Friday, November 25, 2011

NUESTROS CHINOS

La imagen es la de un amanecer en una de las colinas de Corea que las tropas estadounidenses en 1952 trataban de recuperar para establecer la demarcación del paralelo 38.

Uno de los soldados, Ray Mendoza, avanza adelantándose a su pelotón y cree distinguir a lo lejos la figura de un combatiente norcoreano que salta entre las trincheras y las fosas de los bombardeos.

A bayoneta calada Ray corre tras el soldadito saltarín que de pronto se esfuma. Ray salta entre una fosa y otra y ve al fondo y abajo el horror en el rostro del muchacho. Sin ningún titubeo, el californiano brinca sobre él y le coloca la punta de la bayoneta en la garganta.

—No me mates no me mates, no seas cabrón —le grita el norcoreano.

—Oye pérate pérate pérate y tú ¿por qué hablas español?

—Es que soy de Culiacán —le dice el otro.

El recuerdo reinventado de esta escena proviene de una lectura: Los motivos de Caín, de José Revueltas. Nos pone a cavilar en ciertas calles de la infancia, en Tijuana o en Mazatlán, en Hermosillo, en El Altar: nunca faltaba el compañerito de la primaria o de la secundaria que tenía los ojos rasgados y un apellido a veces monosílabo, como Ley. Rosa Yamada, japonesa tijuanense, era la delicadeza misma en su diminuta y elegante persona.

Y es que los chinos —como les decíamos a todos, coreanos o japoneses, mongoles o birmanos— nunca nos han sido extraños en ese corredor sentimental que va de Escuinapa a Tijuana. Tanto que Mexicali no tendría la fisonomía humana que tiene sin los chinos de los restaurantes y las casas de cambio. De ahí la frase de Daniel Sada: “La comida típica de Baja California es la comida china.” No sabíamos si eran coreanos o chinos, pero lo cierto es que los japoneses trajeron el beisbol a Tijuana: Óscar Kawanishi, So Yasuhara, Takeshí Morita. En otros lados, en Santa Rosalía, Baja California Sur, por ejemplo, pueden visitarse todavía los restos de un cementerio chino.

La historia que está detrás es que luego de concluidos los trabajos del ferrocarril en Arizona, California y Nuevo Mexico, no todos los chinos que empleaban en los “company towns” se quedaron allá. No pocos fueron contratados en 1909 por la Colorado River Land Company, que no quería trabajadores mexicanos, para labrar las tierras del valle de Mexicali. Más triste es la persecución racista y criminal de los chinos en Sonora, cuando tanto en Sonora como en Baja California se organizaron los comités antichinos entre 1923 y 1936 en los años de los gobernadores sonorenses Francisco S. Elías y Rodolfo Elías Calles, pero sobre todo antes, cuando el gobernador era Alejo Bay (1923-1927) que promulgó leyes infamantes contra los chinos: prohibición absoluta de casarse con mexicanas, necesidad de permiso de la autoridad municipal de su domicilio para cambiarlo a otra población, limitaciones al comercio, etcétera.

El remate de la cruel campaña fue la expulsión de los orientales, aprovechada por quienes aceptaron cuidarles sus bienes mientras conseguían regresar. Ni volvieron ni les regresaron sus bienes.

“La xenofobia en Baja California no ha sido debidamente estudiada por la historia. A penas mostró los episodios locales de sinofobia. Pero el racismo intrínseco de los

bajacalifornianos va más allá de nuestra convivencia con los migrantes chinos, a quienes hemos vuelto invisibles y sólo pensamos en ellos a partir de la experiencia culinaria”, dice Víctor M. Gruel en su tesis sobre el manicomio de la Rumorosa.

Era la década del fascismo en Italia y Alemania. Fueron los años de la fundación del PRI a instancias de Plutarco Elías Calles. Dicen los que lo han oído que alrededor de 30 mil chinos fueron asesinados o expulsados. La cifra parece exagerada. Lo que sí se sabe es que algunas de las viejas familias más ricas de Hermosillo pusieron la primera piedra de sus fortunas con casas robadas a los “chales”. Otras cosas se dicen o se saben de ellos en Badiraguato: les atribuyen la introducción de la cultura del opio en la serranías y las barrancas.

Sin embargo, para refrendar que la memoria engaña o colorea de otro modo la materia recordada, en su novela José Revueltas en ningún párrafo se refiere a la escena de la fosa y la bayoneta. Eso se lo inventó algún lector que con los años acomodó la historia a sus fantasías personales. Pero Revueltas sí habla de Culiacán, donde radicaban los padres de Kim, mexicana ella, coreano él.

* * *

Lo que sucedió fue que Revueltas se encontró una vez en Tijuana frente al hotel Nelson, sobre el callejón Argüello, a un chicano de Los Ángeles que había desertado del Army y el hombre estaba deshecho: se sentía una guiñapo no sólo por haber corrido con la experiencia de matar sino por haber torturado nada menos que al paisano que aprehendió en combate.

El personaje no es Ray, como yo lo recordaba, sino Jack. Jack Mendoza. El muchacho norcoreano efectivamente era de Sinaloa pero luego sus padres se fueron a Corea y él, Kim, a estudiar a la Universidad de Peipín. Llevaba en la bolsa de su camisa una credencial del Partido Comunista de Corea y Jack se la quitó y la tiró para que no lo fueran a maltratar mas los gabachos.

Yo leí Los motivos de Caín hace más de veinte años y me gusta contar esta anécdota a mis amigos del Noroeste. Pero ahora que he releído el texto me doy cuenta de que por ningún lado está la escena de la trinchera y la bayoneta en la garganta del soldado norcoreano. En esencia ésa es la situación dramática y el sentido de la novela, pero Revueltas no la pinta así.

Para que vean ustedes cómo la memoria inventa y de la lectura de novelas queda algo que uno va recreando, transformando y repintando de otro modo.

La democracia mediática

El ojo que ves no es ojo

porque tú lo veas;

es ojo porque TV.

—Antonio Machado

Una de las cosas nuevas que sí hay bajo el sol en nuestro tiempo es la intrusión de los medios audiovisuales, televisión y radio, en la democracia electoral, que ya no es como lo era en la Atenas de Demócrito. Ahora la actividad comunicativa se encuentra entre las más manipulables y es un cuchillo de dos filos: puede servir para pervertir la democracia y echarla a perder o para conducir a la humanidad a una de las fases más sublimes de su historia: a una democracia plena y madura, sana y constructiva.

Dicen los especialistas que la televisión ha transformado la política. “Más que el Parlamento, la televisión es el gran foro público donde se debate lo que a todos atañe y donde se libran las batallas por el poder”, se sostiene en la Democracia mediática (Ed. Ariel, Barcelona, 1999) que armaron Alejandro Muñoz-Alonso y Juan Ignacio Rospoir, profesores de opinión pública en la Universidad Complutense de Madrid. Se trata de una recopilación de siete artículos sobre campañas electorales en Gran Bretaña, Alemania y España. La idea de fondo es que la “democracia mediática” es aquella donde los medios llegan a usurpar funciones propias de las instituciones y conduce a la uniformación o a la “norteamericanización” de la política. Todo ha de ser, al manos en los países débiles y proclives a la imitación, como en Estados Unidos.

“La televisión ya no es sólo la cancha en la que se dilucidan las batallas políticas, sino también el arma que se utiliza para asegurarse la victoria”, cueste lo que cueste. Porque la tentación de controlar al Estado es muy grande y porque, ya lo sabemos en México, la política es dinero. Una de las motivaciones más fuertes al intervenir en las campañas electorales es conseguir el poder para hacer negocios y proteger los que ya se tienen.

Enrique Peña Nieto dice que no es el candidato de Televisa pero lo cierto es que no estaría en el lugar que ocupa hoy en las encuestas si no hubiera hecho el gran negocio propagandístico para aparecer casi todos los días, durante los últimos cinco años, en los noticieros de la concesionaria. Jenaro Villamil ha documentado que con Televisa se han firmado y pagado contratos hasta de mil millones de pesos, a cambio de inventar la candidatura de Peña y pasar como notas periodísticas actos de verdadera propaganda machaconamente. Se dice en los mentideros de la Condesa, en el Mama Roma, en los de Tijuana, en el cafetería del hotel Lucerna, o en la del hotel Gándara de Hermosillo, que Televisa va a poner Presidente. No pocos pesimistas lo creen. “Si no es que ya lo puso”, dicen los más amargados.

El regreso del PRI si sería tan grave si no fuera que equivale a que lo peor de la política nacional se reenganche con Peña Nieto: el grupo de Atlacomulco, los hampones del Estado de México, los hijos de Hank González, Salinas de Gortari, Montiel. Es tal la prepotencia y la convicción de que ya está en la Presidencia, que el candidato de Televisa se da el lujo de sostener a Humberto Moreira como Presidente del PRI. Otra demostración de poder, en el estilo del autoritarismo previsible del personaje, es haber decidido que en el caso de la niña Paulete no hubo crimen qué perseguir. En los estados los procuradores son empleados de los gobernadores y quien decide si hay elementos o no para investigar un delito es al señor gobernador, según su capricho y según sus intereses. Esa es la oferta de justicia de alguien que Televisa a convertido en candidato inevitable del PRI.

Van por todo los amigos de Peña Nieto. Van por el petróleo, los negocios, van a consumar lo que el PRI siempre se ha propuesto: el saqueo del país. El hampa política en el poder.

El caso de Televisa es único en el mundo, muy sui generis. Digno de más de una tesis de comunicación en la Universidad Anáhuac. Su papel no es como el de la televisión alemana, de bajo perfil, sin locutores demasiado protagónicos. Los últimos gobiernos le han dado a Televisa un carácter como de partido político, más poderosa que no pocos partidos políticos y todo mundo (Fox, Calderón) se le arrodilla.

Antes cuando en Televisa recibían un telefonazo de Gobernación se ponían a temblar. Ahora, cuando en Los Pinos reciben un telefonazo de Televisa, se cagan del susto.

Dos de las grandes irresponsabilidades históricas de Felipe Calderón han sido darle al Ejército un poder que no tenia hace tres años y aumentar el poder tal vez irreversible de Televisa. Vamos a ver qué consecuencias tiene esto dentro de cinco o diez años. Por lo pronto, el año que entra Televisa estará en la Presidencia.

Habrá de verse, pues, si las elecciones se ganan con la televisión o con la televisión en contra. De pueblo en pueblo, a pata, o de canal en canal, en cadena nacional. La oportunidad histórica que la vida le pone por delante a Emilio Azcárraga es hacer de la televisión una verdadera instancia de la democracia. Eso es mucho más importante y trascendente que tratar de hacer más dinero que Carlos Slim. Ojalá estuviera consciente Emilio Azcárraga de lo importante que sería para su país —por amor a su país— ofrecer una televisión equitativa, rica en discusiones y en ideas, imparcial, pareja con todos los candidatos. En aras de la convivencia civil.

Daniel Sada en su gran momento

Cuando Daniel Sada estaba becado en el Centro Mexicano de Escritores a Salvador Elizondo le llamaba mucho la atención el manejo del lenguaje que en sus textos desplegaba el escritor nacido en Mexicali, Baja California, en 1953 —pasando después su adolescencia en Sacramento, Coahuila— y que dejó de estar entre nosotros el viernes 18 de noviembre. Y es que a Daniel, como novelista, lo que le importaba era el lenguaje vivo, las palabras de la calle, porque sabía que en el habla de la gente, transfigurada por la literatura, residía el alma de los pueblos. No por nada el título de su novela mayor, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe —traducida al francés por Claude Fell como L’odissé barbare—, lo oyó de casualidad de una señora en la estación de autobuses de Culiacán.

En su sintaxis personal, en su concepción de la novela, en su arte poética, a Daniel Sada no le importaba mucho lo que estuviera sucediendo en la trama; no era muy fijado en la construcción anecdótica (preocupación primera entre los guionistas cinematográficos) ni en los personajes ni en las situaciones. Su interés se concentraba en la capacidad del autor para proyectar un mundo o, lo que a él le gustaba decir, un paisaje interior.

Tal vez en ese arte poética narrativo reside el legado literario y la originalidad inimitable del escritor que dejó en prensa su última novela: El lenguaje del juego, que pronto pondrá en circulación la editorial Anagrama de Barcelona. También en la casa editora de Jordi Herralde, Daniel Sada conoció el momento culminante de su trayectoria: el premio Herralde de Novela en 2008 por Casi nunca, recientemente traducida en Estados Unidos como Almost Never por Catherine Silver. Luego, bajo el mismo sello, ofreció a sus fieles lectores A la vista y Ese modo que colma.

Su caso supone una referencia obligada a nuestro amplio condado literario del Noroeste y del Norte sentimental. No se refería directamente a la violencia porque —como los camellos en la narrativa árabe— allí estaba la crueldad sangrienta y porque Sada estaba consciente, por razones de oficio, de que en nuestros días el narcotráfico no es el texto: el narco es el contexto, el tarro que contiene la cerveza, la taza blanca que acoge el café negro, el cuerno de la abundancia mexicana que cobija el saqueo de este país de todos los demonios.

Tal vez quien mejor acertó a definir su personalísimo estilo y su aportación más importante al catálogo de la novela mexicana fue Roberto Bolaño:

“Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra del cubano Lezama Lima, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto.”

Traía en la sangre su vocación de escritor pero de nada le habría servido si no hubiera conjurado la dificultad de la concentración continuada en el trabajo diario, de por lo menos cinco horas, inventando sus sueños. No leía periódicos ni revistas: creía que la concentración en la escritura era lo más parecido a la felicidad. No cubría el perfil típico de nuestro tiempo mexicano. No seguía ningún modelo de carrera literaria. Nunca le pareció muy elegante la autopromoción ni el “hacer carrera” ni se afanaba mucho por ser un novelista mediático, demasiado vehemente en los medios audiovisuales o demasiado vociferante en los periódicos. No era ése su estilo ni iba con su carácter. No tenía la obsesión de la buena ropa. No iba a cenas ni a cocteles ni hacía vida social. Prefría la comida china (“la comida típica de Baja California”, decía) a la que se sirve en El Cardenal de los políticos. Y fue, por otra parte, alguien que practicaba la ética del agradecimiento: Durante más de veinticinco años supo ser muy generoso con el tiempo que quiso compartir con los escritores jóvenes en sus talleres literarios, en Culiacán, en la Casa del Escritor Refugiado en la colonia Condesa, en Saltillo, en Puebla, en Tijuana.

El escritor bajacaliforniano durante todo este año, en los meses anteriores a su muerte, pasaba por su gran momento: recibía invitaciones de todas partes, de Berlín, Buenos Aires, Nueva Delhi, Nueva York. Horas antes de dejarnos se anunció que había ganado el Premio Nacional de Letras. Le gustaban mucho las novelas del inglés Ian McEwan y de Rafael Chirbes. Sentía que uno de los narradores más prometedores hoy en México es el hidalguense Yuri Herrera, autor de Señales que precederán al fin del mundo, y que dos de las mentes más brillantes de su generación responden a los nombres de Christopher Domínguez y Juan Villoro.

En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, el novelista construye un universo verbal que no reproduce —ni pretende parodiar— el habla norteña. La novela no está escrita en sonorense ni en sinaloense, ni siquiera en coahuilense, como podría sospecharse. El lenguaje es el que inventa Sada; no tiene la cadencia de la prosa bonita “latinoamericana” que esperan los europeos, con sus frases memorables y citables, ingeniosas o célebres, porque Sada no le hacía concesiones a nadie.

No se había dado en nuestro medio un proyecto novelístico tan ambicioso desde Terra Nostra, de Carlos Fuentes, o Noticias del imperio, de Fernando del Paso. Pero si su edificación es verbal eso no quiere decir que Sada fuera un novelista meramente verbal. Sin dejar de ser un mundo aparte, situado en un estado imaginario, Capila, y en un pueblecillo de la imaginación, Remadrin, la novela desde sus primeras líneas es una ametralladora de imágenes que tienen por lo demás una brutal y palpitante actualidad: “Llegaron los cadáveres. En una camioneta los trajeron —en masa, al descubierto— y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo tanta carne apilada…”

Un fraude electoral, el robo armado de unas urnas en las narices mismas de los votantes, la denuncia del fraude, las protestas tumultuarias, la represión sangrienta del ejército, caminos vecinales bloqueados, los muertos, los desparecidos, van conformando el contexto que da tensión a la historia.

Ninguna ilusión de denuncia por parte del novelista, ningún propósito de rescate: su trabajo es menos ingenuo —la literatura no sirve para eso— y más ambicioso: la invención de un mundo propio y de un lenguaje propio. ¿Quién habla en la novela? Hablamos todos y ninguno. Habla el autor y habla la muchedumbre anónima: los mexicanos norteños pero también los mexicanos degradados, humillados por el gobierno inepto y la matanza, la de la novela y la de los almazanistas asesinados en julio de 1940 y que Robert Capa inmortalizó en su Leica de 35 milímetros y que aparece en la portada del libro.

Porque en el fondo y en definitiva lo que resta es la verdad, la “áspera verdad” de Diderot: los crímenes políticos irresueltos, el desencanto, la utilización política del ejército que tortura y acribilla a cientos de ciudadanos, a sangre fría, los encubrimientos, el control de la prensa para que no se sepa nada fuera del pueblo. Y así, la verdad —como siempre en los crímenes políticos— nunca se sabrá, porque parece mentira.

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Monday, April 18, 2011

Crónicas cerebrales

En sus todavía productivos años el doctor Arturo Rosenblueth decidió volver a México para promover la investigación científica en un centro del Politécnico después de que compartió la gloria con Norbert Wierner y su concepción de la cibernética, como puede constatarse en un hermoso libro: The Human Use of Human Beings. Es inverosímil que no haya estado en la mente de Ranulfo Romo este ejemplo de fe en el propio país y en los jóvenes que se van formando en el estudio del cerebro, es decir, en la neurofisiología, cuando en 1989, después de haber estudiado e investigado en París, Friburgo (Suiza) y Johns Hopkins (Baltimore), se incorporó a la UNAM y participó en la creación —con el apoyo del Instituto Médico Howard Hughes— del Instituto de Fisiología Celular. Ranulfo Romo cuenta en su conferencia de ingreso a El Colegio Nacional el 9 de marzo del periplo que emprendió y consumó como estudiante e investigador en el extranjero. Cree Ranulfo Romo que la labor científica es una actividad humana muy compleja. Desde muy pequeño gozó del privilegio que significa observar la naturaleza con libertad y sin límite de tiempo. Nació en una zona (Guadalupe de Ures, Sonora, 1954) de clima muy riguroso y por ello la adversidad natural nunca le ha sido ajena. Estando en primer año de medicina en la UNAM, cuando tenía 19, tomó un curso de neurología y neurocirugía, impartido por un investigador del sistema nervioso: el doctor Marcos Velasco, a quien le pidió que lo aceptara en su laboratorio y asistir a sus experimentos. Estudió con Jacques Glowinski en París, con Wolfram Schultz en la Universidad de Friburgo, Suiza, y con Vernon Mountcastle en la Universidad de Johns Hopkins. “En ese momento yo ya sabía que mi lugar estaba en el estudio de la neurobiología de la percepción, además no había perdido la convicción de regresar a mi país.” En México “persiste un limitado apoyo a la investigación, pero mi experiencia y mis sentimientos me hacen perseverar en la idea de que también se puede hacer ciencia de excelencia desde México”. A lo largo de la narración que va construyendo Ranulfo Romo se da uno cuenta de cómo los diferentes experimentos lo han llevado a entender que, por ejemplo, la memoria de trabajo es un estado mental que nos permite hacer consciente eventos del pasado y traerlos al presente, y significa un proceso útil para reflexionar y tomar decisiones. Es difícil encontrar a un ser humano al que no le interese y fascine el funcionamiento del cerebro. Por eso las neurociencias empiezan a tener una muy buena divulgación y los trabajos de los neurólogos se nos pueden presentar de manera inteligible: en forma de narrativa como lo es la conferencia del sonorense: “Crónicas cerebrales.” El estudio de Ranulfo Romo ha sido el primero en demostrar las relaciones causales entre la actividad neuronal y la experiencia consciente: el cerebro representa las sensaciones y las convierte en percepciones, memorias y toma de decisiones. Sus hallazgos son piezas fundamentales para el entendimiento del cerebro humano, “del que en pleno siglo XXI ignoramos casi todo” y sigue siendo Terra incognita. A diferencia del resto de la economía, la naturaleza en su infinita complejidad se ha encargado de preservar sus secretos, “quizá porque en el cerebro radica la razón de la inteligencia, la maldad o el amor, justamente lo que nos hace diferentes del resto del Universo y por ello tan incomprensibles”. * * * Post scriptum: Ha estado en algunas librerías del DF la revista The Brain (spring 2011), que publica la casa editora de Discover. Aparecen en ella las grandes estrellas de la neurofisiología. En primer lugar, como es natural y lógico, el doctor Santiago Ramón y Cajal (desde un oscuro puesto académico en Zaragoza, en 1883, a los 31 años), y luego uno de los más notables de ahora: Gerald Edelman, del Instituto de Neurociencias en San Diego, California. Y le siguen: V. S. Ramachandran, el colombiano Rodolfo Llinás, Oliver Sacks, Sir Charles Sherrington, Giulio Tononi, Antonio Damasio, Steven Pinker. En uno de los artículos The Brain menciona a “un grupo de investigadores mexicanos que en 2009 realizaron un estudio con monos” a propósito de un ensayo sobre la subjetividad del tiempo mental y en el que se regatea no mencionándolos por su nombre —no es la primera vez— a los investigadores del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM.

Thursday, April 14, 2011

Descomposición de lugar

A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. —Albert Camus, La peste Hacia el segundo capítulo de La peste, la novela de Albert Camus, el personaje colectivo de la ciudad reconoce que la peste ya es “asunto de todos nosotros”. Hasta ese momento todo mundo había seguido en los suyo, pero una vez que se cerraron las puertas se dieron cuenta de que estaban en la misma red y que había que hacer algo. A partir de ce moment, il est possible de dire que la peste fut notre affaire à tous. El título de la obra alude a lo que el lector se imagine: la peste fue la guerra y el nazismo en los años 40, después puede ser el terrorismo, ahora la droga y la incontrolada violencia que nos degrada y deprime. El otro lado de la moneda, o del billete, es la actitud del gobierno estadounidense —que no detiene a ningún pez gordo— respecto a la actual tragedia. ¿Cómo no se ha de sentir frustrado el Presidente si Estados Unidos deja pasar la droga por tierra, mar y aire, gracias a sus agentes sobornados, y si la mayor parte del dinero negro pasa por sus cadenas de bancos, si las autoridades dicen que no alcanzan a investigarlos y se hacen de la vista gorda con el flujo de armas de allá para acá? Lo más estremecedor de lo que dijo el poeta Javier Sicilia después del asesinato de su hijo en Cuernavaca es que los criminales están dentro de las instituciones y que el corazón de México está podrido. No se puede terminar la guerra del Estado mexicano contra el narco mientras todo mundo esté metido en el ajo: policías y militares, funcionarios públicos, dirigentes de partidos políticos, congresistas y, en fin, representantes del Estado. Tampoco se podría ganar esa guerra maldita, esa ambigua guerra civil en la que unos mexicanos matan a otros, mientras no se ataque en serio el aspecto financiero del negocio. Ha sido muy tímido o muy cómplice el Estado mexicano al no emprender de veras una intervención quirúrgica en el circuito financiero del narco, hasta ahora intocado. Hay dos piñatas: un llena de mariguana, coca, heroína y pastillas de laboratorio. La otra piñata está repleta de billetes de diez y de veinte dólares, que es lo que suele costar una dosis en una operación de contacto rápido. Así, entonces, el gobierno mexicano sólo le da de palos a la primera piñata y respecto a la segunda se la pasa abanicando la brisa. Los economistas oficiales —bobos doctorados— tienen muchas dificultades para interpretar los indicadores del estado actual de la economía. El dinero circulante que mueven las organizaciones criminales allí está: en la industria de la construcción, sobre todo, en la hotelería, y en las casas de apuesta, los books, los casinos nuevos autorizados por Santiago Creel. También en las campañas electorales. Los llamados bancos decentes, por otro lado, de bandera española, canadiense, inglesa, estadounidense, mexicana, también reciben —acaso sin saberlo— la mayor parte del dinero que se legaliza. Los sistemas financieros en México parecen diseñados especialmente para blanquear capitales, como el programa federal de Cetes directo. Cualquier hijo de vecino puede comprar bonos gubernamentales a muy bajo precio para robustecer el gasto público. En las zonas en las que hay un vacío de Estado —Nuevo León, Michoacán, Tamaulipas, Morelos— el crimen organizado se impone como si fuera un ejército de ocupación extranjero. No es improbable, por otra parte, que la economía criminal ya sea estructural: que el capital del narco ya esté cimentado en el edificio de la economía nacional y que no se puede tocar —como la radioactividad— porque, como un montón de piedras, la economía misma del país se desmoronaría. Ya se fundió en ella la economía criminal y su extirpación sería como sanear un avión quitándole los motores. Y, aparte, existe otro problemita: nunca como ahora, o por lo menos desde los años 20, el ejército mexicano había tenido tanto poder. Hace tres años no lo tenía. ¿Quién se lo ha dado? Felipe Calderón, el Comandante en Jefe. http://horalelobo.blogspot.com/

Poderes perros

Hubo que esperar más de cincuenta años para saber que Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles mandaron matar al general Francisco Serrano en 1927, por motivos de rivalidad política, por celos políticos, por “razones de Estado”. A lo mejor en el año 2029 del tiempo mexicano podrá saberse finalmente cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio el 4 de marzo de 1994 en Tijuana. Más que en los tribunales, la verdad del poder quiere legitimarse en el espacio mediático o en eso que solía llamarse opinión pública o imaginario colectivo. Pero la historia sabe y, tarde o temprano, de las aguas turbias de la política habrá de emerger la verdad. La manera que en este libro tiene Pedro Ochoa de mostrar el caso es simple: expone de manera sucesiva —según el orden natural de los números— el día a día de los acontecimientos que rodearon el crimen a fin de que el lector reelabore por sí mismo una composición de lugar. En Los días contados no parece haber un montaje, una alteración en el orden de los factores, salvo el del devenir temporal que en muchos casos deja plasmada la espontaneidad del reportero y los primeros momentos en que la información aún no ha sido regateada y manipulada. Muchas veces la verdad pasa delante de nuestros ojos pero no la reconocemos. Es como si el lector acucioso de este libro se coloca en un tiro al blanco mientras frente a él desfilan figuritas de conejos, venados, borregos cimarrones, como en una kermés. Se desplazan de izquierda a derecha y hay que atinarle a una, la que podría representar la verdad. De esa manera transcurren en nuestra feria de todos los días las informaciones de los periódicos y las diferentes verdades acerca del mismo hecho, que admite cualquier número de puntos de vista. De pronto, entre los cientos de miles de palabras sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio alguien, en una celda, en una revista, en un rancho, en un periódico, en un bar, en una estación de radio, en una playa, suelta algo interesante. Y luego esa afirmación o imprudencia, o lapsus linguae, se pierde en el mar de la información, como un vaso de agua en el océano Pacífico. Pasa desapercibida. Lo que puede suceder es que la historia, madre de la verdad, muchos años después, establezca que esa revelación incidental era la verdadera, la que fijaba una relación cierta entre lo dicho y lo hecho. Ya se verá si en este libro de Pedro Ochoa pasó frente a nosotros un elemento de la verdad, interpretada tal vez con ojos del año 2054 y desde la perspectiva que favorececel paso del tiempo. La imaginación criminológica no es menos creativa que la literaria. Ambas se van al detalle. Se encomiendan a la precisión de las recetas culinarias o los experimentos científicos porque saben que para mejor indagar la verdad —o para mejor mentir— es indispensable el detalle y su exposición en secuencia narrativa. En el ensayo literario, en cambio, las pruebas no necesariamente son necesarias: se trata de la tesis sin pruebas y en eso se parece a la caricatura política en la que basta un chispazo, no una acumulación de pruebas inútiles. En otros términos: el argumento es una insinuación, una manera persuasiva de apelar a la malicia literaria y a la mirada crítica. Los únicos que exigen pruebas son los policías y los jueces, no los periodistas ni los escritores. En aras del natural escepticismo que suele tenerse ante la averiguación de la justicia en México, llegaron a reforzarse además las indagaciones científicas del procurador especial Luis Raúl González Pérez con peritajes del FBI y de los institutos de investigaciones astronómicas y nucleares de la UNAM, para que nadie se quedara con dudas. El mero hecho de nombrar a un “procurador especial” habla de la desconfianza que despierta el sistema normal de justicia imperante, acaso porque los “procuradores” siempre han estado a las órdenes del Ejecutivo estatal o del Presidente de la República. El capítulo que el investigador “especial” dedica en cinco gruesos volúmenes al Estado Mayor Presidencial (la guardia pretoriana del Presidente o, en tiempos del partido de Estado, del candidato priísta) se demora en minucias; explica quién es quién, de dónde vino, quién lo nombró. Hace historia. Muestra currícula. Pero parece mentir con la verdad, pues todas sus verídicas y verificables informaciones sobre la escolta del EMP y sus oficiales en nada permiten establecer que actuaron inocentemente. La profusión de datos no demuestra nada. No carecen de verosimilitud algunas de las más diversas hipótesis. Parecen persuasivas y son tan interesantes como cualquier crimen. Se vuelve al punto de partida: Aburto actuó solo e hizo los dos disparos: el Presidente no tuvo nada que ver. Puesto que Colosio era un personaje débil —un astro sin luz propia, un político nada brillante, reconocido por sus limitaciones intelectuales— resultaba ideal para el proyecto salinista de continuidad en el poder. Luego entonces se agrede a Colosio para reventar la maquinación salinista de un improbable maximato. Luego entonces Salinas no tuvo nada que ver, no mandó matar a Colosio, como supone la fantasía de buena parte de los mexicanos y, sobre todo, los sonorenses. ¿Por qué? Es lo que da el personaje y las circunstancias sospechosas que siempre lo han rodeado. Esta es la teoría que más consenso ha tenido: que si hubo conspiración, en todo caso fue para sabotear el proyecto continuista de Salinas. La agresión no partió de Salinas sino que fue contra él. La hipótesis criminológica tiende a establecer que Aburto actuó de motu propio, que él hizo los dos disparos, puesto que Colosio cayó instantáneamente, como sucede con cualquier persona que recibe un balazo en la cabeza: antes de un segundo ya está en el suelo. (El fiscal especial adereza su hipótesis con unos videos del FBI en los que se ve a tres suicidas de disparo en la cabeza: todavía no termina de sonar el balazo cuando el desgraciado ya está en el suelo. Pero eso no demuestra que ése haya sido el caso del cuerpo de Colosio cayendo a plomo o en espiral.) Sin embargo, la onda expansiva de la sospecha social se acrecienta entre más se abunda sobre el caso. No toda la gente cree que todo fue resultado de un complot, y no precisamente en contra de Salinas. Ni Alfonso Durazo, ni don Luis Colosio, han tenido las mismas percepciones El periodista regiomontano Federico Arreola llegó a decir, el 15 de marzo de 1999, que había un rompimiento incorregible entre Colosio y Salinas. “No sé si Salinas lo asesinó o lo mandó asesinar. Sí sé que Carlos Salinas se arrepintió de haber hecho candidato a Luis Donaldo.” Si impresión fue que la ruptura era irreversible. Meditabundo, triste, Colosio sentía que Salinas lo había dejado colgado de la brocha, al menos por los indicios de que Manuel Camacho lo suistituiría como candidato. La campaña de Colosio —quien, por cierto, hacía su propaganda sin el logotipo del PRI— estaba abandonada desde el punto de vista financiero. Ni Zedillo ni Óscar Espinoza (el que fue jefe de la Nacional Financiera y luego del DDF y nunca le salían bien las cuentas) mandaban dinero o no lo enviaban a tiempo. Se hacían tontos. Si alguna cosa está clara en el caso de Colosio es que la campaña estaba siendo saboteada: no había ni papel del baño en las oficinas del PRI de Tijuana, los voluntarios priístas ni siquiera tenían bonos para gasolina, en las calles no había pintas ni en los carros calcomanías. Si querían telefonear utilizaban teléfonos de la calle. ¿Qué quiere decir todo esto? Que se había creado todo un ambiente: un contexto. Una atmósfera. Un escenario. Se corría la voz de que Salinas se había arrepentido y que, de muchas maneras le había insinuado a Colosio que tenía que retirarse. ¿Por qué? ¿Para qué? Para que no sucediera lo que sucedió. La especulación colectiva, la imaginación popular que no merece el desprecio de nadie, suele descalificarse de inmediato y de antemano. Se dice que la historia oral siempre es injusta porque reproduce las mentiras y las fantasías de la gente. Una corazonada inexplicable indica que la verdad nunca podría conocerse si los hechos que se investigan están relacionados con el poder. La vox populi es implacable y salomónica. Cuando la gente decide creer en algo no hay poder humano capaz de hacerla cambiar de parecer. Y no hay pruebas en contra que valgan cuando se quiere creer. Los sospechoso viene más bien después del asesinato y no tanto de las cosas que según se ha sabido se hicieron antes. Surge de los ocultamientos posteriores. Los encubrimientos. Las diferentes versiones oficiales que se han ido empalmando como en un palimpsesto. Nunca se sabrá. Y es que ha ido cambiando nuestro modo de relacionarlos con el mundo imaginario. Ya no es, o no siempre, es a través de la literatura, como cuando los lectores de Dickens esperaban en Boston los bergantines cargados con los nuevos capítulos de Oliver Twist. Nuestras novelas de escasos tirajes caen en manos de un círculo muy reducido de lectores, que no siempre las leen. Depositamos más bien nuestras fantasías en el “espacio mediático” que el periodismo oral y escrito inventa todos los días. No son imágenes procedentes de las novelas las que se nos quedan en la memoria. Provienen más bien de los periódicos, de la televisión, de las redes sociales y de los expedientes judiciales. Por ejemplo: un jetta blanco que entra en la noche a Los Pinos de Salinas con un pasajero cadáver en al asiento de atrás o en la cajuela, el mismo jetta que sale conducido por alguien que en lugar de guantes se pone unos calcetines para no dejar huellas en el volante. No sabe uno si lo vio en una película, lo leyó en un periódico o en una novela de Andrea Camilleri. En los años 70 la posibilidad de que el centro de la conspiración estuviera en la residencia misma del poder sólo se daba en una película como Cadáveres ilustres, de Francesco Rossi. Ahora es algo que la realidad no descarta. Y si la novela policiaca propiamente dicha resulta imposible en un país con un sistema de justicia tan ambivalente como el nuestro (en el que los criminales están dentro de las instituciones), lo que parece estar sucediendo es que su lugar lo ocupa ahora el bombardeo cotidiano de las infinitas versiones que se arrojan sobre un mismo hecho. O al menos ésa ha sido la sensación que nos ha dejado el abrumador saldo informativo sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio. El caso Colosio es una novela criminal sin solución, como lo ha sido la política mexicana de los últimos años (con sus gobernadores narcos y secuestradores, con las campañas electorales financiadas por los narcotraficantes), pero a diferencia de la pura invención literaria —que nos divierte y no nos angustia tanto— nos ha dejado anonadados e impotentes, como cuando uno está en la situación de un sueño que no se resuelve y nos angustia. Cientos de miles de palabras se reprodujeron en torno al crimen y nos quedamos más angustiados que antes. Todos los lenguajes se encargaron de manipular el caso: el jurídico, el criminológico, el médico, el político, el periodístico. Y en cuanto pasó el 23 de marzo de 1994 todo el mundo se olvidó del caso. Tenía razón Borges: las cosas se publican en los periódicos justamente para que se olviden al día siguiente. Hubo un intento de desacreditar las “fantasías delirantes” de la imaginación colectiva a fin de exculpar a Carlos Salinas, pero ni siquiera los desmentidos más vehementes —no desprovistos de intencionalidad política o defensiva— consiguieron abolir las “teorías conspiracionistas”. La teoría del ambiente: Con la ruptura entre Salinas y Colosio se construyó un escenario, se creó un ambiente, para que se produjera el atentado. El set up. La teoría de los dos complot: En el escenario del crimen coincidieron dos conspiraciones sin relación entre sí: la de Los Pinos y la de Aburto en solitario, que se adelantó. Es la teoría más literaria: más fantasiosa. La teoría del Cid Campeador: Se eliminó al candidato presidencial porque iba a perder y había que conservar el poder con el muerto, al que se utilizaría en la campaña como monigote. La teoría del Blow up: a partir de los videos se quiso llegar a una composición de lugar, como hizo al principio el subprocurador especial Montes: El periodista Ricardo Rocha relanzó la hipótesis de la complicidad de Othón Cortés al enfocar en la televisión a un extraño personaje que se aproxima —como un jugador de basket— al perímetro de tensión y luego parece ser el mismo que extrae una cosa de la cintura, una supuesta pistola que no alcanza a dibujarse. El gran misterio sigue siendo que nunca se ve quién empuña la Taurus asesina, y es que el grano del video no permite la amplificación —el blow up— de la fotografía del cine. Colosio en cámara lenta. La teoría de la razón de Estado: un gobernante no puede culpar de autor intelectual a su antecesor, aunque tenga pruebas, porque se despanzurraría la institucionalidad misma de la Presidencia y su partido, perdería el poder. No lo hizo la comisión Warren ni L. B. Johnson respecto al asesinato de John F. Kennedy en 1963. Por razones de Estado. Se descree, pues, de la teoría del asesino solitario que desde el principio —en cuanto se bajó del avión en Tijuana— ya traía lista al procurador Diego Valadés, pero el sentido común de la gente no la acepta, como no la avalan muchos periodistas que no tienen por qué trabajar como jueces ni como notarios. No lo son. Nunca se sabrá realmente cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994. La gente sabe, lo intuye, lo siente, lo adivina, lo deduce, pero no tiene pruebas. En la lucha por el poder —para conseguirlo o conservarlo— se sobreentiende que todo se vale cuando la disputa se da entre fieras humanas, cuya baba más sutil sigue infestando nuestra memoria histórica más inmediata. No se sabe quién lo mandó matar, pero sí se siente. Hay algo que da el personaje bajo sospecha. Nadie se hubiera podido imaginar que en nuestro tiempo un hombre de mucho poder fuera capaz de mandar matar a otro político hermano, a un correligionario, a un socio, a un cómplice, a un rival, a alguien que se salió del huacal, pero la realidad mexicana es más fuerte que la ingenuidad política. Aunque no lo podamos creer, sucede. O por lo menos esa posibilidad la da al personaje. Es lo que emana del personaje. Es algo que no se sabe, que no consta, que no tiene el respaldo de las pruebas, pero se siente. Sabemos que un cierto “actor” de la política puede ser capaz de todo, de cualquier cosa, por horripilante que parezca. Porque el psicótico, sobre todo si está en la cumbre del poder, es alguien que no sólo carece de super yo, es decir, de conciencia del mal. Es alguien que no tiene la menor compasión por los demás; es alguien que puede dormir profundamente como un bebé después de haber decidido mandar hacer algo que para una persona sana implicaría un insoportable sentimiento de culpa, un remordimiento insufrible que podría llevarla a la autoaniquilación o, por lo menos, a nunca más volver a sentir en la vida algo parecido a la tranquilidad o la buena conciencia. A ese instigador o autor intelectual lo que le sucede es que le empiezan a fallar los neurotransmisores. Y ya no calcula bien las consecuencias de sus actos. Hay una economía en el asesinato político. En la tragedia de Macbeth sólo hay un tema: el asesinato. Es el más obsesivo de todos los crímenes creados por Shakespeare. El crimen, el pensamiento sobre el crimen y el temor ante al crimen se adueñan de todo. En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil y convincente. Hay varias maneras de decirla —siete, según Bertolt Brecht, son las dificultades para decir la verdad— y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el periodismo y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Porque la verdad jurídica muchas veces no logra convencer a nadie o se utiliza para cubrir otros crímenes, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 ha dejado el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña (como decía Torcuato Tasso) y sale a flote como el cadáver sin lastre de una oscura laguna. A casi veinte años de distancia, y leída desde un presente que cada vez más se aleja del hecho analizado, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez averigua todas las hipótesis, desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la abundancia de datos para conseguir verosimilitud por parte de la “comisión especial” no despeja las dudas y algún día se sabrá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento. En cada uno de los cinco tomos se echa de ver la preocupación por exculpar al Presidente que entonces lo era de México. Lo que al abogado tijuanense Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y agente del Ministerio Público Federal en el momento del crimen, Ricardo Gibert Herrera —mejor conocido como el Yuca— contaba: “Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de la guerrilla colombiana, o de Al Fatah, del Mosaad, o del presidente gringo. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.” Es como en el basquetbol: al que lleva la pelota lo van rodeando; corren con él. El personal de la escolta establece un doble cinturón de seguridad en la periferia del funcionario o del candidato. Existe un Manual de Protección de Funcionarios, elaborado por la Secretaría de la Defensa Nacional en 1997, tres años después del asesinato. En ese entonces el Estado Mayor presidencial, encargado de la custodia de Colosio, tenía ya un manual de procedimientos, de cuarenta y cinco páginas, para proteger y defender a personas públicas y todo indica, como dice en Agustín Ambriz en su artículo de Proceso del 5 de marzo de 2000, que muchos de estos procedimientos fueron violados por la escolta del sonorense. En el Manual de 1997 se establece que “el elemento de seguridad deberá estar siempre dispuesto a defender la integridad física y/o moral (aun con su propia vida) de la persona o personas a su cuidado, no debiendo dudar en repelar una agresión, aun encontrándose en desventaja, pensando en todo momento que el objetivo para el cual fue entrenado es mantener ilesas y en su caso librar de cualquier lesión a la persona o personas encomendadas a su custodia”. No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no, que se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial. —Siempre no —le dijeron. —Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.

Thursday, April 07, 2011

El factor sonorense

En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil y convincente. Hay varias maneras de decirla, siete según Bertolt Brecht, y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Porque la verdad jurídica —sobre todo en México donde el sistema de justicia siempre está bajo sospecha—, muchas veces no logra convencer a nadie o se utiliza para cubrir otros crímenes, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 ha dejado el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña (como decía Torcuato Tasso) y sale a flote. Hubo que esperar por lo menos cincuenta años para saber que el presidente Calles y su cómplice Álvaro Obregón mandaron matar en 1927 al general Francisco Serrano en Huzilac, Morelos, para descartarlo como competidor por la presidencia. A casi veinte años de distancia, y leída desde una perspectiva que sólo da el paso del tiempo, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez se demora en minucias, se pone a averiguar todas las hipótesis, se desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la profusión de datos para conseguir verosimilitud por parte de la “comisión especial” no despeja las dudas y algún día se sabrá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento. En cada uno de los cinco tomos se echa de ver la preocupación por exculpar a Salinas. Lo que al abogado tijuanense Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y agente del Ministerio Público Federal en el momento del crimen, Ricardo Gibert Herrera —mejor conocido como el Yuca— contaba: “Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de la guerrilla colombiana, o de Al Fatah, del Mosaad, o del presidente gringo. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.” Es como en el basquetbol: al que lleva la pelota lo van rodeando; corren con él. El personal de la escolta establece un doble cinturón de seguridad en la periferia del funcionario o del candidato. Existe un Manual de Protección de Funcionarios, elaborado por la Secretaría de la Defensa Nacional en 1997, tres años después del asesinato. En ese entonces el Estado Mayor presidencial, encargado de la custodia de Colosio, tenía ya un manual de procedimientos, de cuarenta y cinco páginas, para proteger y defender a personas públicas y todo indica, como dice en Agustín Ambriz en su artículo de Proceso del 5 de marzo de 2000, que muchos de estos procedimientos fueron violados por la escolta del sonorense. En el Manual de 1997 se establece que “el elemento de seguridad deberá estar siempre dispuesto a defender la integridad física y/o moral (aun con su propia vida) de la persona o personas a su cuidado, no debiendo dudar en repelar una agresión, aun encontrándose en desventaja, pensando en todo momento que el objetivo para el cual fue entrenado es mantener ilesas y en su caso librar de cualquier lesión a la persona o personas encomendadas a su custodia”. No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no, que se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial. —Siempre no —le dijeron. —Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.

El laberinto de la impunidad

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete las dificultades para decirla y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se van la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo y el problema de la prueba. La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Ludwig Wittgenstein, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática. Con todos los riesgos que comporta, es vital en un país donde se regatea tanto la información y todo ha de constreñirse a la norma a grado tal que se llega a utilizar la legalidad como coartada perfecta. De pronto la mera mención de un nombre en un libro-reportaje de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado.” Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística muy notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen. No estaría mal que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan.” La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados —en una sentencia explícita— inocentes o culpables. El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o el de un policía. No es ni lo uno ni lo otro. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

El laberinto de la impunidad

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete las dificultades para decirla y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se van la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo y el problema de la prueba. La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Ludwig Wittgenstein, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática. Con todos los riesgos que comporta, es vital en un país donde se regatea tanto la información y todo ha de constreñirse a la norma a grado tal que se llega a utilizar la legalidad como coartada perfecta. De pronto la mera mención de un nombre en un libro-reportaje de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado.” Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística muy notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen. No estaría mal que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan.” La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados —en una sentencia explícita— inocentes o culpables. El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o el de un policía. No es ni lo uno ni lo otro. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

Thursday, March 17, 2011

El engranaje

El problema de la justicia


—Pero no todos son inocentes. Digo,
los que caen en el engranaje.
—A como anda el engranaje, todos
podríamos ser inocentes.
—Pero entonces también podría decirse:
a como anda la inocencia, todos podríamos
caer en el engranaje.
Leonardo Sciascia, El contexto



Si algo ha dejado el diferendum con Francia por el affaire Casez es que se puso al menos de manifiesto lo mucho que nos avergüenza el desastre y la corrupción del sistema de justicia mexicano. Otra llamada de atención, una más, ha sido la exhibición del documental Presunto culpable, que se queda corto si se piensa en los muchos miles de inocentes que pierden y desperdician sus vidas en las cárceles mexicanas.
La pregunta es angustiosa: ¿Por qué antes y después de la Revolución, durante todo el siglo XX, no hemos podido resolver el problema de la justicia? La policía mexicana de nuestros días no ha sido mejor que la de los rurales que apuntalaban la dictadura de Porfirio Díaz, un cuerpo integrado por asaltantes y asesinos. No por nada Los bandidos de Río Frío, la gran novela de Manuel Payno, eran policías.
Lo que queda claro es que el sistema de la administración de la justicia en México —a cargo de hampones profesionales y litigantes delincuentes— no es el sistema de justicia de un país democrático.
Lo sabía y lo presentía Franz Kafka en “La colonia penitenciaria”: “El principio por el cual me rijo es: la culpa está siempre fuera de duda.”
¿De dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? ¿Quién es la que verdaderamente tiene el poder en la calle?
La policía guarda el orden, blasón de todos los dictadores. A veces el orden “evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo”, dice Sciascia. Y, leyéndolo, Rodolfo Peña acotaba: “Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el más mínimo intento de resolverlo.”
A nuestro amigo chihuahuense, periodista y editor de La Jornada, le gustaba leer al siciliano. Decía Rodolfo Peña que en realidad la policía no es ningún problema: Para los poderes —que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias— la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción como cualquier otro cuerpo coercitivo. El Ejército, por ejemplo.
El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías.
En el poder a nadie le importa lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua, contra sus antiguos congéneres.
“Si la policía roba, extorsiona, golpe, tortura, secuestra y mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.”
No se trata de administrar justicia, sino de mantener a raya a la masa.


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La Iglesia y el placer

Los historiadores de las religiones saben, mejor que uno, por qué muchas creencias que tienen que ver son la muerte y la divinidad le dan al sexo una enorme importancia. Musulmanes, judíos, católicos, cifran en la sexualidad humana y en el placer algunos de sus principios morales. Esta aparente fijación —que no tienen, por ejemplo, los budistas— no ha venido sino a confirmar que Sigmund Freud tenía razón: que la libido está en nosotros desde que somos bebés y que no es nada fácil intentar domarla o negarla.
En tierras jaliscienses, donde el machismo y el cacicazgo han tenido una dimensión muy particular, muchos prejuicios se transmiten de generación en generación y se refuerzan cuando, por ejemplo, el arzobispo de Guadalajara condena los matrimonios entre personas del mismo sexo o el gobernador del Estado confiesa en público la repugnancia que le provoca la homosexualidad.
Una de las consecuencias de no leer libros es que el indiferente a la lectura se pierde de muchas cosas: renuncia al mundo de la información y el análisis y actúa como si Freud nunca hubiera escrito sus obras o como si las asociaciones científicas no hubieran descartado ya la homosexualidad como una enfermedad.
En Tlaquepaque, Jalisco, se han organizado ciclos de conferencias o cursos para que los padres lleven a sus hijos homosexuales con el fin de “curarlos de la homosexualidad”. Este encuentro, celebrado del 12 al 14 de noviembre y del que nos informa la reportera de El Universal Cristina Pérez-Stadelmann, ha sido patrocinado en parte por el gobierno de Jalisco contraviniendo la ley.
La convocatoria estuvo firmada por el presbítero Paul Check y el terapeuta Richard Cohen. Los jóvenes asistentes reconocen que hay un Dios bueno que habrá de perdonarlos, siempre y cuando acepten vivir en castidad y limpiar su cuerpo.
Los jóvenes homosexuales, acompañados por sus padres, avanzan en fila india y en silencio hacia una gran cruz donde pegan con tachuelas sus peores perversiones sexuales escritas antes en un papel amarillo.
“Ustedes están en pecado y si no se curan cuanto antes se van con Satanás al infierno.”
Para que haya cura debe haber enfermedad. Si a sabiendas se ofrece “sanar la homosexualidad” estamos entonces ante un caso de mala fe y de engaño, una estafa. Si es por ignorancia, entonces la promesa de esta “sanación” es como la mentira del comerciante: una mentirijilla, no hay dolo, no llega a ser un crimen.
En tierras de Juan Rulfo, el sur de Jalisco, San Gabriel, Apulco, Tuxcacuesco, tampoco cantan mal las rancheras. Por el rumbo de los Magueyes, contaba Rulfo en el Mamma Roma (un café aquí en la Condesa), había una familia de charros que se dedicaba a matar homosexuales. Los padres de familia con algún hijo homosexual se lo encomendaban, se lo dejaban por allí para que fuera haciéndose hombre en las faenas duras del rancho. Ellos no los mataban directamente, los papás. No. Se los dejaban allí a los charros, como quien no quiere la cosa. Y el día menos pensado el joven homosexual bailoteaba sobre una laja, una laja ancha y muy grande que se tambaleaba sobre un desfiladero pero que no se caía. Los charros le echaban de balazos al muchacho, para que diera de brincos, para que saltara, para que se fuera de espaldas al precipicio.

La persona homosexual

Como si no hubiera existido Sigmund Freud, a muchas personas y a no pocas instituciones religiosas les cuesta aún mucho trabajo entender lo que es la sexualidad humana. Tampoco han percibido en toda su complejidad cómo —en la relación con los padres y en el hogar familiar— se configura el deseo y la elección de pareja. Incluso al estadista más culto del continente, el más leído, el de mejor sintaxis, Fidel Castro, no le entra en la cabeza por qué un buen porcentaje de personas sólo pueden relacionarse sexualmente con otras de su mismo sexo.
Pesa mucho el que se pertenezca a una generación u otra; a la gente mayor, por muy culta y tolerante que sea, le sigue pareciendo una perversidad el enamoramiento entre hombres o mujeres del mismo género. Creen que es una elección voluntaria y no una determinación inevitable —por los condicionantes que sean, genéticos o educativofamiliares—, no un modo de ser sexual: una personalidad sexual.
Y por ahí se les hace incomprensible el asunto. Suponen que las personas homosexuales viven en la mera genitalidad, en la búsqueda de la cópula y el orgasmo al margen de un contexto amoroso. No llegan a entender, pues, que dos personas del mismo sexo pueden enamorarse y desear vivir en pareja. Con el mismo derecho que tiene cualquier ser humano, en su única, brevísisma vida.
Es cierto que la familia es el núcleo de la sociedad, pero también es la matriz de la locura. Tener padres heterosexuales u homosexuales no es garantía de nada. Lo que importa es que disfruten de estabilidad emocional y que quieran y respeten a sus hijos como personas. Lo que hace fuerte a un ser humano es el haberse sentido aceptado y amado cuando niño. De ahí proviene su fuerza y su seguridad.
La Iglesia tiene gente preparada: arquitectos, abogados, ingenieros, médicos, filósofos, ¿cómo es posible que no entiendan lo que es la sexualidad humana? Y lo que es más interesante: dentro de la Iglesia católica no se impide discrepar, al menos entre los obispos. Véanse las posturas del obispo Vera de Saltillo.
Es muy difícil, salvo empíricamente, saber cuál es la dimensión humana más completa de la sexualidad si no se vive en pareja. Si uno no ha corrido con esa experiencia sublime y maravillosa (o desastrosa) no está autorizado —como los representantes de la Santa Rota— para hablar de la sexualidad y juzgar la zona más delicada y sagrada de un ser humano: la intimidad. No basta el conocimiento ocasional del orgasmo en cópula: se requiere de la convivencia prolongada en pareja. El matrimonio es una conversación.
Pero ¿cuál es conflicto de la Iglesia con el placer? ¿Cuál es el problema de las religiones —la judía, la católica, la musulmana, la tradición judeocristiana— con el sexo? ¿Por qué les perturba e irrita tanto? ¿Por qué los budistas no se preocupan tanto y se encomiendan a reflexiones más importantes?
Nadie tiene derecho a indignarse porque los demás no comparten sus mismas creencias ni mucho menos a imponerlas de manera inapelable.