Thursday, February 10, 2011

Escritores melómanos




De las relaciones entre la música y la literatura se ha hablado y escrito muchas veces. Basta recordar la novela Doktor Faustus, de Thomas Mann, para entender el significado que ha tenido la música entre los escritores, por no abundar más en la relación de Mann con Schoenberg cuando ambos vivían en Los Ángeles durante los años de la segunda guerra mundial.
Pero lo que más llama la atención son los casos de desinterés o indiferencia por la música que también se da entre ciertos escritores. A esta apatía Oliver Sacks la llama amusia. Por ejemplo, Jorge Luis Borges no tenía una gran pasión musical. No se le nota en sus escritos. Tampoco Octavio Paz, que parecía un tanto indiferente a la música. Henry James no hace mención de la música ni en sus novelas ni en su ensayos. En Una autobiografía soterrada —una poética de su ficción—, Sergio Pitol no alude para nada a los compositores ni la música, aunque saben sus amigos que cuando el veracruzano vivió en Praga y en Moscú nunca se perdía las temporadas de ópera.
Por lo contrario, se sabe de escritores que han sido y siguen siendo muy melómanos: Álvaro Mutis, por ejemplo, lo mismo Gabriel García Márquez. Y otros: Jorge Aguilar Mora, Margo Glantz, Eduardo Lizalde, Juan Benet, Antonio Alatorre, Eugenio Trías. Ah, y no se diga nuestro querido Juan Rulfo, que se amanecía hasta las cuatro de la mañana escuchando a Frescobaldi, Orlando de Lassus, Palestrina, Charpentier, Gabrielli, Gesualdo, Perotinus.
Una vez Jorge Brash se lo encontró en la librería El Ágora, y Rulfo le preguntó:
—¿Y usted qué discos compró, si se puede saber?
—Estos —le dijo Brash y le mostró unos de Frescobaldi y Palestrina.
—¿Y ya conoce a Heinrich Schütz?
Rulfo se refería al compositor alemán que vivió entre 1585 y 1672 y que alcanzó la fama gracias a sus Cantiones sacrae y las Symphoniae sacrae.
Ludwig Wittgenstein también era una persona intensamente musical.
Hace poco Ediciones del Equilibrista ha hecho justicia a Jomi García Ascot al resucitar editorialmente su libro Con la música por dentro, pues como se sabe el poeta era un enamorado de la música y —en prosa de ensayo y de crítica— le puso letra a su pasión más íntima. Y es que, como dice Joan-Carles Mèlich, sólo hay dos cosas que nos pueden educar o preparar para la muerte: la narración (en el sentido del que habla Walter Benjamin en su ensayo “El narrador”) y la música.
“De todos los artefactos simbólicos que los seres humanos han fabricado para hacer frente a la amenaza de la contingencia, al flujo del tiempo, a la ausencia y a la muerte, podrían destacarse dos de especial relevancia: la narración (oral y/o escrita) y la música”, escribe Mèlich.
El más reciente libro de Kazuo Ishiguro, por otra parte, lleva en su título Nocturnos la alusión al contexto que significa la música cuando arma sus historias sobre algún saxofonista, un violonchelista, un guitarrista y ensaya narrativamente varias variaciones sobre un mismo tema como si ejecutara literariamente un concierto de cámara.
Al gran inventor de la neuronarrativa, Oliver Sacks, le preguntaron una vez qué clase de música le gusta mas y a cuáles compositores pondría en su iPod.
Aclaró el autor de Musicalia que no usaba iPod pero que en caso de tenerlo incluiría Fantasía en Fa menor, de Chopin, tocada por Arthur Rubinstein.
Añadiría además Don Giovanni, la ópera de Mozart; La consagración de la primavera, de Stravinsky; el Concierto para violín en Mi menor, de Mendelssohn, ejecutado por Joshua Bell; La bella molinera, de Schubert, cantada por Dietrich Fischer-Dieskau; las Sonatas para piano de Beethoven, interpretadas con Alfred Brendel; la Rapsodia para contralto, coro y orquesta, de Brahms; la Misa en Si menor de Bach; y la Chacona en Re menor, de Bach, tocada por Yehudi Menuhin.

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