Sunday, September 03, 2006

La percepción manipulada

Entre nosotros y el mundo se coloca la lente mediática que no deja de trastornarnos la percepción de las cosas, la lectura de la realidad cotidiana, la comprensión de la película que se nos va pasando todos los días.
El propósito de toda operación de propaganda —militar o política, comercial o religiosa— es inducir el deseo, incidir en nuestra percepción y en la representación o la idea que nos vamos haciendo del mundo. Desde los años 30, cuando los aparatos de radio en cada uno de los hogares alemanes se volvieron vehículos masivos de la propaganda del Tercer Reich, su intrusión vino a alterar lo que hasta ese momento de la historia había sido la convivencia civil y política. La plaza pública dejaba de ser el único espacio en el que los candidatos entraban en contacto con sus partidarios. Se añadía a partir de entonces una amplificación: la que hizo posible —sin cables– el invento de Marconi. A partir de entonces los modos de hacer política ya no fueron los mismos. El votante ya no compite únicamente con el adversario sino contra la estructura audiovisual que, más sutil que descaradamente, apoya a ese adversario.
Los ciudadanos de la segunda mitad del siglo XX más o menos se hicieron a la idea de que así iban a ser las cosas y trataron de adaptarse al medio. Se temió, se juzgó, se ponderó el papel de la televisión. ¿Realmente este instrumento masivo podía ganar unas elecciones si se decantaba por uno de los candidatos?
Se suponía que no necesariamente. Era más probable que triunfara la manipulación en sociedades de escasa sociedad civil, poco politizadas, poco conscientes y poco consumidoras de la prensa escrita. En otras sociedades, en las que había por ejemplo un movimiento político, las posibilidades de que se impusiera la televisión no eran muchas.
Sin embargo, algo hay en el ambiente mexicano que nos indica un cambio. Se siente que el papel de la televisión en la política electoral no es igual al que llegó a tener hace quince o veinte años. No es igual: ahora la tele es más protagónica y determinante que nunca. Y esto no tiene nada que ver con los adelantos tecnológicos —la globalización de los sistemas de comunicación por medio de satélites— sino con el uso político, selectivo, intencional, de la información.
Nunca como ahora se sintió —al menos desde la subjetividad de este televidente— que la tele inclinaría la balanza hacia uno de los dos lados. Tan es así que ya ni siquiera es necesario mencionar a las empresas por sus nombres ni a los locutores (los nuevos guías espirituales de la nación) por sus apellidos. Todo mundo sabe de quiénes se está hablando.
Lo que importa de la propaganda televisiva es la
repetición, su efecto de conjunto. Sus operadores tienen que hacer el mayor ruido posible y el mayor número de veces para acallar los puntos de vista discordantes. No importa lo que diga éste o aquel escritor en un periódico o en una revista. Gana el que tiene más volumen en su sonido. Si la televisión, y un ejército de locutores en todo el país, día y noche, imponen el color del cristal con que han de mirarse las cosas entonces las cosas resultan ser de ese color.
Si nos ha quedado el mal sabor de boca de que la televisión fue la que realmente ganó las pasadas elecciones (y no sólo por lo que le entró en caja) es porque una sociedad electronizada es mucho más gobernable y manipulable que una sociedad alfabetizada. ¿De cien votantes en una fila en una casilla cuántos leen periódicos o revistas? ¿Cinco, seis?
La masa razona menos si no lee. Por ello la propaganda es más eficaz a través de los medios electrónicos, promotores de una suerte de analfabetismo regresivo que aleja al público de la cultura gráfica. La radio, la televisión, el cine, el video, difunden una cultura oral y visual que promueve en la población el alejamiento de la palabra escrita, impresa, los libros, las cartas, los diarios íntimos o literarios.
A medida que avanza la ciencia y se afina la tecnología en las telecomunicaciones, más habrá de suceder que la técnica se ponga en contra de la democracia electoral. Porque, como dice un académico de Nueva York, en nuestro tiempo gana el que mejor hace el fraude. La legalidad y el respeto del voto serían más costosos que la ilegalidad del fraude perfecto. Ya lo ha hecho George Bush en dos ocasiones en un país donde tradicionalmente el voto era sagrado, justamente en el país que tanto suscitó la admiración de Alexis de Tocqueville (1805-1859) y le impulsó a escribir La democracia en América.
Si en el país de la decencia y las libertades, como dicen los estadounidenses que es el suyo, se violenta ya la manifestación de la voluntad popular a través de las elecciones y de la propaganda mejor pagada, ¿qué habrá de suceder en el resto del mundo? Si en Estados Unidos el fraude se da por un hecho “inatacable” y si se le dejó gobernar a John F. Kennedy habiendo hecho fraude en Chicago en contra de Nixon, y si se ha consentido que Bush gobierne sin ningún rubor, entonces no es descartable que en lo que sobra del mundo se tenga respecto a las elecciones una laxitud que permita decir, como el profesor de Nueva York, que ha de gobernar el que mejor defraude. Es ése el sentido común que predomina en los círculos políticos de Washington.

http://federicocampbell.blogspot.com/

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