La política desemboca, o nace,
en las creencias: puede ser
el teatro mortal del Poder, pero
a su alrededor —en bambalinas
o en las butacas— está la presencia
inevitable de las creencias.
—Jorge Aguilar Mora
Se puede morir o matar por una idea. Cuando alguien decide creer en algo o en alguien no hay poder humano —ni razón ni argumento— que lo hagan cambiar de creencia. Así se van formando las simpatías y las antipatías políticas, religiosas, ideológicas. Y todas tienen su matriz en la subjetividad más caprichosa, inmutable e indiscutible.
Las creencias tienen su origen en la biografía personal de la personas, en sus relaciones familiares y en el lugar del planeta en que les tocó nacer. Es previsible y lógico que alguien nacido en Siria y en el seno de una familia árabe adopte la religión musulmana. Lo mismo acontece con el nacido en Roma: lo más probable es que sea católico y que se encuentre dentro del catolicismo como en su propia piel. En el Tibet prácticamente todos sus habitantes son budistas y en Japón buena parte de la población también ve el mundo con ojos de budista. Por eso sigue en pie la vieja discusión: ¿cuál es la religión “verdadera”?
El neurólogo Antonio Damasio estima que la creencia consiste en que el individuo atribuye un valor de verdad a algo, sea percibido o recordado, concreto o abstracto. Y casi siempre la creencias tienen que ver con la idea que nos hacemos de nosotros mismos. Por todo ello no queremos salir de tierra firme, es decir: la isla que nos hemos delineado. Confrontamos ideas distintas a la nuestras, pero sólo seleccionamos aquellas que refuerzan nuestras creencias. No leemos los periódicos para poner en entredicho nuestras creencias sino para confirmarlas.
El sistema de creencias de cada ser humano está en los orígenes mismos de la humanidad, desde el instante en que empezó el hombre a relacionarse con los demás. Se hizo una idea del mundo, o del universo, una cosmogonía, una composición de lugar.
Desde entonces, el deseo de entrar en contacto con los dioses ha sido universal: si contabilizamos todos los creyentes (6.158 millones aproximadamente) de las catorce mayores religiones que existen en el mundo, suponen un 91 por ciento de la humanidad (estimada en unos 6,700 millones de seres humanos).
“Esta apabullante mayoría demuestra que el hombre es fundamentalmente un animal religioso, aunque resulta extremadamente curioso —y fascinante— constatar que la especie humana haya generado la fe y las creencias, por un lado, y desarrollado la ciencia, por el otro”, dice Luis Miguel Araiza en El País del 9 de diciembre de 2007. A juzgar por el número, concluye, quizá exista dentro de nosotros una programación genética que nos impulsa a creer.
¿En el año 2049 seguirán matándose entre sí árabes y judíos? Es de suponer que sí, si es que todavía existe la humanidad en la tierra. Tal vez sean las religiones lo peor que le ha sucedido al hombre; por ellas se cometen masacres y se enciman cadáveres como en la noche de San Bartolomé.
Creer es dar por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado y, así, las creencias chocan como en un duelo de espadas.
Thursday, January 29, 2009
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