Como si no hubiera existido Sigmund Freud, a muchas personas y a no pocas instituciones religiosas les cuesta aún mucho trabajo entender lo que es la sexualidad humana. Tampoco han percibido en toda su complejidad cómo —en la relación con los padres y en el hogar familiar— se configura el deseo y la elección de pareja. Incluso al estadista más culto del continente, el más leído, el de mejor sintaxis, Fidel Castro, no le entra en la cabeza por qué un buen porcentaje de personas sólo pueden relacionarse sexualmente con otras de su mismo sexo.
Pesa mucho el que se pertenezca a una generación u otra; a la gente mayor, por muy culta y tolerante que sea, le sigue pareciendo una perversidad el enamoramiento entre hombres o mujeres del mismo género. Creen que es una elección voluntaria y no una determinación inevitable —por los condicionantes que sean, genéticos o educativofamiliares—, no un modo de ser sexual: una personalidad sexual.
Y por ahí se les hace incomprensible el asunto. Suponen que las personas homosexuales viven en la mera genitalidad, en la búsqueda de la cópula y el orgasmo al margen de un contexto amoroso. No llegan a entender, pues, que dos personas del mismo sexo pueden enamorarse y desear vivir en pareja. Con el mismo derecho que tiene cualquier ser humano, en su única, brevísisma vida.
Es cierto que la familia es el núcleo de la sociedad, pero también es la matriz de la locura. Tener padres heterosexuales u homosexuales no es garantía de nada. Lo que importa es que disfruten de estabilidad emocional y que quieran y respeten a sus hijos como personas. Lo que hace fuerte a un ser humano es el haberse sentido aceptado y amado cuando niño. De ahí proviene su fuerza y su seguridad.
La Iglesia tiene gente preparada: arquitectos, abogados, ingenieros, médicos, filósofos, ¿cómo es posible que no entiendan lo que es la sexualidad humana? Y lo que es más interesante: dentro de la Iglesia católica no se impide discrepar, al menos entre los obispos. Véanse las posturas del obispo Vera de Saltillo.
Es muy difícil, salvo empíricamente, saber cuál es la dimensión humana más completa de la sexualidad si no se vive en pareja. Si uno no ha corrido con esa experiencia sublime y maravillosa (o desastrosa) no está autorizado —como los representantes de la Santa Rota— para hablar de la sexualidad y juzgar la zona más delicada y sagrada de un ser humano: la intimidad. No basta el conocimiento ocasional del orgasmo en cópula: se requiere de la convivencia prolongada en pareja. El matrimonio es una conversación.
Pero ¿cuál es conflicto de la Iglesia con el placer? ¿Cuál es el problema de las religiones —la judía, la católica, la musulmana, la tradición judeocristiana— con el sexo? ¿Por qué les perturba e irrita tanto? ¿Por qué los budistas no se preocupan tanto y se encomiendan a reflexiones más importantes?
Nadie tiene derecho a indignarse porque los demás no comparten sus mismas creencias ni mucho menos a imponerlas de manera inapelable.
Thursday, March 17, 2011
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