Friday, November 25, 2011

NUESTROS CHINOS

La imagen es la de un amanecer en una de las colinas de Corea que las tropas estadounidenses en 1952 trataban de recuperar para establecer la demarcación del paralelo 38.

Uno de los soldados, Ray Mendoza, avanza adelantándose a su pelotón y cree distinguir a lo lejos la figura de un combatiente norcoreano que salta entre las trincheras y las fosas de los bombardeos.

A bayoneta calada Ray corre tras el soldadito saltarín que de pronto se esfuma. Ray salta entre una fosa y otra y ve al fondo y abajo el horror en el rostro del muchacho. Sin ningún titubeo, el californiano brinca sobre él y le coloca la punta de la bayoneta en la garganta.

—No me mates no me mates, no seas cabrón —le grita el norcoreano.

—Oye pérate pérate pérate y tú ¿por qué hablas español?

—Es que soy de Culiacán —le dice el otro.

El recuerdo reinventado de esta escena proviene de una lectura: Los motivos de Caín, de José Revueltas. Nos pone a cavilar en ciertas calles de la infancia, en Tijuana o en Mazatlán, en Hermosillo, en El Altar: nunca faltaba el compañerito de la primaria o de la secundaria que tenía los ojos rasgados y un apellido a veces monosílabo, como Ley. Rosa Yamada, japonesa tijuanense, era la delicadeza misma en su diminuta y elegante persona.

Y es que los chinos —como les decíamos a todos, coreanos o japoneses, mongoles o birmanos— nunca nos han sido extraños en ese corredor sentimental que va de Escuinapa a Tijuana. Tanto que Mexicali no tendría la fisonomía humana que tiene sin los chinos de los restaurantes y las casas de cambio. De ahí la frase de Daniel Sada: “La comida típica de Baja California es la comida china.” No sabíamos si eran coreanos o chinos, pero lo cierto es que los japoneses trajeron el beisbol a Tijuana: Óscar Kawanishi, So Yasuhara, Takeshí Morita. En otros lados, en Santa Rosalía, Baja California Sur, por ejemplo, pueden visitarse todavía los restos de un cementerio chino.

La historia que está detrás es que luego de concluidos los trabajos del ferrocarril en Arizona, California y Nuevo Mexico, no todos los chinos que empleaban en los “company towns” se quedaron allá. No pocos fueron contratados en 1909 por la Colorado River Land Company, que no quería trabajadores mexicanos, para labrar las tierras del valle de Mexicali. Más triste es la persecución racista y criminal de los chinos en Sonora, cuando tanto en Sonora como en Baja California se organizaron los comités antichinos entre 1923 y 1936 en los años de los gobernadores sonorenses Francisco S. Elías y Rodolfo Elías Calles, pero sobre todo antes, cuando el gobernador era Alejo Bay (1923-1927) que promulgó leyes infamantes contra los chinos: prohibición absoluta de casarse con mexicanas, necesidad de permiso de la autoridad municipal de su domicilio para cambiarlo a otra población, limitaciones al comercio, etcétera.

El remate de la cruel campaña fue la expulsión de los orientales, aprovechada por quienes aceptaron cuidarles sus bienes mientras conseguían regresar. Ni volvieron ni les regresaron sus bienes.

“La xenofobia en Baja California no ha sido debidamente estudiada por la historia. A penas mostró los episodios locales de sinofobia. Pero el racismo intrínseco de los

bajacalifornianos va más allá de nuestra convivencia con los migrantes chinos, a quienes hemos vuelto invisibles y sólo pensamos en ellos a partir de la experiencia culinaria”, dice Víctor M. Gruel en su tesis sobre el manicomio de la Rumorosa.

Era la década del fascismo en Italia y Alemania. Fueron los años de la fundación del PRI a instancias de Plutarco Elías Calles. Dicen los que lo han oído que alrededor de 30 mil chinos fueron asesinados o expulsados. La cifra parece exagerada. Lo que sí se sabe es que algunas de las viejas familias más ricas de Hermosillo pusieron la primera piedra de sus fortunas con casas robadas a los “chales”. Otras cosas se dicen o se saben de ellos en Badiraguato: les atribuyen la introducción de la cultura del opio en la serranías y las barrancas.

Sin embargo, para refrendar que la memoria engaña o colorea de otro modo la materia recordada, en su novela José Revueltas en ningún párrafo se refiere a la escena de la fosa y la bayoneta. Eso se lo inventó algún lector que con los años acomodó la historia a sus fantasías personales. Pero Revueltas sí habla de Culiacán, donde radicaban los padres de Kim, mexicana ella, coreano él.

* * *

Lo que sucedió fue que Revueltas se encontró una vez en Tijuana frente al hotel Nelson, sobre el callejón Argüello, a un chicano de Los Ángeles que había desertado del Army y el hombre estaba deshecho: se sentía una guiñapo no sólo por haber corrido con la experiencia de matar sino por haber torturado nada menos que al paisano que aprehendió en combate.

El personaje no es Ray, como yo lo recordaba, sino Jack. Jack Mendoza. El muchacho norcoreano efectivamente era de Sinaloa pero luego sus padres se fueron a Corea y él, Kim, a estudiar a la Universidad de Peipín. Llevaba en la bolsa de su camisa una credencial del Partido Comunista de Corea y Jack se la quitó y la tiró para que no lo fueran a maltratar mas los gabachos.

Yo leí Los motivos de Caín hace más de veinte años y me gusta contar esta anécdota a mis amigos del Noroeste. Pero ahora que he releído el texto me doy cuenta de que por ningún lado está la escena de la trinchera y la bayoneta en la garganta del soldado norcoreano. En esencia ésa es la situación dramática y el sentido de la novela, pero Revueltas no la pinta así.

Para que vean ustedes cómo la memoria inventa y de la lectura de novelas queda algo que uno va recreando, transformando y repintando de otro modo.

La democracia mediática

El ojo que ves no es ojo

porque tú lo veas;

es ojo porque TV.

—Antonio Machado

Una de las cosas nuevas que sí hay bajo el sol en nuestro tiempo es la intrusión de los medios audiovisuales, televisión y radio, en la democracia electoral, que ya no es como lo era en la Atenas de Demócrito. Ahora la actividad comunicativa se encuentra entre las más manipulables y es un cuchillo de dos filos: puede servir para pervertir la democracia y echarla a perder o para conducir a la humanidad a una de las fases más sublimes de su historia: a una democracia plena y madura, sana y constructiva.

Dicen los especialistas que la televisión ha transformado la política. “Más que el Parlamento, la televisión es el gran foro público donde se debate lo que a todos atañe y donde se libran las batallas por el poder”, se sostiene en la Democracia mediática (Ed. Ariel, Barcelona, 1999) que armaron Alejandro Muñoz-Alonso y Juan Ignacio Rospoir, profesores de opinión pública en la Universidad Complutense de Madrid. Se trata de una recopilación de siete artículos sobre campañas electorales en Gran Bretaña, Alemania y España. La idea de fondo es que la “democracia mediática” es aquella donde los medios llegan a usurpar funciones propias de las instituciones y conduce a la uniformación o a la “norteamericanización” de la política. Todo ha de ser, al manos en los países débiles y proclives a la imitación, como en Estados Unidos.

“La televisión ya no es sólo la cancha en la que se dilucidan las batallas políticas, sino también el arma que se utiliza para asegurarse la victoria”, cueste lo que cueste. Porque la tentación de controlar al Estado es muy grande y porque, ya lo sabemos en México, la política es dinero. Una de las motivaciones más fuertes al intervenir en las campañas electorales es conseguir el poder para hacer negocios y proteger los que ya se tienen.

Enrique Peña Nieto dice que no es el candidato de Televisa pero lo cierto es que no estaría en el lugar que ocupa hoy en las encuestas si no hubiera hecho el gran negocio propagandístico para aparecer casi todos los días, durante los últimos cinco años, en los noticieros de la concesionaria. Jenaro Villamil ha documentado que con Televisa se han firmado y pagado contratos hasta de mil millones de pesos, a cambio de inventar la candidatura de Peña y pasar como notas periodísticas actos de verdadera propaganda machaconamente. Se dice en los mentideros de la Condesa, en el Mama Roma, en los de Tijuana, en el cafetería del hotel Lucerna, o en la del hotel Gándara de Hermosillo, que Televisa va a poner Presidente. No pocos pesimistas lo creen. “Si no es que ya lo puso”, dicen los más amargados.

El regreso del PRI si sería tan grave si no fuera que equivale a que lo peor de la política nacional se reenganche con Peña Nieto: el grupo de Atlacomulco, los hampones del Estado de México, los hijos de Hank González, Salinas de Gortari, Montiel. Es tal la prepotencia y la convicción de que ya está en la Presidencia, que el candidato de Televisa se da el lujo de sostener a Humberto Moreira como Presidente del PRI. Otra demostración de poder, en el estilo del autoritarismo previsible del personaje, es haber decidido que en el caso de la niña Paulete no hubo crimen qué perseguir. En los estados los procuradores son empleados de los gobernadores y quien decide si hay elementos o no para investigar un delito es al señor gobernador, según su capricho y según sus intereses. Esa es la oferta de justicia de alguien que Televisa a convertido en candidato inevitable del PRI.

Van por todo los amigos de Peña Nieto. Van por el petróleo, los negocios, van a consumar lo que el PRI siempre se ha propuesto: el saqueo del país. El hampa política en el poder.

El caso de Televisa es único en el mundo, muy sui generis. Digno de más de una tesis de comunicación en la Universidad Anáhuac. Su papel no es como el de la televisión alemana, de bajo perfil, sin locutores demasiado protagónicos. Los últimos gobiernos le han dado a Televisa un carácter como de partido político, más poderosa que no pocos partidos políticos y todo mundo (Fox, Calderón) se le arrodilla.

Antes cuando en Televisa recibían un telefonazo de Gobernación se ponían a temblar. Ahora, cuando en Los Pinos reciben un telefonazo de Televisa, se cagan del susto.

Dos de las grandes irresponsabilidades históricas de Felipe Calderón han sido darle al Ejército un poder que no tenia hace tres años y aumentar el poder tal vez irreversible de Televisa. Vamos a ver qué consecuencias tiene esto dentro de cinco o diez años. Por lo pronto, el año que entra Televisa estará en la Presidencia.

Habrá de verse, pues, si las elecciones se ganan con la televisión o con la televisión en contra. De pueblo en pueblo, a pata, o de canal en canal, en cadena nacional. La oportunidad histórica que la vida le pone por delante a Emilio Azcárraga es hacer de la televisión una verdadera instancia de la democracia. Eso es mucho más importante y trascendente que tratar de hacer más dinero que Carlos Slim. Ojalá estuviera consciente Emilio Azcárraga de lo importante que sería para su país —por amor a su país— ofrecer una televisión equitativa, rica en discusiones y en ideas, imparcial, pareja con todos los candidatos. En aras de la convivencia civil.

Daniel Sada en su gran momento

Cuando Daniel Sada estaba becado en el Centro Mexicano de Escritores a Salvador Elizondo le llamaba mucho la atención el manejo del lenguaje que en sus textos desplegaba el escritor nacido en Mexicali, Baja California, en 1953 —pasando después su adolescencia en Sacramento, Coahuila— y que dejó de estar entre nosotros el viernes 18 de noviembre. Y es que a Daniel, como novelista, lo que le importaba era el lenguaje vivo, las palabras de la calle, porque sabía que en el habla de la gente, transfigurada por la literatura, residía el alma de los pueblos. No por nada el título de su novela mayor, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe —traducida al francés por Claude Fell como L’odissé barbare—, lo oyó de casualidad de una señora en la estación de autobuses de Culiacán.

En su sintaxis personal, en su concepción de la novela, en su arte poética, a Daniel Sada no le importaba mucho lo que estuviera sucediendo en la trama; no era muy fijado en la construcción anecdótica (preocupación primera entre los guionistas cinematográficos) ni en los personajes ni en las situaciones. Su interés se concentraba en la capacidad del autor para proyectar un mundo o, lo que a él le gustaba decir, un paisaje interior.

Tal vez en ese arte poética narrativo reside el legado literario y la originalidad inimitable del escritor que dejó en prensa su última novela: El lenguaje del juego, que pronto pondrá en circulación la editorial Anagrama de Barcelona. También en la casa editora de Jordi Herralde, Daniel Sada conoció el momento culminante de su trayectoria: el premio Herralde de Novela en 2008 por Casi nunca, recientemente traducida en Estados Unidos como Almost Never por Catherine Silver. Luego, bajo el mismo sello, ofreció a sus fieles lectores A la vista y Ese modo que colma.

Su caso supone una referencia obligada a nuestro amplio condado literario del Noroeste y del Norte sentimental. No se refería directamente a la violencia porque —como los camellos en la narrativa árabe— allí estaba la crueldad sangrienta y porque Sada estaba consciente, por razones de oficio, de que en nuestros días el narcotráfico no es el texto: el narco es el contexto, el tarro que contiene la cerveza, la taza blanca que acoge el café negro, el cuerno de la abundancia mexicana que cobija el saqueo de este país de todos los demonios.

Tal vez quien mejor acertó a definir su personalísimo estilo y su aportación más importante al catálogo de la novela mexicana fue Roberto Bolaño:

“Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra del cubano Lezama Lima, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto.”

Traía en la sangre su vocación de escritor pero de nada le habría servido si no hubiera conjurado la dificultad de la concentración continuada en el trabajo diario, de por lo menos cinco horas, inventando sus sueños. No leía periódicos ni revistas: creía que la concentración en la escritura era lo más parecido a la felicidad. No cubría el perfil típico de nuestro tiempo mexicano. No seguía ningún modelo de carrera literaria. Nunca le pareció muy elegante la autopromoción ni el “hacer carrera” ni se afanaba mucho por ser un novelista mediático, demasiado vehemente en los medios audiovisuales o demasiado vociferante en los periódicos. No era ése su estilo ni iba con su carácter. No tenía la obsesión de la buena ropa. No iba a cenas ni a cocteles ni hacía vida social. Prefría la comida china (“la comida típica de Baja California”, decía) a la que se sirve en El Cardenal de los políticos. Y fue, por otra parte, alguien que practicaba la ética del agradecimiento: Durante más de veinticinco años supo ser muy generoso con el tiempo que quiso compartir con los escritores jóvenes en sus talleres literarios, en Culiacán, en la Casa del Escritor Refugiado en la colonia Condesa, en Saltillo, en Puebla, en Tijuana.

El escritor bajacaliforniano durante todo este año, en los meses anteriores a su muerte, pasaba por su gran momento: recibía invitaciones de todas partes, de Berlín, Buenos Aires, Nueva Delhi, Nueva York. Horas antes de dejarnos se anunció que había ganado el Premio Nacional de Letras. Le gustaban mucho las novelas del inglés Ian McEwan y de Rafael Chirbes. Sentía que uno de los narradores más prometedores hoy en México es el hidalguense Yuri Herrera, autor de Señales que precederán al fin del mundo, y que dos de las mentes más brillantes de su generación responden a los nombres de Christopher Domínguez y Juan Villoro.

En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, el novelista construye un universo verbal que no reproduce —ni pretende parodiar— el habla norteña. La novela no está escrita en sonorense ni en sinaloense, ni siquiera en coahuilense, como podría sospecharse. El lenguaje es el que inventa Sada; no tiene la cadencia de la prosa bonita “latinoamericana” que esperan los europeos, con sus frases memorables y citables, ingeniosas o célebres, porque Sada no le hacía concesiones a nadie.

No se había dado en nuestro medio un proyecto novelístico tan ambicioso desde Terra Nostra, de Carlos Fuentes, o Noticias del imperio, de Fernando del Paso. Pero si su edificación es verbal eso no quiere decir que Sada fuera un novelista meramente verbal. Sin dejar de ser un mundo aparte, situado en un estado imaginario, Capila, y en un pueblecillo de la imaginación, Remadrin, la novela desde sus primeras líneas es una ametralladora de imágenes que tienen por lo demás una brutal y palpitante actualidad: “Llegaron los cadáveres. En una camioneta los trajeron —en masa, al descubierto— y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo tanta carne apilada…”

Un fraude electoral, el robo armado de unas urnas en las narices mismas de los votantes, la denuncia del fraude, las protestas tumultuarias, la represión sangrienta del ejército, caminos vecinales bloqueados, los muertos, los desparecidos, van conformando el contexto que da tensión a la historia.

Ninguna ilusión de denuncia por parte del novelista, ningún propósito de rescate: su trabajo es menos ingenuo —la literatura no sirve para eso— y más ambicioso: la invención de un mundo propio y de un lenguaje propio. ¿Quién habla en la novela? Hablamos todos y ninguno. Habla el autor y habla la muchedumbre anónima: los mexicanos norteños pero también los mexicanos degradados, humillados por el gobierno inepto y la matanza, la de la novela y la de los almazanistas asesinados en julio de 1940 y que Robert Capa inmortalizó en su Leica de 35 milímetros y que aparece en la portada del libro.

Porque en el fondo y en definitiva lo que resta es la verdad, la “áspera verdad” de Diderot: los crímenes políticos irresueltos, el desencanto, la utilización política del ejército que tortura y acribilla a cientos de ciudadanos, a sangre fría, los encubrimientos, el control de la prensa para que no se sepa nada fuera del pueblo. Y así, la verdad —como siempre en los crímenes políticos— nunca se sabrá, porque parece mentira.

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