Thursday, January 24, 2008

Casi el paraíso



México es un país extraordinariamente
fácil de dominar, porque basta con
controlar a un solo hombre: el Presidente.
Debemos abrir a los jóvenes mexicanos
las puertas de nuestras universidades y
educarlos en el modo de vida americano,
según nuestros valores y en el respeto
al liderazgo de los Estados Unidos.
Con el tiempo, estos jóvenes llegarán a
cargos importantes y eventualmente se
adueñarán de la Presidencia. Sin necesidad
de que Estados Unidos dispare un tiro,
harán lo que nosotros queramos.

Robert Lansing, Secretario de Estado,
Washington,1924



No hay tanta xenofobia en México sino una verdadera fascinación por los extranjeros y todo lo que sea extranjero porque el mexicano siempre piensa que el extranjero es mejor. Tal vez en nuestro inconsciente colectivo sigue actuando el trauma de la Conquista, la contemplación alelada del hombre blanco investido del poder que da la armadura y el caballo. Si no fuera así, a Luis Spota nunca se le hubiera ocurrido escribir en los años 50 una novela como Casi el paraíso, una crítica implacable a la nueva clase que engendró la corrupción alemanista. Su personaje, Ugo Conti, es un italiano que seduce a todo el mundo: a los políticos, a los empresarios, a sus mujeres. Se hace pasar por noble y los mexicanos hasta le prestan dinero. Como es blanco y guapo, todos los mexicanos se le rinden. Y se sienten muy honrados con su amistad.
Pero ciertamente es una generalización injusta hablar de “los mexicanos” como si fuéramos una masa homogénea de pensamiento único. No se puede hablar ni de xenofobia de la izquierda ni de xenofilia de la derecha porque en ambos extremos hay de las dos filias o fobias, para todos los gustos. Es cierto que a mediados del siglo XIX un sector de la incipiente clase política de entonces se puso a buscar y a encontrar un archiduque que nos viniera a gobernar porque se daba por sentado que el extranjero era mejor que nosotros, especialmente si era rubio, blanco y de ojos claros, pero también es verdad que no todos los mexicanos lo festinaban. Antes al contrario: se sentían avergonzados y humillados.
En su libro de 1951, La estructura social y cultural de México, José Iturriaga se pone a pensar en los mexicanos y su ancestral y traumática relación con lo extranjero. Algo pasa en el alma del mexicano cuando se relaciona con el extranjero. Cae en ambivalencia, lo admira y desconfía de él, le atrae y le repugna. Por su mera presencia, el extranjero lo pone en entredicho y lo remite al “estereotipo autodenigratorio” que le hace valorar más lo extraño que lo propio, más Disney World que Palenque, más la francesa copa coñaquera que el caballito jalisciense para tomar tequila. No hay conductora o actriz de telenovelas que no se pinte el pelo de rubio. Tiene que ser rubia porque le da pena parecer mexicana. Ellos, los extranjeros, son mejores para extraer y explotar el petróleo. Nosotros no, somos muy suatos. Bueno, y además nos pueden dar comisiones por debajo de la mesa. Es más rápido arreglarse con la Texaco o Hulliburton que esperar los tres o cuatro años que a Pemex le tomaría levantar una refinería o hacer más pozos. Sólo tenemos cinco años para forrarnos.
Nos encantó tener un vicepresidente como José Córdoba Montoya. No votamos por él. No lo tratamos mal. Se le pagó bien. Pudo hacer algunos negocios. Nunca se le investigó.
No pocos amigos argentinos han salido adelante con sus restaurantes, que son muy buenos, limpios y no abusivos. No los hemos tratado mal. En la Argentina un mexicano no podría correr con la misma suerte, pero sólo porque allá la tasa de desempleo es muy alta. Tampoco un mexicano podría allá, en el campo periodístico, volverse con tanta facilidad un “comunicador” millonario, con casa en el Pedregal y camioneta blindada. A los refugiados españoles de 1939 los recibimos encantados de la vida y muchos de sus intelectuales enriquecieron nuestras universidades y nos enseñaron a hacer libros. No los tratamos de la patada. Tampoco a los inmigrantes judíos de los años 30 y 40 que se asentaron en la colonia Condesa y se mexicanizaron conmovedoramente (había que verlos comer tacos) como no nos dejaría mentir el estupendo documental que hizo uno de sus descendientes: Beso esta tierra.
¿Dónde está la xenofobia? Con la misma apertura, los panistas contrataron a un “técnico en campañas electorales” extranjero, Dick Morris, para que los asesorara en la lucha sucia por la presidencia. ¿No había un solo cuadro mexicano de su búnker en la colonia del Valle que supiera hacer lo mismo? No. Tuvieron, sin rubor, que contratar a un extranjero al que se le pagó muy bien y no se le ofendió con la “tradicional xenofobia mexicana”. Antes al contrario.
“Mexicano por nacimiento” es lo que la Constitución dice que es “mexicano por nacimiento”. Es como cuando se dice “delito es lo que la ley dice que es delito”.
La incertidumbre se establece cuando se siente que no es lo mismo un extranjero común y corriente que un extranjero que ocupa un cargo público o aspira a uno de elección popular. No es lo mismo. En cualquier lugar del mundo.
No estaba mal, pues, la exigencia constitucional de que fuera de padres mexicanos y nacido en México el jefe de la tribu. No estaba mal, por lo menos en el caso de Fox y su xenofilia. Su falta de compasión por más de la mitad de los mexicanos (lo cinco que no comen en la mesa de diez) se sentía que algo tenía que ver con el hecho de ser hijo de gringo, por mucha legalidad que se haya inventado para convertir al padre en “mexicano por nacimiento”.



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