No fue tanto la idea fácil de la “colombianización” del país lo que disgustó al gobierno mexicano hace unas semanas a raíz de las declaraciones de la secretaria de Estado Hillary Clinton sino el empleo de otra palabra: insurrección, que hoy como siempre tiene una connotación militar y política. En todo caso la comparación con Colombia acarrearía muchas cosas que no son malas: las elecciones electorales limpias, por ejemplo; los festivales de poesía a los que asisten miles de espectadores, la consignación efectiva de funcionarios públicos por motivos de corrupción, el desempeño de los jueces civiles y penales que no se someten a los intereses políticos del Ejecutivo, cosas que en México aún no podemos tener.
Por lo menos hasta este tramo de la historia una insurrección equivale a un levantamiento, a una sublevación o a la rebelión de un pueblo como la que protagonizaron los franceses con la toma de la Bastilla. Otro concepto está en la palabra subversión, que es el acto de declarase en contra de la autoridad constituida y de combatirla.
Los escritores de Hillary Cinton evidentemente pensaron en concordancia con los expertos militares del Pentágono que han interpretado el problema del narcotráfico en México como si de una rebelión política se tratara. Hay que usar, en consecuencia, las tácticas de la antiguerrilla. Pero ¿qué tal que la supuesta subversión carece de motivación política? Estamos entonces, probablemente, ante un fenómeno nuevo en el transcurso de la historia: el acoso al Estado por parte de una criminalidad tan organizada como despolitizada. No una revolución con un programa político sustituto o una ideología sino un desplante armado desde el poder exclusivamente criminal que, por otra parte, hace cosas (como el bloqueo de avenidas) que nunca pudo hacer la guerrilla de los años 70.
Algo así sucedió en un pueblo del Japón medieval tomado por unos malhechores y que sólo consigue su liberación gracias a Los siete samuráis, según el título de la obra maestra de Akira Kurosawa.
Por lo demás, hay y ha habido países que han convivido con la criminalidad, en una coexistencia no necesariamente pacífica y muy tensa. Colombia, por ejemplo. En Italia se dio un momento en que, luego de los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino, en 1992, el Estado se dio cuenta de que ya no podía ser sometido por activistas mafiosos que además no tenían ninguna preparación intelectual o política.
Y procedió en consecuencia. Nunca como en la primera década del siglo el Estado italiano había diezmado tanto a la mafia siciliana. Como se preveía, no se extirpó del todo porque su origen mismo está en el corazón de la familia siciliana, pero se acabaron las complicidades con los partidos políticos y con los servicios secretos.
Un funcionario de la ONU que ha vivido en México, Bernardo Basaglia, dice que son más de 900 las zonas del país en las que el Estado ya no pinta. Afirmar que ya son 400 los municipios que el Estado ya no controla, como lo declaró el secretario de Gobernación, en cierto modo equivale a una capitulación. Si son 2500 los municipios del país, quiere decir que cerca de una quinta parte está a la deriva: una superficie en la que cabrían juntas, por lo menos, las penínsulas de Baja California y Yucatán.
Friday, February 11, 2011
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