Uno de los alicientes más importantes de la política mexicana es hacer mucho, pero mucho dinero sin trabajar realmente o trabajando muy poco. Atesorar.
De pronto un profesor o un burócrata o un empleado que no sacaba más de diez mil pesos al mes empieza a ganar durante tres años un mínimo de 150 mil pesos mensuales. Aparte lo que se le gratifica por cada una de las comisiones en las que participa. ¿Cómo no va a cambiar su vida y su visión del mundo?
No hay presidente mexicano —ahora que se da esta interesante homologación entre priistas y panistas— que no se sienta ilusionado con el hecho previsible, seguro, de que al cabo de seis años entrará a la categoría de los grandes millonarios de México. Nunca más, el resto de su vida, tendrá que trabajar porque la sociedad mexicana le mantendrá su sueldo vitalicio, un mínimo de unos 200 mil pesos mensuales. Es lo que gana Fox, es lo que le pagamos a Salinas, es lo que cobra el lunático de Luis Echeverría.
Pero el gran saqueo institucionalizado y aceptado es el que se practica todos los días en las dependencias gubernamentales gracias al trabajo de los contadores y los llamados secretarios administrativos. Es rara avis el funcionario que no se arregle con los proveedores: el procedimiento es muy sencillo: factúrame estos muebles por 150 mil, y tú sólo cobras cien mil. Si quieres que te siga teniendo de proveedor.
En el caso de la inversión extranjera ha sido muy común, en todo el mundo, que la Texaco, la Halliburton o la Shell, den comisiones por debajo de la mesa a los funcionarios de la empresa petrolera receptora, Pemex po ejemplo. A los funcionarios actuales de Pemex, y de otras secretarías —sobre todo la de Gobernación— no es conviene que Pemex se ponga a invertir en la construcción de una plataforma o una refinería porque eso significaría esperar cuatro o cinco años. En cambio, el dinero de las compañías transnacionales es rápido y seguro. Las comisiones son de millones de dólares y lo que ellos quieren es forrarse en los próximos cinco años.
De pronto le encargan a alguien una “asesoría” para que le haga al subsecretario un estudio de “estrategias de comunicación” y se le acepta y se le paga un recibo por 500 mil pesos. Por tres meses de “trabajo”. Se le liquida porque lo firma el secretario administrativo, el jefe, pero nadie se pone a revisar en qué consistió ese estudio sobre esas “estrategias de comunicación” que están tan de moda y que son pura palabrería o puro cuento.
Y así en todo el país. En los municipios, en los estados, en las dependencias federales, sean priistas o panistas y perredistas. El color de la cachucha no tiene la menor importancia. A casi ninguno de ellos les importan realmente las ideas, ni morales ni políticas. Es muy difícil discernir la diferencia ideológica de cada partido. Es muy excepcional y único el diputado que no esté allí por los 200 mil pesos promedio de dieta. Se trata de un congreso sobornado a priori, antes de que actúen a favor de unos u otros intereses. No dan paso sin guarache. Pueden votar a favor o en contra según los negocios que estén haciendo con sus paisanos (empresarios, políticos, narcotraficantes) en sus estados. Ahora durante la discusión de la ley de medios van a ser muy cortejados, seducidos, sobornados, extorsionados. Saben que su postura está en oferta.
La apropiación indebida de los dineros públicos se realiza dentro de la ley. Se aprovecha siempre la ambigüedad de la ley. Se utiliza siempre la coartada de la legalidad. Ésa es la gran contribución mexicana a la cultura de la corrupción. Por eso tenemos fama de ser uno de los países más corruptos del mundo. Se ve, aquí, la corrupción como cosa natural y a nadie, a ningún funcionario de mayor o de menor rango, le produce el menor sentimiento de culpa. En muchos casos dicen que no toman nada del erario público, que se limitan —siguiendo la moral alemanista— a hacer negocios.
En la producción de libros también es una locura la invención de los presupuestos. Se hacen al gusto del cliente y sobre todo al gusto del funcionario. Se inflan los precios del papel, del diseño gráfico, de la impresión, de la encuadernación. Arbitrariamente. Siempre y cuando casen las cuentas y el funcionario se lleve su parte. Si no es así, la imprenta o la editorial proveedoras no vuelven a conseguir ningún contrato con el gobierno. Es la famosa “mochada”. Y no ha habido ley ni secretaría de la función pública o contraloría alguna que puede perseguir o demostrar esta simulación. El problema no es que sean priistas, panistas o perredistas. Tal vez sea una cuestión cultural, un modo de ser social y político del mexicano desde la época de la colonia.
Las figuras claves dentro de esa red que se escuda en la “normatividad” son el oficial mayor, el jefe de intendencia o el secretario administrativo. Son quienes verdaderamente ejercen el presupuesto. En ellos deposita su “confianza” el jefe porque si no los deja hacer le pueden, para extorsionarlo, construirle un fraude, un peculado, una licitación incorrecta. Les teme y los necesita. Son cómplices.
El secretario administrativo es el que va a legalizar el saqueo hormiga de las arcas públicas, con un equipo de abogados y contadores.
El secretario administrativo es el que se arregla con los proveedores, con las agencias de autos o de cemento y se lleva su “comisión”. Es el que se va inventando asesorías fantasma, de treinta, cuarenta mil pesos, a nombre de las esposas de sus amigos o de la hermana de algún expresidente. El “titular” de la aviaduría firma los recibos y comparte el cheque con el secretario administrativo. Todo se puede. Cobrar sin trabajar.
Y no es que no se pueda hacer nada. En Helsinki las autoridades se las han ingeniado para identificar las simulaciones legales y a los prestanombres, que son las claves del mecanismo. Van a los personajes y a los lugares que se amparan en una factura. Cotejan los números. Preguntan quién es quién, por qué Fulanita es asesora. ¿Asesora de qué, de planchas?
Tuesday, March 04, 2008
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