de las masas no tiene ni una arruga. Ha librado el paso del tiempo y mucho nos dice —como se lo dijo a Herbert Marcuse cuyo “hombre unidimensional” fue inspirado por el “hombre masa” de Ortega— sobre el uso actual de la televisión, su capacidad de crear crispación o pánico entre las masas y de envenenar la democracia electoral.
La televisión presumiblemente gana elecciones, y así se le apuesta: el candidato de Televisa, Peña Nieto, ya se ha gastado más de una vez el presupuesto del Estado de México en aras de esa ilusión. ¿De dónde vendrá al resto de los cientos de millones de pesos que le paga —o le pagan otros—a Televisa? Sin embargo, Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones presidenciales de 1988 saboteado por una televisión que decidió su inexistencia. Y Andrés Manuel López Obrador ganó o perdió las de 2006 por un pelito a pesar de que tenía a la televisión en contra y la nada pasiva actividad política —soterrada— de Washington y el Vaticano, que nunca se quedan quietos.
Por lo demás, la enseñanza más penetrante sobre la masa como organismo vivo, su asociación con la manada o el rebaño, está en una obra maestra: Masa y poder, de Elías Canetti. En sus primeras sesenta páginas explora lo que podría ser la “masa de acoso” o la “doble masa”. Quienes pertenecen a la masa quedan despojados de sus diferencias y se sienten iguales (pero no lo son). Canetti hace una antropología del poder y, a fin de cuentas, lo reduce a una psicopatología.
El riesgo de un gobierno insensible es que no sabe descifrar los signos de la multitud enardecida y reacciona —cuando reacciona— demasiado tarde. Cree que podrá domarla poniéndolo enfrente una “doble masa”.
Pero de lo que no cabe la menor duda es que en nuestra primera década del siglo las masas ya no son los que eran. Después de Internet, la telefonía celular, Face Book y Twitter, las masas ya no pueden ser las mismas. La manera de comunicarse y la velocidad para ponerse en contacto los individuos que la componen definen la animalidad masiva de nuestro tiempo.
Las redes sociales son una esperanza y un alivio para las masas democráticas. La censura ya no es posible. A nadie se le va a callar. Si la mayoría de los individuos ya no confía ni en el periodismo escrito de los periódicos ni en el periodismo oral de la televisión y la radio, siempre podrán contar con el recurso de las redes sociales. En menos de 24 horas se puede poner una manifestación de un millón de ciudadanos en las calles. Y no hay ejército que alcance para reprimirla. ¿Cómo hubiera sido la toma de la Bastilla en nuestra era? ¿Cómo la toma del palacio de Invierno en San Petersburgo en 1917?
En fin, para quienes sientan fascinación por el tema el Fondo de Cultura Económica acaba de reimprimir La era de las multitudes, un tratado histórico de la psicología de las masas, de Serge Moscovici, traducido del francés por Aurelio Garzón del Camino en 1985. Se pone a uno cavilar si en efecto la historia se mueve por individuos geniales, individuos (como le gustaba pensar a Carlyle), o por un conglomerado: una multitud de cientos de miles de cerebros juntos entre los palpita el instinto de la democracia.

* * *

Un jet Mirage o Phantom cruza el espacio por encima de las nubes. Lleva sólo un cerebro humano. La nave espacial "Tierra" lleva siete mil millones de pasajeros, es decir: siete mil millones de cerebros.

Think about that.






Un ciudadano por encima de toda sospecha

En Roma, agosto de 1969, en piazza Ungheria, en el barrio del Parioli, Giancarlo Zagni me cuenta que se le ha ocurrido una idea para una película a partir de las secretas actividades de un jefe policiaco que organizaba delitos para luego ser él mismo el que corriera con la gloria de resolverlos. Esa misma tarde se la propone a Alfredo Bini, productor de varias cintas de Pasolini, y dan con un título tentativo: In questura il questóre non c’e, ¿dove è?, dal magistrato. Algo así como “En la procuraduría no está el procurador. ¿Dónde está? En la cárcel.”
El questore es algo más que un jefe policiaco y el magistrado sería un puesto semejante al de un juez instructor.
Se ha dicho que Italia es la cuna del derecho. “Sí, pero también es su tumba”, decía Leonardo Sciascia. Y algo de nuestro modo de ser político nos conecta con la civilización matriz del derecho romano. En estos momentos la clase política italiana no está menos degradada que la francesa y a las dos se parece —por su medianía, por su falta de imaginación, por su impotencia para entender qué es el Estado— la clase política mexicana de la actual generación.
Se ha visto por el affaire Cassez.
En algún año de la década de los setenta se estrenó en México una película italiana que no fue la idea de Giancarlo Zagni ni de Bini y en ella actuaba el polifacético Gian Maria Volonté:
Un cittadino al di là de ogni sospetto.
Se trata de un policía a quien le encanta fraguar delitos (incendios, homicidios, violaciones) para después ser él el que se adorna con la investigación exitosa.
—Pues si quieren nos damos otro tirito en el cerro de las Campanas —decía alguien en uno de los mentideros de la colonia Condesa, el café Mamma Roma— a propósito de la incomprensible metida de pata de Nicolás Sarkosi, que ha hecho exactamente todo lo posible —ignorando cómo somos los mexicanos— para hundir a su paisana.
Todo este desencuentro diplomático se ha debido a que tienen razón los franceses cuando dicen que el sistema judicial mexicano es un desastre. Todos lo sabemos ad nauseam y ni siquiera es necesario ver Presunto culpable o El infierno para lamentarlo impotentemente. En algunas regiones del país los agentes judiciales y los del Ministerio Público tienen hasta tarifas: un homicidio tanto, unas lesiones tanto, una violación tanto. Tampoco es infrecuente la tortura. Y son raros los jueces que no se dejan querer.
El abogado de Florence Cassez explicó muy bien a Carlos Puig en sus 15 minutos (Milenio TV) que en la sentencia final (no sé si inapelable) el juez no tomó en cuenta las primeras, espontáneas declaraciones de las víctimas del secuestro sino las posteriores que le convenían para su tesis de culpabilidad. Y que alguno de los declarantes dijo que vio a la sentenciada cuando ese día ella estaba en Francia.
El equívoco judicial viene sobre todo del montaje que organizaron Genaro García Luna y Televisa sobre la detención de la acusada. De ahí se agarran los abogados defensores para argumentar que el juicio está viciado de origen, un poco como cuando al evidente uxoricida O. J. Simpson lo dejan libre porque se le plantaron unas “pruebas”. Así es la “verdad jurídica” formal y, en dándose, puede avalar la más obscena de las injusticias.
La francesa sentenciada y sus abogados tendrán que esperar a que haya un cambio de gobierno en el año 2012 para replantear su caso, si es que se reconoce una instancia de apelación más alta que por ahora no hay.
En otras palabras: habrán de esperar a que Genaro García Luna cambie de puesto o abandone el poder. Felipe Calderón no puede decidir nada a favor de la petición francesa porquee con ello haría quedar mal a García Luna, su ministro favorito y uno de los responsables más eminentes en materia de seguridad nacional. Cualquier decisión en ese sentido restaría bonos y autoridad política al funcionario.

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Friday, February 11, 2011

La insurrección despolitizada

No fue tanto la idea fácil de la “colombianización” del país lo que disgustó al gobierno mexicano hace unas semanas a raíz de las declaraciones de la secretaria de Estado Hillary Clinton sino el empleo de otra palabra: insurrección, que hoy como siempre tiene una connotación militar y política. En todo caso la comparación con Colombia acarrearía muchas cosas que no son malas: las elecciones electorales limpias, por ejemplo; los festivales de poesía a los que asisten miles de espectadores, la consignación efectiva de funcionarios públicos por motivos de corrupción, el desempeño de los jueces civiles y penales que no se someten a los intereses políticos del Ejecutivo, cosas que en México aún no podemos tener.
Por lo menos hasta este tramo de la historia una insurrección equivale a un levantamiento, a una sublevación o a la rebelión de un pueblo como la que protagonizaron los franceses con la toma de la Bastilla. Otro concepto está en la palabra subversión, que es el acto de declarase en contra de la autoridad constituida y de combatirla.
Los escritores de Hillary Cinton evidentemente pensaron en concordancia con los expertos militares del Pentágono que han interpretado el problema del narcotráfico en México como si de una rebelión política se tratara. Hay que usar, en consecuencia, las tácticas de la antiguerrilla. Pero ¿qué tal que la supuesta subversión carece de motivación política? Estamos entonces, probablemente, ante un fenómeno nuevo en el transcurso de la historia: el acoso al Estado por parte de una criminalidad tan organizada como despolitizada. No una revolución con un programa político sustituto o una ideología sino un desplante armado desde el poder exclusivamente criminal que, por otra parte, hace cosas (como el bloqueo de avenidas) que nunca pudo hacer la guerrilla de los años 70.
Algo así sucedió en un pueblo del Japón medieval tomado por unos malhechores y que sólo consigue su liberación gracias a Los siete samuráis, según el título de la obra maestra de Akira Kurosawa.
Por lo demás, hay y ha habido países que han convivido con la criminalidad, en una coexistencia no necesariamente pacífica y muy tensa. Colombia, por ejemplo. En Italia se dio un momento en que, luego de los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino, en 1992, el Estado se dio cuenta de que ya no podía ser sometido por activistas mafiosos que además no tenían ninguna preparación intelectual o política.
Y procedió en consecuencia. Nunca como en la primera década del siglo el Estado italiano había diezmado tanto a la mafia siciliana. Como se preveía, no se extirpó del todo porque su origen mismo está en el corazón de la familia siciliana, pero se acabaron las complicidades con los partidos políticos y con los servicios secretos.
Un funcionario de la ONU que ha vivido en México, Bernardo Basaglia, dice que son más de 900 las zonas del país en las que el Estado ya no pinta. Afirmar que ya son 400 los municipios que el Estado ya no controla, como lo declaró el secretario de Gobernación, en cierto modo equivale a una capitulación. Si son 2500 los municipios del país, quiere decir que cerca de una quinta parte está a la deriva: una superficie en la que cabrían juntas, por lo menos, las penínsulas de Baja California y Yucatán.

Comunidades trasnacionales

Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como marco el espacio binacional, sin telones de por medio. En nuestra ciudad la línea de demarcación era invisible. Nuestra ciudad comprendía barrios de Tijuana y de San Ysidro, calles de Chula Vista y de la colonia Cacho. Era, seguramente, la ciudad feliz de la infancia y los primeros de la postguerra (1946—1952). Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menor que ahora. La ciudad andaba en los noventa mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva —no llega a ser arquitectura— sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina —desecho de aeropistas militares— que constituye el muro disuasivo. El impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar. Otras cosas, sí.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Elsa Medina, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia.
Durante los últimos dos años, la fotografía ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. Es una fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol.
Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca —en la fotografía de profundidad— la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica.
Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de, por ejemplo, la fotógrafa Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadounidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la cámara de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos?
Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra.
Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico.
Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro.
Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo.
Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Padres.
Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador de la border patrol.
Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle.
Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera.
Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata.
Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles.
Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848.
Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna.
Vemos una zona de guerra.
Vemos un abandono de todos los dos gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho internacional al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.



Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada.



El imperio del crimen

Como todas las cosas, con el paso del tiempo, la noción de frontera ha ido cambiando. No pocos de los estereotipos que se han ido acuñando sobre la frontera se desvanecen sin sentido cuando las realidades nuevas —los flujos migratorios, por ejemplo, la globalización del crimen— exigen otra manera de conceptualizarlas.
La frontera es el confín, el punto de partida y de llegada, la línea de corte jurídico que establece un principio y un fin, una demarcación que separa a un territorio de otro.
En un sentido metafórico la frontera también es una herida o una cicatriz. Los cambios en las demarcaciones políticas de Europa del Este, la disolvencia de la Unión Soviética como cuerpo nacional, la nueva configuración de los Balcanes y el surgimiento de nuevos Estados a consecuencia de las guerras en lo que antes se reconocía como Yugoslavia, han vuelto a plantear esa noción volátil y divagante de la frontera.
Para Ryszard Kapuscinski, en El imperio, su gran reportaje sobre la desaparición histórica de la URSS, “cada vez que nos aproximamos a una frontera, a un límite, nuestra tensión aumenta y afloran las emociones”.
“Las personas no están hechas para vivir en situaciones límite, las evitan o al menos intentan librarse de ellas lo más rápidamente posible.”
Lo cierto es que se ha evaporado la noción misma de frontera o se ha convertido en otra cosa por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean una nueva categorización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, el desplazamiento del español por el inglés, la disolvencia —en sentido del montaje cinematográfico— de las mentalidades.
Mientras los antropólogos se esmeran en la especulación de un país frontera —de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero—, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios recrean la inagotable vena de la frontera trágica: los asesinatos en serie de muchachas en Ciudad Juárez en la obra de Roberto Bolaño o las historias de “satánicos” que deglute la “estética” de matriz hollywoodense en, por ejemplo, Perdita Durango, la novela de Barry Gifford o la película de Álex de la Iglesia.
En todos los reinos hay fronteras y el animal no podría ser una excepción. “Es propio no sólo del hombre, sino también de toda la naturaleza viva, de todo lo que se mueve en el agua y en el aire.” Los gatos demarcan su territorio.
Existen fronteras entre el hemisferio izquierdo y el derecho, entre el lóbulo frontal y el lateral, entre la epífisis y la hipófisis. ¿Y los límites entre las circunvoluciones, los ventrículos y las fisuras?
En un traslape tal vez sofístico y no menos capcioso, algunos medios audiovisuales asimilan el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” —una instancia preesquizofrénica: la de los borderliners— a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil porque también hay fronteras en nuestros cerebros que “albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe”, dice Kapuscinksi. “De ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión”.
La personalidad fronteriza, pues, no puede asimilar dos o más de dos ideas contraspuestas que, aparte, se enrarecen aún más cuando la sensación es que todo el cuerpo nacional es frontera. Para bien y para mal, México se ha vuelto un país frontera, de Tijuana a Tapachula, de Matamoros a Acapulco. El tronco todo del país se ha convertido en frontera y ciudades fronterizas —por la simultaneidad informativa electrónica audiovisual– lo son tanto Celaya como Matamoros, tanto Oaxaca como Tecate.
“Aquí en América Latina”, dice el político y hombre de letras francés Dominique de Villepin, “todos aquellos que se aprovechan del desorden y del crimen encuentran en las fronteras una guarida fácil, un terreno predilecto en donde cristalizan las dificultades que tienen los Estados para controlar su territorio y para luchas contra las amenazas, nuevas y antiguas”. Y es que el concepto mismo de frontera está en crisis, si no es que siempre lo ha estado por su naturaleza misma. Su formulación jurídica o política difiere de una época a otra: es una idea que va rehaciéndose y afinándose a lo largo de la historia. La verdad de la frontera, se pregunta De Villepin, “no es acaso una permanente metamorfosis?”
Las fronteras defensivas como el muro de Adriano en el norte de Escocia o la Muralla China respondían a las condiciones bélicas de su tiempo, pero la tecnología militar de nuestra época —naval y aérea— impone otra mirada geopolítica de las fronteras.
“Somos contemporáneos de un mundo formado por ejes de poder y de influencia más que por territorios geométricos.”


La doble ausencia

En el pasado, cuando el flujo de las migraciones no era tan masivo como en nuestro tiempo, se experimentaba como un choque la adopción de otra cultura nacional. Había una brecha en la relación del migrante con el país de acogida y había también una rotura en su relación consigo mismo. Esta persona no podía experimentarse a sí misma junto con otras o como en su casa en el mundo. Al contrario, se experimentaba a sí misma en una desesperante soledad y en completo aislamiento. El emigrante que no vuelve sufre una “doble ausencia”, según le llama a este desarraigo el sociólogo argelino Abdelmalek Sayad.
Durante el año 2008 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en los Estados Unidos enviaron a sus casas 25 mil millones de dólares, para mantener a sus familias y también para facilitarles la emigración. Es decir: 2,083 millones de dólares al mes, 480 a la semana, 68 diarios y 2 millones y medio cada hora.
Al enviar de Estados Unidos a México esas remesas, los emigrantes mexicanos —lo mejor del país, su nueva sangre, su capacidad de reproducir a la especie mexicana— alivian en gran parte la tensión social y le quitan un peso de encima al gobierno en turno. Sus remesas son apenas superadas por las de las exportaciones de petróleo y son superiores a las de la inversión extranjera directa. No es posible que a la larga o a la corta esto no tenga un efecto cultural, social y político.
La aventura de la migración, pues, ha pasado a ser un drama en la última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros, cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido político: la migración del campo a las ciudades (a principios del siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre, familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California, venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia del sida, las guerras fraticidas, religiosas e interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los bombardeos de población civil), la aventura migratoria —acuciada por la ilusión y la no improbable culminación feliz— no ha significado poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen más que una sola vida —y un solo capital: su juventud y su fuerza de trabajo— no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros. Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En otras latitudes, entre África y Europa, en las costas de las islas Canarias y de Sicilia, conocen la muerte por agua y sus pateras o botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano no tiene límites, especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans Magnus Enzensberger en su estudio La gran migración que en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura, emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria y la impotencia, porque sabe —como escribe Kapuscinski— que “la pobreza es una especie de sida social y al igual que el sida, en la mayoría de los casos, es incurable”.


La ola migratoria

Sin embargo, en nuestros días, la situación ha cambiado. Por la fuerza de los hechos y el aumento de la ola migratoria, se establecen de manera más natural las relaciones entre el inmigrante que llega y la gente del país anfitrión. Los prejuicios raciales, que no dejan de existir y perturbar, se trascienden por el impulso natural de la atracción sexual y el paso del tiempo, las generaciones de jóvenes que sustituyen a las de sus padres y abuelos, van enriqueciendo las poblaciones multirraciales en los países europeos, por ejemplo.
“La emigración es una verdadera mina de oro para la sociedad que la recibe”, sostiene la novelista española Rosa Montero. “En su inmensa mayoría, los emigrantes son lo mejor de sus países de origen: las personas más emprendedoras, más despiertas, más valientes, más activas, más responsables.”
Debido también a esta novedad de nuestro tiempo, han surgido nuevos fenómenos sociales y culturales como la formación de las comunidades transfronterizas o transnacionales en los países de llegada.
Total, que la composición de lugar de esta primera década del siglo tiene rasgos que antes no habían contemplado (porque no estaba allí) los sociólogos, los antropólogos y los etnólogos.
Enzensberger dice también que apenas es el comienzo, que no tenemos ni idea de lo grave que va a ser el problema de las emigración dentro de quince o veinte años. El caso es que, por el cambio generacional de los emigrantes, ya no se vive una “doble ausencia”: se construye más bien otra identidad nacional que nunca abandona sus valores culturales originarios. Es el caso de los nietos de hindúes y paquistaníes en Inglaterra o de los hijos y nietos de los argelinos en Francia.
La frontera ideológica se erigió en la Cortina de Hierro, pensada por Winston Churchill, y se desvaneció con la caída del muro de Berlín.
La aceleración de la globalización ha hecho porosas todas las fronteras. Los flujos de capital y de mercancías. La circulación instantánea de la información audiovisual. Y la migraciones, que cuestionan las fronteras antiguas. Ciento cincuenta millones de personas emigran cada año en el mundo. Veinte millones de refugiados buscan asilo.
Paradójicamente, antes de la globalización el mundo era un pañuelo. Tenía uno otra manera de vivirlo. La aldea global de Marshall McLuhan nos es común a todos, pero al mismo tiempo nos queda grande.



Comunidades transfronterizas

En la primera década del siglo vivimos en un espacio de flujos de capital, de bienes y servicios, de mercancías y de migrantes, que serían inconcebibles sin los flujos paralelos de la información audiovisual, las novedades culturales, musicales, cinematográficas, televisivas, y sin la beligerancia de las organizaciones criminales que se aprovechan de la tecnología más avanzada (antes sólo de uso militar) para acrecentar su poder y su logística.
En este contexto geopolítico y económico se da el surgimiento de las llamadas “comunidades transnacionales”. ¿Pero cómo puede haber una comunidad sin ley propia, sin territorio y fuera de su país original? La globalización ha venido a trastocar lo que hasta ahora se ha entendido por Estado-nación y comporta dinámicas nuevas con las que van apareciendo fenómenos exclusivos. Uno de ellos precisamente es el de las “comunidades transnacionales”.
Un ejemplo sería el de los grupos de colombianos que tienen su asiento en el Bronx, en Nueva York. Colombianos de Cali, Medellín, Pereira, Bogotá o Cartagena, constituyen una comunidad que si bien se ha ido integrando a la cultura norteamericana —o neoyorkina específicamente— conserva sus usos y costumbres, su estilo, que perviven en sus pueblos de Colombia.
Una vez llegó también al Bronx un poblano con una máquina de hacer tortillas. Después, poco a poco, su barrio empezó a llenarse de jóvenes mexicanos, pero casi todos de Puebla. Son la mayoría de los muchachos mexicanos que trabajan en Manhattan en las tiendas o en los restaurantes.
—Ni me digas de dónde vienes, paisano. Eres poblano —les dice uno.
—Sí, de San Martín Ixmilucan.
Lo mismo sucede en Los Ángeles con la comunidad
oaxaqueña zapoteca o en San Quintín, Baja California.
Piénsese como un ejemplo espejo lo que se reconoce como “comunidades de internet” que también, obviamente, son supranacionles. Comunidades de artistas, pintores, cardiólogos, etcétera, se comunican desde diferentes partes del mundo a lo largo y ancho del espacio cibernético.
Puede uno sentir —por las facilidades, el precio y la abundancia de vuelos aéreos, por el teléfono fijo o celular, los cajeros automáticos, el correo electrónico y la red— que vive varias ciudades al mismo tiempo, es decir, donde están sus afectos, es decir, su comunidad personal.
Dice Federico Besserer que algunos miembros de la comunidad de San Juan Mixtepec, Oaxaca, transitaron de su condición de sanjuanenses a estadounidenses, sin pasar por la mexicanidad, ya que su condición de indios era considerada en México el oximoron de la nacionalidad mexicana. Y algunos han aprendido el inglés primero y no el español:
“En 1995, cuando me paré en un minisúper en la salida de Halfmoon Bay, al norte de California, como a las seis de la mañana, escuché a una niña ordenar: Get the guets!
—¿Qué es eso? —le pregunté en español y me di cuenta de que la niña no lo hablaba.
—¿What do you mean by “guets”? —le pregunté de nuevo.
—Las tortillas, en zapoteco —me explicó la niña.


Y eso se debe, pues, al cambio de lo que antes, desde Thomas Hobbes y los enciclopedistas franceses, se reconocía como “Estado-nación”.
En cuanto al sentido de pertenencia ¿cuál es la patria chica, el terruño, si no esos espacios transnacionales?
Michael Kearney cree que asistimos al fin del Estado nacional y que las comunidades transnacionales le dan cuerpo a lo que en el futuro será la relación entre Estado y sociedad.
La comunidad transnacional de San Juan Mixtepec, Oaxaca —según los estudios del antropólogo Federico Besserer–, incluye Harrisonburg, Virginia; Arvin, California, Chandler Hights, Arizona, en Estados Unidos, y San Quintín, en la península de la Baja California, México.
En Madera, California, como en la colonia Maclovio Herrera, en San Quintín, viven más de mil mixtecos en cada una.
Han dejado atrás la visión territorial de la “comunidad” y han incorporado el viaje, el movimiento, como una nueva tradición.
La idea que subyace en el concepto de ciudadanía transnacional es que el migrante tiene todo el derecho de ser ciudadano sin que por ello tenga que renunciar a su identidad nacional. Por eso son muy pocos los países que niegan la doble nacionalidad. Es de lo más común ahora que una persona tenga dos pasaportes.
El contexto de todo ello es lo que los norteamericanos llaman globalización y los franceses mundialización. Este panorama internacional es nuevo porque se caracteriza por algo que antes no estaba allí. Los flujos migratorios cada vez más densos van creando en los migrantes nuevas formas de identidad y de pertenencia que van mucho más allá del multiculturalismo.
Empiezan a ponerse en entredicho casi todas las formas de control de las diferencias basadas en la territorialidad, la cada vez mayor movilidad, el aumento de la migración temporal, cíclica, y periódica, los viajes cada vez más fáciles y más baratos, la comunicación producto de la revolución tecnológica. Y son nuevas estas formas de adscripción identitaria especialmente desarrollada entre los inmigrantes.
Su identidad no se basa en un cierto territorio y por eso son un fuerte desafío a los conceptos convencionales de pertenencia a una sola nación, a un solo Estado.







La era de la criminalidad

Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito. Somos súbditos del imperio global del crimen
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden conocer ni calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal (vivimos en mundo en el que ya no importan las ideas) porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritores, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y en algunos países se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país.
Si en este tramo de la historia somos contemporáneos ya de la “edad del crimen” o de la “era de la criminalidad” se debe en gran parte a que ha cambiado la composición de lugar y de poder en el planeta. Ya no estamos viendo la película que veíamos antes. Las guerras ya no son las mismas (enfrentamiento entre Estados, conquista territorial). En el mundo moderno el territorio, por grande que sea, a veces no tiene ningún valor material ni estratégico. Lo que cuenta es el poder económico y militar.
Los actores beligerantes de nuestro tiempo son las mafias, las milicias tribales, los terroristas, los narcotraficantes y los mercenarios al servicio de todos ellos: grupos armados que se desmarcaron del Estado. Y si los grupos criminales han progresado como nunca a escala mundial es porque la nueva tecnología les favorece, porque cayó el muro de Berlín, y porque su capacidad financiera y de fuego es mayor que la de muchos países. La tecnología de punta en las comunicaciones —que antes era de uso exclusivo militar—, como internet, ahora sirve para hacer más eficiente y productiva la labor criminal.
Es otra la relación de fuerzas, la geopolítica, y por tanto el contexto en el que México enfrenta sus problemas internos. Se han desvanecido por lo demás las nociones que antes definían la naturaleza del Estado: el de monopolista de los instrumentos de violencia. El enemigo ya no es otro Estado nación (aunque no se puede olvidar el conflicto entre India y Pakistán). Todo esto cambia las reglas del luego. Los protagonistas de las guerras se mueven más por sus creencias tribales, raciales y religiosas.
Hace cinco años The Economist ya publicaba que en el mundo se mueven 15 millones de contenedores —el 90 por ciento del comercio mundial— y sólo el 2 por ciento pueden ser controlados por las aduanas. No hay fuerza aduanera que pueda controlarlo todo.
Nunca como ahora la extensión de la economía criminal había sido tan grande: un verdadero desafío armado y logístico a lo que queda del Estado moderno en este tramo de la historia.
Misha Glenny, autor de McMafia, periodista británico de origen ucraniano, cree que todo esto es consecuencia de la globalización —la tecnología ha multiplicado las ganancias del crimen— y que la nuestra es la edad de oro de la mafia: la edad del crimen.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo, obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes.”
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura.


Gran finale

Pero por lo pronto, podemos decir que nos ha tocado vivir un mundo tan maravilloso como trágico. El siglo
XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades, el fin de la guerra fría, la revolución electrónica, las revelaciones de la neurología (el descubrimiento de esa terra incognita que sigue siendo el cerebro). Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. Empieza a llegar a la jefatura de los Estados una nueva generación de políticos, a la Casa Blanca por ejemplo.
Si en las civilizaciones antiguas lo que tenía más valor era la tierra y la máquina, “en la civilización que está surgiendo ahora no habrá nada más valioso que la mente humana, su capacidad de conocer y crear”. Ojalá que una mayoría cada vez más numerosa tenga acceso a la que tal vez sea la experiencia mas sublime del ser humano: el conocimiento.
El telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con las prensa escrita como se temía; ahora ni internet ni el correo electrónico sustituyen al reportero in situ, con todo su miedo y sus emociones en el lugar de los acontecimientos y que no ha perdido la fe en la palabra escrita: los medios amplían el método de transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se complementan.
Somos los primitivos de una nueva era.

http://federicocampbell.blogspot.com/

Thursday, February 10, 2011

Escritores melómanos




De las relaciones entre la música y la literatura se ha hablado y escrito muchas veces. Basta recordar la novela Doktor Faustus, de Thomas Mann, para entender el significado que ha tenido la música entre los escritores, por no abundar más en la relación de Mann con Schoenberg cuando ambos vivían en Los Ángeles durante los años de la segunda guerra mundial.
Pero lo que más llama la atención son los casos de desinterés o indiferencia por la música que también se da entre ciertos escritores. A esta apatía Oliver Sacks la llama amusia. Por ejemplo, Jorge Luis Borges no tenía una gran pasión musical. No se le nota en sus escritos. Tampoco Octavio Paz, que parecía un tanto indiferente a la música. Henry James no hace mención de la música ni en sus novelas ni en su ensayos. En Una autobiografía soterrada —una poética de su ficción—, Sergio Pitol no alude para nada a los compositores ni la música, aunque saben sus amigos que cuando el veracruzano vivió en Praga y en Moscú nunca se perdía las temporadas de ópera.
Por lo contrario, se sabe de escritores que han sido y siguen siendo muy melómanos: Álvaro Mutis, por ejemplo, lo mismo Gabriel García Márquez. Y otros: Jorge Aguilar Mora, Margo Glantz, Eduardo Lizalde, Juan Benet, Antonio Alatorre, Eugenio Trías. Ah, y no se diga nuestro querido Juan Rulfo, que se amanecía hasta las cuatro de la mañana escuchando a Frescobaldi, Orlando de Lassus, Palestrina, Charpentier, Gabrielli, Gesualdo, Perotinus.
Una vez Jorge Brash se lo encontró en la librería El Ágora, y Rulfo le preguntó:
—¿Y usted qué discos compró, si se puede saber?
—Estos —le dijo Brash y le mostró unos de Frescobaldi y Palestrina.
—¿Y ya conoce a Heinrich Schütz?
Rulfo se refería al compositor alemán que vivió entre 1585 y 1672 y que alcanzó la fama gracias a sus Cantiones sacrae y las Symphoniae sacrae.
Ludwig Wittgenstein también era una persona intensamente musical.
Hace poco Ediciones del Equilibrista ha hecho justicia a Jomi García Ascot al resucitar editorialmente su libro Con la música por dentro, pues como se sabe el poeta era un enamorado de la música y —en prosa de ensayo y de crítica— le puso letra a su pasión más íntima. Y es que, como dice Joan-Carles Mèlich, sólo hay dos cosas que nos pueden educar o preparar para la muerte: la narración (en el sentido del que habla Walter Benjamin en su ensayo “El narrador”) y la música.
“De todos los artefactos simbólicos que los seres humanos han fabricado para hacer frente a la amenaza de la contingencia, al flujo del tiempo, a la ausencia y a la muerte, podrían destacarse dos de especial relevancia: la narración (oral y/o escrita) y la música”, escribe Mèlich.
El más reciente libro de Kazuo Ishiguro, por otra parte, lleva en su título Nocturnos la alusión al contexto que significa la música cuando arma sus historias sobre algún saxofonista, un violonchelista, un guitarrista y ensaya narrativamente varias variaciones sobre un mismo tema como si ejecutara literariamente un concierto de cámara.
Al gran inventor de la neuronarrativa, Oliver Sacks, le preguntaron una vez qué clase de música le gusta mas y a cuáles compositores pondría en su iPod.
Aclaró el autor de Musicalia que no usaba iPod pero que en caso de tenerlo incluiría Fantasía en Fa menor, de Chopin, tocada por Arthur Rubinstein.
Añadiría además Don Giovanni, la ópera de Mozart; La consagración de la primavera, de Stravinsky; el Concierto para violín en Mi menor, de Mendelssohn, ejecutado por Joshua Bell; La bella molinera, de Schubert, cantada por Dietrich Fischer-Dieskau; las Sonatas para piano de Beethoven, interpretadas con Alfred Brendel; la Rapsodia para contralto, coro y orquesta, de Brahms; la Misa en Si menor de Bach; y la Chacona en Re menor, de Bach, tocada por Yehudi Menuhin.

Diccionario del alma

Para Antonio Alatorre, nuestro
mayor hombre de letras


Al principio, el Diccionario clínico del alma, de Jesús Ramírez Bermúdez, parece un libro inclasificable. ¿Estudio clínico o ensayo literario o filosófico? ¿Por qué? Porque se remite a una tipo de reflexión expuesta de manera narrativa que explora las diferentes experiencias de la percepción humana a través de los cinco sentidos.
Se trata de un ensayo sobre las enfermedades o los desarreglos del alma y podría inscribirse —si es que las catalogaciones tienen algún sentido— dentro de los que podríamos llamar neuronarrativa (relatos relacionados con el cerebro y sus enigmas) de la que han sido practicantes el inglés norteamericano Oliver Sacks y el mexicano Francisco González Crussí (que ejerce en Chicago) aunque este último no se especialice en asuntos del infinito e insondable cosmos cerebral.
La neuronarrativa es el nuevo género literario de nuestro tiempo.
No es lo que en el marketing de la industria farmacéutica suele denominarse “literatura médica” (un conjunto de folletos de propaganda farmacética) sino de una narrativa que tiene que ver con las experiencias de la percepción y que en ese sentido se emparenta con el quehacer literario propiamente dicho. Porque si alguna relación de hermandad existe entre la ciencia y el arte es la que se tiende entre la neurofisiología y la literatura. Ambas nos dan cuenta de los modos, los matices, los equívocos que comporta la percepción del mundo y que también ha cautivado a filósofos de la estirpe empirista, como el escocés David Hume.
Es fascinante la inquietud científica que nos depara nuestro tiempo. Somos los primitivos de una nueva era en la que, en cierto modo natural y no imposible de entender y asimilar, los escritores de cuestiones científicas llegan a tener decenas de miles de lectores. Estos autores —muchos de ellos dados a conocer en México por Luis Estrada y Carlos Chimal— responden a los nombre de Richard Dawkins, Stephen Jay Gould, Antonio Damasio, V. S. Ramachandran y otros.
En ese ámbito se mueven el pensamiento y la escritura de Jesús Ramírez Bermúdez que reconoce en los pacientes mismos (es jefe de la Unidad de Neuropsiquiatría del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía) la inspiración de su libro pues todo parte de los relatos, de las cosas que cuentan y el modo de verbalizarlas que tienen los enfermos.
Nadie mejor que el doctor Fernando González Crussi explica en el prólogo cómo en el Diccionario se justifica el uso de la palabra alma y no espíritu ni mente ni inconsciente. Hay detrás una larga historia de la locura y de las diferentes ideas que los hombres de han hecho de los trastornos físicos humanos. Y lo que antes se identificaba como pasión diabólica, aberraciones somáticas, obsesión erótica, histeria, tiricia, ahora puede muy bien denominarse “desarreglo molecular de agentes transmisores neuronales”.
Si se dice que el animal humano se diferencia de los otros animales porque es el único que tiene consciencia de su propia muerte, también se razona en este importante libro que la enfermedad mental acaso sea otros distinción: no la que refrenda la animalidad que nos es intrínsica, no una negación o una denigración de la naturaleza humana, sino la otra cara de la moneda: “la vertiente umbría de nuestra inalienable humanidad”. Tal vez la locura sea una prueba de nuestra humanidad más que de nuestra animalidad.






















Un negro en la Casa Blanca es un blanco perfecto


La política desemboca, o nace,
en las creencias: puede ser el
teatro mortal del Poder, pero
a su alrededor —en bambalinas o
en las butacas— está la presencia
inevitable de las creencias.
—Jorge Aguilar Mora

Si alguna enseñanza nos depara la reciente jornada electoral en Estados Unidos es la que tiene que ver con el papel de la propaganda o, más en lo particular, de la televisión y el dinero.
No sólo ha sido una preocupación de los académicos y los “actores políticos” la idea de que las elecciones se ganan con televisión y dinero. Es una apuesta que se sigue haciendo a pesar de que algunos candidatos, aquí y en otras partes, han ganado teniendo a la televisión en contra. De cualquier manera, gane o pierda el candidato al que apoya, la televisión es indispensable para el fraude electoral porque a base de repeticiones puede establecer un consenso de aceptación.
El escenario electoral, pues, de los últimos días nos ha vuelto a dar la impresión de que la verdad no tiene la menor importancia en la política. Entran en su percepción los prejuicios y sobre todo las creencias de los votantes: según su clase social y económica, su raza, su nivel de escolaridad, sus relaciones familiares, laborales y sociales que establecen con quien se habrá de quedar bien o mal. Cuando alguien decide creer en algo o en alguien no hay poder humano ni razón alguna que lo haga cambiar de opinión.
Se puede montar un spot televisivo sosteniendo que los chinos y el presidente Obama conspiran para destruir el “imperio americano” y gran parte del electorado se lo cree porque eso le conviene creer. Así como le gusta creer que Obama es musulmán y que no nació en Estados Unidos.
Si se tiene la creencia de que un sistema de salud para todos sigue las pautas de un modelo socialista no importa recordar que países que también lo tienen, como Canadá, Suecia, Francia y la Gran Bretaña, están muy lejos de ser países comunistas.
En aras de la “libertad de expresión” —que, como todos los derechos, tiene sus límites— la Suprema Corte autoriza a que las grandes empresas aporten la cantidad de dinero que quieran a las campañas y en muchos casos los partidos no tiene que revelar el origen de esas aportaciones.
En un reflejo de imitación extralógica no faltan en México ciudadanos de buena fe que sienten la necesidad de hacer las cosas como en Estados Unidos, a pesar de que la sociedad mexicana no es como la estadounidense, ni por su composición étnica ni por su nivel de ingresos. Aquí tal vez tenga sentido vigilar de dónde procede el dinero en las elecciones porque puede tener su origen en la economía criminal y porque a nadie le gustaría que el resultado de una elección lo determinen los grupos que tienen más dinero y más televisión.
Está también el fenómeno nuevo de un canal televisivo, Fox, que actúa como partido político contendiente. La rienda suelta a las creencias ha permitido asimismo desinhibir cierto racismo encubierto en la coartada de que lo democrático por excelencia es criticar al Presidente y oponerse al poder establecido.
Por lo demás, débese al ingenio popular del mexicano el enunciado de este artículo: la paráfrasis de un chiste que circuló durante las elecciones de 2008 en Estados Unidos. “¿Qué es un negro en la nieve? Un blanco perfecto.”

Las tres lenguas que se hablan en México

En México se hablan tres lenguas: la de los jóvenes, la de los de mediana edad y la de los viejos. Es propio de los jóvenes de ahora emplear el verbo iniciar en lugar de comenzar o empezar como todavía lo declinan los viejos. La generación que se está inaugurando en el mercado laboral siente como muy natural decir “Que tenga un buen día” en lugar de la frase acostumbrada antes y aún vigente entre los viejos: “Que le vaya bien.” Todo ha de ser imitación del inglés: Have a good day.
Ya hay quien dice “Buen día”, al menos en el DF, y no como antes: “Buenos días.” Hay que ajustarse a la lengua del imperio.
Los abogados jóvenes dicen ahora “El debido proceso”, mientras sus tíos o abuelos prefieren decir “Un proceso justo”.
Ése es el punto. That’s the point.
“Este día inician las clases”, afirma una muchacha de veinte años. “Hoy empiezan las clases”, diría un anciano no necesariamente ilustrado.
Un chavo de la Universidad Patito dice: “No estamos haciendo las preguntas correctas”, mientras que su profesor de 62 años diría: “No nos estamos dando a entender.”
Uno de los primeros fonetistas que hubo en el mundo, el abate Rousselot, se fue a una aldea francesa a estudiar la lengua de las gentes y le pareció que se hablaban en realidad tres lenguas: la de los viejos, la de la gente de mediana edad, y la de los jóvenes. Veinte años después otro lingüista fue a la misma aldea francesa para corroborar las conclusiones del otro. Pues bien, los viejos habían muerto, los de mediana edad era más viejos, los jóvenes eran ya de mediana edad y había una nueva generación, pero existían las tres lenguas idénticas que el primer visitante había detectado.
Al pasar a la mediana edad, los jóvenes adoptaban la lengua exacta de la gente de mediana edad, y los de mediana edad adoptaban la de los viejos. No había un tendencia al cambio de la lengua, y los tres estratos subsistían. Es elemental. El tratamiento de usted, por ejemplo, no lo usan los niños al empezar a hablar, pero a partir de cierta edad el niño adopta el tratamiento de usted.
Una de las cosas que suceden cuando uno se va volviendo menos joven es que empieza a notar los cambios en el uso de las palabras. Quienes pasamos de los sesenta años estamos todavía en un español que considerábamos más o menos correcto por sus convenciones habladas y escritas. Pero, como es natural y lógico, este español ya no coincide con el habla de la generación Güey que se distingue por el uso reiterativo de la expresión “güey” —como un signo de puntuación o un estribillo— y se ha educado en la televisión, el internet y el contacto diario con el inglés de la televisión traducido por traductores malos y baratos. De hecho todos los días los mexicanos tenemos contacto con el inglés, todas las noches ante la televisión, más que con las lenguas indígenas de nuestros hermanos que ni siquiera reconocemos por su fonética.
Es de esperarse, pues, que este nuevo español estadounidense que empieza a hablarse en México sólo sea un estilo momentáneo de la generación Güey y de los de mediana edad. A lo mejor cuando se acerquen a la última edad (y no a la “tercera”) les dará por volver al español antiguo que no tiene por qué sentirse inferior ante el inglés.
Otra cosa que se está perdiendo es la sabiduría del verbo transitivo: antes el Jerry Galarza decía: “Me duele la pierna”. Aparte de que sólo a él le puede doler su pierna, basta el “me” para indicar que se trata de la suya. Ahora el Titi Montoya dice: “Me duele mi pierna”, como si le pudiera doler la de otro. Me duele mi cabeza. Me duele mi estómago. En esto los que tienen la culpa son los locutores de deportes que ace ya muchos años que ya no viven en Panamá, Puerto Rico, Santo Domingo, Caguas, Caracas, y promueven el predominio del nuevo español estadounidense.
Por lo demás, no hay que olvidar el derecho que tiene cualquier persona de hablar como le dé la gana o como Dios le dé a entender. En materia de lenguaje las categorías “correcto” o “incorrecto” no tienen ningún sentido. La lengua es una cosa viva, en constante evolución.
Lo que me pasa es que me fascinan los cambios que están teniendo lugar en estos años y en cosa de pocos años (debido a los mass media que legitiman los errores por repetición) y me gustaría que los filólogos, fonetistas, lingüistas, nos explicaran lo que está sucediendo.
El tema del desplazamiento del español por el inglés ya está siendo estudiado por lingüistas de la Universidad de Cucurpe.
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