Tal vez sea imputable a la “mercadotecnia” el hecho de que varios escritores latinoamericanos nunca llegan a México. De pronto, una de las editoriales de Barcelona o de Madrid decide que en México nadie sabe quién es Juan Gabriel Vázquez (colombiano, autor de Historia secreta de Costaguana) o Javier Vásconez, ecuatoriano, autor de El viajero de Praga) y que por tanto nadie leería sus novelas. (Con este mismo criterio cierto editor del cártel barcelonés promulga que en México no tiene sentido distribuir los libros de Juan Marsé o de Manuel Vázquez Montalbán.) Si a nuestra progresiva deslatinoamericanización sumamos estos criterios imperialistas cada día conoceremos menos lo que en materia literaria se produce en el sur.
Antes de la globalización el mundo era un pañuelo. Solíamos tener contacto con lo países de Latinoamérica sin tener que pasar por España. Lo mejor de la novela nos llegaba de Buenos Aires. Y estas pequeñas reflexiones vienen al caso porque por lo mismo, por la opinión de los cárteles editoriales, se nos ha escamoteado el conocimiento de uno de los novelistas más importantes en lengua española: el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.
Nació hace cerca de 50 años, en 1958 y en la capital de Guatemala. Tiene una docena de libros —cuentos y novelas— que en cuanto salieron de la editorial Seix Barral empezaron a traducirse en muchos idiomas: sueco, italiano, inglés, portugués, alemán, francés, holandés y japonés. Uno de sus primeros traductores fue el escritor estadounidense Paul Bowles, amigo suyo y coordinador de un taller literario al que asistió Rey Rosa.
Vivió muchos años en Nueva York y luego de pasar varios veranos en Tánger, Marruecos, reside hoy nuevamente —de vuelta al terruño— en Guatemala.
Más que el ensayo u otros géneros, su fuerte es la narrativa y su individualidad como escritor proviene de un estilo sorprendente por su sencillez y su casi involuntaria capacidad de establecer un misterio. Cuida cada cuento, palabra por palabra, página por página, como si fuera un poema en el que nada sobra ni falta. Y no es dado a los títulos que de antemano venden la historia. Se diría más bien que los escoge entre los menos descriptivos y significativos. Títulos que no dicen nada.
Se han puesto en las librerías de Europa y Estados Unidos, pero no en las de México, sus novelas Cárcel de árboles, El salvador de buques, El cuchillo del mendigo, El agua quieta, Lo que soñó Sebastián (que el mismo trasladó al cine como guionista y director), El cojo bueno, Que me maten si…, Ningún lugar sagrado, La orilla africana, Piedras encantada. y su penúltima novela, Caballeriza, que es de 2006.
Lo que ha escrito más recientemente es Otro Zoo (2007) y en México, por fin en México, en la oaxaqueña Almadía, una selección de su mejor prosa, cuentos breves y largos: Siempre juntos.
A nadie puede sorprender que su más reciente novela propiamente dicha, Caballeriza, tenga que ver con los caballos. Hay en el mundo inventado por Rodrigo Rey Rosa un interés curioso (¿obsesión, fascinación?) por los animales en casi todos sus libros. Nuestros hermanos del reino animal —tienen estómago, pulmones, corazón, ojos, oídos e intestinos, como nosotros— cumplen no se sabe qué papel en sus narraciones, un poco como los animales que de pronto surgen en los cuentos de Raymond Carver (el guajolote de papada colgante) para incorporar el aura de lo siniestro.
En Caballeriza, por supuesto, están los purasangres que se hacen traer de Portugal o de Arabia Saudita los miembros de la élite guatemalteca. Y en sus otros relatos están invitados los cocodrilos, el cordero, el escorpión, la lechuza, el garañón, los alacranes, reconsiderando de nuevo la pregunta inquietante: ¿Qué o quiénes son los animales? ¿Por qué nos miran así? ¿Tienen emociones los animales? ¿Tienen memoria? ¿Tienen conciencia? ¿Se asustan con el espejo que los refleja? ¿No son una presencia macabra? El poeta Ted Hughes, ranchero, sabía de animales. Lo mismo, entre nosotros, Verónica Munguía. Y, mucho más que otros, J. M. Coetzee al procrear el personaje de Elizabeth Costello.
Rodrigo Rey Rosa no dice las cosas: las muestra, las hace ver, como si interviniera lo menos posible en el relato. Caballeriza y Que me maten si… tienen en común una parecida factura y ambas se distinguen por la pesada e inquietante atmósfera que sabe crear Rey Rosa. Nunca habla del narcotráfico. Nunca utiliza la palabra narco. Pero el lector alcanza a darse cuenta de que el crimen es el contexto. Los personajes y las tramas de ambas novelas están allí, vivos y mortales. Parece que la criminalidad ambiente los hace sentirse como en su propia piel. Es el arte de mostrar sin decir, pero sí de insinuar. Y en esa insinuación reyrosana está la sutileza cautivante para los buenos entendedores del libro: pocas palabras y muchos párrafos que no hacen explícito lo que de suyo va quedando implícito.
El lector puede sentir miedo, como en las novelas de Patricia Highsmith. Rodrigo Rey Rosa no tiene gran inclinación por el realismo mágico: “Siempre me dio sueño”, le dijo una vez a Ignacio Echevarría. Según el crítico español, hay en el guatemalteco un cierto rechazo a las categorías bombásticas de cierta actitud polémica o beligerante porque no siente ninguna afición natural por ese estilo.
A Rodrigo Rey Rosa no le preocupa mucho no estar informado de todos lo que escriben sus contemporáneos, pero reconoce que ha sido un gran lector de Roberto Bolaño, César Aira, Juan Benet y Horacio Castellanos. Su admiración mayor se dirige hacia el filósofo Ludwig Wittgenstein, cuyas ideas sobre el lenguaje son la delicia de los hombres de letras. La sobriedad estilística, el abandono de los “lastres retóricos”, la sencillez que es más bien, dice Echevarría, delgadez narrativa, son los cimientos de sus muy particulares y densas construcciones ambientales. El clima, eso es lo que prevalece. El terror y la inminencia del peligro y de la muerte infligida por otros.
Elíptico, porque es reticente, porque no lo dice todo, plantea en por lo menos dos de sus cuentos la relación padre-hija, como en “La niña que no tuve” y “Otro Zoo”, en el que al recorrer un zoológico un padre pierde a su hija de dos años.
Edgardo Dobry cree que uno de sus mejores cuentos es “La finca familiar” (incluido en este volumen de Almadía) y resume muy bien lo que viene siendo la literatura de Rodrigo Rey Rosa: “La corrupción, los privilegios brutales, la violencia implícita en una sociedad cuasi feudal están en el primer plano de estas ficciones, nunca tentadas por el expediente mágico ni la fascinación colorista.”
El libro que nos convoca aquí esta tarde, Siempre juntos, es seguramente la mejor selección de sus textos. Aquí está el Rodrigo Rey Rosa esencial. La antología va marcando los pasos que fue dando al empezar a escribir y la evolución que lo ha traído a la madurez de escritor.
Qué bueno, ya era hora, que en México lo recibamos con admiración y cariño.
Wednesday, October 22, 2008
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