Tuesday, December 11, 2007

La era de la criminalidad

Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito.
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritore, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país. En el caso de México es evidente: un país saqueado, en manos de unos veinticinco grupos de compadres, empresarios y políticos. Mientras los narcotraficantes hacen su rancho aparte.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo (Editorial Urano, 2007), obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes”, dice Fernando Martínez Laínez en el suplemento literario del diario madrileño ABC.
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
El autor señala que fundamentalmente actúan en el mundo nueve mafias: la siciliana Cosa Nostra por supuesto, la Cosa Nostra estadounidense, la Camorra de Nápoles, la N’drangheta de Calabria, la Sacra Corona Unita de la Puglia, la Mafyya turca, la Mafia albanesa, la Yakuza japonesa y las Tríadas chinas. (Tal vez le faltó la mafia rusa.) De hecho estas organizaciones de algún modo gobiernan, especialmente en regiones de un país a donde no llega el poder del Estado. Si hay un vacío, la mafia lo llena. Manejan cada año miles de millones de euros o de dólares que se funden en el amasijo de las finanzas internacionales: bancos, casas de cambio, casinos, books de apuestas, paraísos fiscales, industria de la construcción, hotelería.
Casi todas esas mafias tienen sus ritos secretos, son muy rituales y el pacto de sangre —al jurar fidelidad a Cosa Nostra, por ejemplo— no es infrecuente. Y su poder se ejerce, para mantenerlo, mediante una estructura criminal que mata y esconde los cadáveres (en toneles de ácido, por ejemplo). Si se necesitara otra palabra para denominar a la mafia ésa palabra sería sangre. En muchos lugares del mundo, las mafias llegan a tener una capacidad de fuego superior a la del ejército oficial y dominan territorios y poblaciones no necesariamente pequeñas. Llegan incluso en el continente americano a cobrar el pizzo, la extorsión a los negocios típicamente siciliana. Se dice que en México, en algunas regiones, ya se empieza esta práctica.
Y es que todo empezó en Sicilia, hará unos 150 años, hacia mediados del siglo XX, cuando en las enormes extensiones para el cultivo de cítricos, ciertos guardias blancas empezaron a apropiarse de las haciendas y a extorsionar hasta hacer que la protección se incluyera como un insumo imprescindible (como el capital y el trabajo) en la producción. A partir de allí, todo fue imitación, contagio colectivo, y exportación de esa cultura criminal hacia Nueva York, por ejemplo.
Si en México los espacios del crimen no hubieran estado cubiertos por los políticos y los militares, seguramente también la mafia hubiera sentado sus reales entre nosotros.
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura, como los de la Suprema Corte.


La coartada de la legalidad


El poder es la capacidad
de una clase para
defender sus intereses.

—Nicos Poulantzas

La reciente exoneración que la Suprema Corte de Justicia “obsequió” al gobernador de Puebla Mario Marín nos ha puesto a reflexionar en el sentido de la justicia. Vemos, una vez más que —en última instancia, que es la de la SCJ— esa justicia depende de la subjetividad de los jueces. Y en esa subjetividad caben la debilidad humana, las emociones, la ideología, la biografía personal, el estado de ánimo, las creencias políticas y religiosas, las relaciones de poder, los intereses políticos y económicos, e inclusive los altos sueldos con los que se les remunera.
La política de los sueldos altos ilustra muy bien algo que parece ser una contradicción en los términos: la corrupción legalizada.
Unos magistrados pueden decidir que no hubo una acción concertada entre funcionarios tendiente a violar las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho y que no deben sancionar como prueba válida una grabación conseguida de manera ilegal. Otros —que saben tanto derecho y cuentan con tanta experiencia judicial como los otros— sostienen que sí hubo elementos de sobra para estatuir que fueron violadas las garantías individuales de la autora de Los demonios del Edén y que la grabación, en el contexto de la pederastria, era una hipótesis que adquiriría valor probatorio si otros hechos (como los recogidos por la Comisión de Investigación) la refrendaban.
En la investigación, en su carácter de ministro instructor, Juan Silva Meza planteó la responsabilidad de treinta funcionarios y exfuncionarios de los poderes Ejecutivo y Judicial de Puebla y Quintana Roo por haberse concertado para violar las garantías de Lydia Cacho. Hubo un aprovechamiento y un uso ilegítimo del aparato de gobierno en contra de una persona y a satisfacción de otra. Todavía más: se trató de una componenda en la que se violaron los principios de división de poderes, del federalismo y de la independencia judicial.
En contra del dictamen estuvieron:
Sergio Aguirre Anguiano: “Para mí no existe probado, con prueba idónea, en la especie, que la señora Cacho haya sufrido violación grave de sus garantías individuales.”
Mariano Azuela Güitron: “No está probada la violación gravísima de garantías individuales.”
Margarita Luna Ramos: “Sí pudo haber violaciones a sus garantías individuales, pero violaciones posiblemente resarcibles… a través de los medios jurídicos que establece nuestro propio sistema jurídico.”
Olga Sánchez Cordero: “Es inexacto lo que se afirma en el sentido de que existen elementos suficientes para tener por demostrada la injerencia del funcionario…”
Guillermo Ortiz Mayagoitia: La grabación “demuestra una intervención aislada para que se llevara adelante un proceso penal, cuyas irregularidades… Yo diría que son irregularidades menores… en todo caso una señal mal interpretada por parte de quienes ejecutaron los restantes actos”.
Sergio Valls Hernández: “No se acredita de manera fehaciente violaciones graves a las garantías individuales de la señora Lydia Cacho.”
A favor se pronunciaron:
José Ramón Cossío: De las llamadas telefónicas se desprenden ciertos patrones “que permiten comprobar una violación grave derivada de un concierto de autoridades”.
Genaro Góngora Pimentel: “Para mí sí quedó probada la violación grave. Para mí sí hubo concierto de autoridades.”
José de Jesús Gudiño Pelayo: “Yo creo que sí hubo violación grave de garantías individuales. Considero que sí hubo concierto de autoridades.”
Juan Silva Meza: “Sí queda probada la violación grave de garantías individuales… Sí existió concierto de autoridades para llevar a cabo esa violación… Tengo la convicción plena de que en un Estado constitucional y democrático de derecho, la impunidad no tiene cabida”.
Se cancela también con esta resolución la posibilidad de que en otras instancias del poder judicial algún juez federal se atreva a proceder en contra del gobernador Mario Marín sabiendo cuál fue el parecer de la Corte. Y con todo ello puede darse por finiquitado el asunto, como cosa juzgada. Una vez establecida la “verdad jurídica” se entiende que ya se hizo justicia. Ya no hay instancia más arriba. Todo se encomienda a la “interpretación”. Y con esa “verdad técnica” se cierra el circuito de la legalidad.
Lo que fue un golpe bajo por parte de la Corte ha sido la omisión de las redes de pornografía infantil y el abuso sexual de menores que están en el trasfondo y respecto de los cuales la Comisión de Investigación recogió no pocos testimonios. En términos prácticos, no necesariamente jurídicos, esa exclusión equivale a un encubrimiento.
Ha sucedido como en Rashomon, la película de Akira Kurosawa: cinco personas presencian un asesinato (desde cinco puntos de vista o lugares diferentes) y cada una ve algo distinto. Con otras palabras, Luigi Pirandello venía a decir más o menos lo mismo: en este mundo cada quien ve la “realidad” que le conviene.
Este golpe bajo a quienes querían creer en la justicia ha significado también —por las componendas electorales del candidato del PAN a la presidencia en 2006— un descrédito para el régimen actual. Siempre los jueces que visten la toga pretexta encontrarán una justificación legal para decidir una cosa o su contrario, como se pudo entrever el año pasado en el Tribunal Federal Electoral que dejó la estela de unas elecciones sospechosas. Está en la naturaleza misma del acto de juzgar. Por lo mismo, en Estados Unidos se habla de jueces “conservadores” y jueces “liberales” al considerar como inevitable la subjetividad ideológica. Y en México todo se hace dentro de la “normatividad”, todo es legal. Todos los días alguien se roba algo del erario público, pero ha de documentarse dentro de la legalidad para el caso de que haya una auditoría. Nadie roba fuera de la ley. Es una de las contribuciones más originales de México a la cultura de la corrupción.

Wednesday, December 05, 2007

El cerebro y la música

Las más recónditas regiones del cerebro no son insensibles al arte de bien combinar los sonidos y el tiempo. Los efectos de la música en el estado de ánimo se han reconocido desde hace mucho tiempo, a tal grado que no pocas personas y psicoterapeutas se toman ahora más en serio que nunca las virtudes de la musicoterapia. Pero el libro de Oliver Sacks, Musicophilia (historias sobre el cerebro y la música) no se detiene en este uso actual de la música. Se refiere más bien a ciertos casos en los que la víctima de un accidente, con lesión en cierta parte del cerebro, cambia su actitud ante la música.
Y se puede entender muy bien esta observación del escritor neurólogo, Oliver Saacks, el mismo que firma los ya célebres libros como Migraña, Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Basta hacer memoria y traer a la conversación con nuestro desocupado y atento lector la experiencia o la relación que uno ha tenido con la música. A mí me ha parecido que en mi segunda década de estancia en este mundo, hacia los catorce años, cuando iba a terminar la secundaria, yo tenía una mayor sensibilidad ante la música. En el verano de 1954 en Tijuana, mientras transcurrían apaciblemente julio y agosto, yo me encerraba en mi cuarto a escuchar una composición de Schubert que ha sido la banda sonora de mi vida: Rosamunda. Había yo comprado unas bocinas en una tienda de San Diego y me hice de dos cajas de cartón en las que inserté cada bocina sobre un círculo previamente dibujado y recortado. Me coloqué en medio de las dos bocinas, que quedaron a ambos lados de la cama, y nunca como entonces he vuelto a sentir una emoción tan fuerte con la música. Nunca más, en el resto de mi vida.
Viví muchos años no indiferente pero sí muy poco apasionado respecto a la música. Sin embargo, por no sé qué razón concreta, hará unos cinco que empecé a enamorarme de todas las sonatas de Mozart y de Schubert. Tanto que actualmente vivo entre dos mujeres pianistas y aún no sé por cuál decidirme: la portuguesa María Joâo Pires y la japonesa Mitsuko Uchida. No hay día en que no oiga algunas de los sonatas de Schubert y los impromptus, interpretados por esas dos damas virtuosas.
La primera historia que relata Oliver Sacks es la de un cirujano ortopedista, Tony Cicoria, que pasaba un día de campo con su familia. De pronto, se acercó a una cabina telefónica, una tarde de 1994, en algún pueblo de estado de Nueva York, y le cayó un rayo. Apenas vio el relámpago cuando ya estaba saliendo disparado hacia atrás.
Cicoria creyó que estaba muerto, pero el dolor le indicó lo contrario: sólo los cuerpos vivos sienten dolor.
—Estoy bien —le dijo a la enfermera de cuidados intensivos—. Soy médico.
—Pues hace unos minutos no estaba nada bien.
Luego fue a ver a un neurólogo porque se sentía lento y débil y con problemas de memoria. Se le olvidaban los nombres de personas que conocía. Se hizo unas pruebas y nada parecía fuera de lugar. Semanas después volvió a su trabajo. Tenía aún ciertas fallas de memoria pero sus habilidades quirúrgicas estaban tan bien que nunca. Volvió, pues a la normalidad, pero poco a poco empezó a sentir una insaciable deseo de escuchar música de piano. Y eso no tenía nada que ver con su personalidad de antes del traumático rayo. Había tomado algunas lecciones de música cuando era más joven, pero sin mayor interés. En su casa no había piano. Sólo escuchaba rock. Empezó entonces a compra discos y se obsesionó con una grabación del pianista Vladimir Ashkenazy, unas piezas de Chopin: “Viento de invierno”, una polonesa y “Teclas negras”. Se moría de ganas de tocarlas.
La música se le metió en la cabeza. Soñaba con música. Se compró un piano y se puso a estudiar formalmente música. No sólo estaba inspirado. Estaba poseído por la música. Empezó también a interesarse en leer libros. Leyó sobre experiencias de cercanía con la muerte y sobre relámpagos. Seguía trabajando como cirujano, pero su cabeza y su corazón estaban en la música. Se divorció en 2004 y tuvo un accidente de motocicleta, pero nunca perdió su pasión por la música. El rayo le cambió su sensibilidad.
Y es que la música nos puede llevar a profundas emociones. Nos puede persuadir para comprar algo o hacernos recordar a nuestro primer amor. Nos puede sacar poco a poco de una depresión (oígase al sonata No. 14 en C menor KV 457 de Mozart interpretada por Mitsuko Uchida) porque es indudable que la música ocupa más zonas del cerebro que el lenguaje mismo. Los seres humanos, dice Sacks, somos una especie musical.
Las historias que cuenta Oliver Sacks acerca de personas que tratan de trascender o sobrellevar sus disfunciones y a adaptarse a diferentes situaciones neurológicas nos han llevado a cambiar la forma en que pensamos acera del cerebro y la experiencia humana. En Musicophilia examina el poder de la música en pacientes, músicos, y gente común y corriente, desde al caso de Tony Cicoria hasta el de unos niños con síndrome de Williams que son hipermusicales desde que nacieron; desde la gente con “amusia”, para quienes una sinfonía suena como un choque de cacerolas y ollas, hasta el caso de un hombre que no recuerda nada musical más allá de siete segundos.
Sacks nos habla también de alucinaciones musicales irreprimibles, que siguen de día y de noche incontrolables. Y del efecto de la música en enfermos de Parkinson o de Alzheimer.


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Musicophilia Tales of Music and the Brain. Oliver Sacks. Alfred A. Knopf. New York, 2007


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