Friday, March 28, 2008

El Encomendero de Bucareli



Pedro Páramo es un cacique.
Eso ni quien se lo quite.
Estos sujetos aparecieron
en nuestro continente desde
la época de la Conquista con
el nombre de encomenderos. Y
ni las leyes de Indias, ni
el fin del coloniaje, ni aun
las revoluciones, lograron
extirpar esta mala yerba.

—Juan Rulfo


La procedencia nacional y familiar del incombustible secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, hace inevitable —por una elemental asociación de ideas e indignaciones— pensar en la figura colonial del encomendero español.
Lo dice, desde el más allá de las letras, Juan Rulfo :
“Aún en nuestros días, los hay [encomenderos] que son dueños hasta de países enteros; pero concretándonos a México, el cacicazgo existía como forma de gobierno siglos antes del descubrimiento de América, de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique para tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra.”
El descubrimiento del encomendero por parte de Rulfo es una deducción natural que se le ocurrió a él veinte años después de haber escrito Pedro Páramo. Rulfo leyendo a Rulfo. El lector Rulfo entrevé en su propia novela la memoria colectiva que comporta un personaje, el cacique, no colocado allí —en la novela— de manera consciente. Entre el cacique de los señores mexicas, el encomendero de la Nueva España, y el regreso del capo contemporáneo que define un modo de ser político, Rulfo discierne una concatenación histórico social que se cumple en Pedro Páramo.
Juan Rulfo tenía un gran conocimiento de la historia de México y situaba en el siglo XVI, más que en ningún otro siglo, el origen de muchos de nuestras actitudes políticas inconscientes:
“Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores allí no dejaron ser viviente. Entraron a saco, destruyeron la población indígena, y la región fue colonizada nuevamente por agricultores españoles. Entonces los hijos de los pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños absolutos. Se oponían a cualquier fuerza que pareciera amenazar su propiedad. De ahí la atmósfera de terquedad, de resentimiento acumulado desde siglos atrás, que es un poco el aire que respira el personaje de Pedro Páramo desde su niñez.”
La encomienda se instauró primero allá en España: era la delegación del poder real para cobrar tributos y utilizar los servicios personales de los vasallos del rey y, por extensión, en la Nueva España la figura del encomendero sirvió a los españoles para hacerse de mano de obra gratuita y ocupar el lugar de los caciques prehispánicos.
Este resabio feudal, el derecho del señor sobre sus siervos, se transplantó al Nuevo Mundo y a los conquistadores se les permitió explotar los servicios personales de los indios como compensación por enseñarles la religión católica. Un subterfugio de la esclavitud.
Medio siglo de agitaciones fue necesario antes de que la Corona y Fray Bartolomé de las Casas suprimieran el aspecto más discutible de la encomienda: el privilegio de utilizar a los indios como esclavos, y finalmente el sistema fue reducido a una especie de paternalismo.


La historia sabe. De tanto en tanto se da una extraña circularidad y los personajes vuelven. Como fantasmas sin compasión se agandallan los tesoros del mar para beneficio de sus familiares en esa mesa de diez comensales que es México. De un lado cuatro comen muy bien, tienen médicos, escuelas, universidades, aviones, departamento en Orlando, gasolineras, chalet en Vail, empresas petroleras, cuentas en el Chase Manhattan Bank de Nueva York, en Houston o en Miami, o en Madrid o en el Wells Fargo de San Diego. Los otros seis apenas comen porquerías, no tienen hospitales ni escuelas ni universidades, ni medicinas, ni zapatos ni balón de futbol. Sus hijos y sus nietos tampoco lo tendrán.
Y no se necesita ser un lince para darse cuenta de que un zorro es mucho más astuto que una lombriz. Más que un encomendero en Gobernación (el equivalente al Ministerio del Interior de muchos países) lo que se necesita allí es un zorro. Porque la principal cualidad del político es la astucia, no la inteligencia.
En ese cuartel general, o “cuarto de guerra” (según traducción literal del inglés) han estado toros muy bravos. ¿Por qué? Porque ese escritorio requiere de una gran imaginación conspirativa para fintar primero y luego embestir. Sin piedad. Es un puesto extremadamente delicado, es el centro del sistema neurálgico del país, es al mismo tiempo el lado derecho e izquierdo del cerebro porque sus decisiones suelen ser muy finas, como las de un neurocirujano o un capitán de barco o un piloto de jumbo jet. Desde la secretaría de Gobernación, el zorro ve al país como si sus habitantes estuvieran en una pecera. Imposible sobrevivir sin una inteligencia maquiavélica o sin el temple parea mandar matar si es necesario (por razones de Estado). Y aquí es cuando hace falta la experiencia y la verdadera, auténtica vocación política, la sensibilidad para intuir los signos de la explosión social. Lo hicieron Richlieu, Disraeli y Talleyrand, el mago de la diplomacia napoleónica. Una decisión equivocada puede tener consecuencias muy graves para toda la población: un exceso de soberbia, por ejemplo, una mala lectura de los acontecimientos, una represión sangrienta de más que puede dejar el llano en llamas.

En México el Estado ya no existe





Lo que existe ahora son pequeños
estados: organizaciones criminales,
grupos que actúan en función de los
intereses particulares. El interés
general se ha perdido de vista.

—Leonardo Sciascia


Lo que mucha gente dice, tanto aquí en el centro como en la periferia, es que vivimos en un lodazal. Para unos no hay cabeza. Para otros lo que padecemos es un Estado anómico en el que, por ejemplo, los ciudadanos no pagan impuestos y el Estado no hace nada para que se paguen; en el que los ciudadanos no respetan la luz roja de un alto y los policías no hacen nada para que lo automovilistas se detengan. Todo se puede. Nada se restringe. ¿Cómo es posible que en un país así no hubiera habido unas elecciones presidenciales sospechosas?
Dice Peter Waldman que la corrupción y la incivilidad son constantes: “El Estado no actúa como Estado. No es, en sentido estricto, un Estado de derecho. Con relativa frecuencia el Estado resulta subversivo, interviene de manera activa y directa en la violación del orden jurídico. En este sentido y por esa razón, conviene sin duda el adjetivo: es un Estado anómico.”
Nosotros lo sabemos:

en México el primero que viola la Constitución es el Presidente de la República.
Si en México hubiera Estado es muy posible que Germán Larrea ya estaría en la cárcel, por las muertes negligentes de Pasta de Conchos. Si hubiera Estado, desde la semana pasada —como ocurriría sin duda en Guatemala u Honduras— el secretario de Gobernación (JCM) ya hubiera renunciado, simplemente por cuestión de honor y de principios, de valores que siempre van implícitos en una democracia y que se consiguieron establecer luego de un largo y doloroso proceso histórico social.
Si en México hubiera Estado, hace por lo menos dos años que se hubiera indagado y resuelto el asesinato de Enrique Salinas de Gortari, nadie menos que el hermano de un expresidente más o menos poderoso. Misterio. Si hubiera Estado, la señora Laura Valdés, exdirectora de la Lotería Nacional en tiempos del bato con botas, ya habría conocido los terrenos del poder judicial, es decir, el de los jueces que juzgan y condenan. Si hubiera Estado en nuestro país los hermanitos Bribiesca, hijos de la incorruptible Martha Sahagún, hace ya tiempo que habrían purgado parte de su condena. Su hubiera Estado, Arturo Montiel ya llevaría por lo menos un par de años vistiendo el uniforme beige de nuestro sistema penitenciario.
Si hubiera Estado en México, Jorge Hank Rohn no habría gozado de veinte años de impunidad —que se cumplen el próximo 18 de abril— por el asesinato del periodista Héctor Félix Miranda (El Gato) en Tijuana. Si hubiera Estado, el precioso gobernador poblano Mario Marín y el “empresario” Kamel Nacif hace mucho que hubieran sido compañeros de celda. Si hubiera Estado, desde el año pasado habría quedado muy claro qué fue exactamente lo que sucedió con los 205 millones de dólares que le encontraron en su casa de las Lomas a un mexicano nacionalizado de origen chino. No a dónde fueron a parar los billetes, pues eso ya se supo (a pesar de la veda constitucional, de que a nadie se le puede privar bla bla bla…), sino qué fue lo que todo un secretario de Estado (del Trabajo) fue a negociar con los abogados del chino en Nueva York. Incógnita. Si hubiera Estado, ya se podría saber quiénes violaron a cuatro mujeres menores de edad en Michoacán el año pasado en medio de los operativos antinarco desplegados por el gobierno federal. Ni siquiera la Procuraduría General de Justicia Militar inició su investigación. Si hubiera Estado muy probablemente el jefe del Ejecutivo no habría podido quedar bien con sus simpatizantes en el gobierno de Estados Unidos y extraditar de manera súbita y brincándose varias formalidades legales a varios narcotraficantes.
¿Qué quiere decir eso de que no hay Estado? Depende de la premisa. La nuestra es que no hay Estado cuando no se cumple la ley de manera inevitable e impersonal y cuando no se gobierna a favor del interés general o el bien común y sí a favor de intereses particulares y de grupo (como los empresariales). Nadie votó por Slim. Nadie votó por Azcárraga. Nadie votó por los empresarios que ahora ocupan el poder.
Por ejemplo en los países donde existe el Estado el hijo de un gobernador ineluctablemente va a la cárcel si comete, por ejemplo, el delito de violación o de homicidio. La ley se aplica inexorable e impersonalmente. Si un gobernador (como el panista Elorduy de Baja California) es al mismo tiempo distribuidor de las camionetas Ford y le vende al Estado esas camionetas incurre en lo que en los países civilizados (es decir, en los que sí existe el Estado) se reconoce como “conflicto de intereses”. El señor Elorduy podría ya estar en la cárcel de La Mesa, en una celda de lujo.
Si hubiera Estado, los insobornables magistrados de la Suprema Corte de Justicia habrían reconocido que sí se violaron las garantías individuales de la periodista Lidia Cacho. Si hubiera Estado, los también insobornables, incorruptibles e impolutos juzgadores del Tribunal Federal Electoral no se habrían metido en el galimatías sospechoso en que se metieron para justificar el amañado resultado de las elecciones y las habrían declarado nulas. ¿Cuánto dinero les darían? ¿Millones de dólares? Si hubiera Estado los funcionarios públicos de todos los niveles —federal, estatal, municipal— no les exigirían una comisión por debajo de la mesa a los proveedores. Si hubiera Estado, los más altos funcionarios panistas de Pemex no harían negocios con sus amigos ni aceptarían las “comisión” que las empresas petroleras transnacionales (Texaco, Shell, Halliburton, Exxon) les pasan por debajo del escritorio y por millones de dólares o de euros.
“La desaparición del Estado no es un fenómeno exclusivo de Colombia, sino de todo el mundo”, dice Fernando Vallejo, autor de la mejor novela tijuanense: La virgen de los sicarios.
Si en México hubiera Estado los jueces penales no tendrían una tarifa para cobrar por cada delito exonerado, tantos millones por un homicidio, tantos por una violación, tantos por lesiones. Aunque, como puede hacerse de antemano, quienes cobran por no consignar —y también según una cierta tarifa— son los procuradores o los agentes del ministerio público. No procede, dicen. No hay elementos en lo de la anciana, les ordena el gobernador Fidel Herrera.
“El Estado está desapareciendo en todas partes. En México también va a desaparecer porque ya no puede controlar a una población tan grande. Cuando no hay Estado y no se pueden hacer cumplir las leyes, entonces se vuelve a la ley de la jungla. Ya sucede en las afueras de París, Nueva York, Los Ángeles”, añade Fernando Vallejo. Y concluye:
“El Estado está desapareciendo en todos los niveles de la sociedad que se le está yendo de las manos al gobierno. Lo vemos en Colombia, donde es más grave que en otros casos, y también en Argentina. Ya es un hecho la colombianización de México y la mexicanización de Colombia, porque antes los funcionarios colombianos no eran corruptos.”


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Monday, March 24, 2008

La estética de la criminalidad


La edad de piedra, la edad de bronce, la edad de la información, la edad de la criminalidad


La manía de encontrarle una causa a todo ha conducido también a plantear la pregunta, acaso ociosa, de por qué hombres y mujeres leen novelas policiacas.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar a otros y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas, al menos en potencia.
El alemán Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (libro con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. Se castiga un crimen con otro crimen. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras del condenado”.
La administración de la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una estética literaria en la que el crimen aparece glorificado, “porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder. Es el “arte del asesinato político”, como le lama Francisco Goldman.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del conflicto en la novela policiaca moderna (que se ha vuelto política). Por ejemplo, en las de los norteamericanos Marc Behm, Jerome Charyn, Walter Mosley y James Ellroy.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
El poder es poder de matar.

Tuesday, March 04, 2008

La bomba cordial

Debería ir el lunes a que
me tomaran una radiografía.
—Félix Grande



—Ya está prohibido fumar aquí en México como en Madrid, Dublín, y en muchas otras partes. Un día no se va a poder fumar ni en la calle. Va a ser como ir al baño, a solas, en privado, como cuando se trata del vicio solitario.
—Pero Nueva York es una ciudad que ayuda a dejar de fumar. Ya tienen más de veinte años con la persecución.
—Yo lo que no sé es si ya hay estadística.
—¿Estadística de qué?
—Pues de las enfermedades. Si tienen por lo menos veinte años con una baja en el consumo de tabaco debido a la prohibición y al aumento del precio, ¿no debería ya haber una estadística de que ahora hay menos casos de cáncer o de padecimientos cardiovasculares? ¿Por qué no se han puesto a comparar? ¿Era mayor el índice de mortalidad en 1976 que en 2007?
—La gente habla con miedo al cáncer de pulmón, pero a lo que el cigarrillo le pega más bien es a la hidráulica del corazón. No todo el mundo sabe que lo más vulnerable es todo el sistema circulatorio. Y es lógico. Elemental: es un problema de la biofísica de cada quien. La bomba cordial trabaja más y con los años se resiente. Y no es lo mismo absorber humo que mover aire. Fumar no hace daño, pero fumar diez años sí hace daño.
Y es cierto: Nueva York es una ciudad que ayuda dejar de fumar, por lo menos a quienes, tabacómanos nocturnos, fuman poco, uno o dos cigarrillos antes de acostarse. Pero para quienes traen ya la nicotina en la sangre las nuevas disposiciones del alcalde Michael Bloomberg han exacerbado su ansiedad y privado a la ciudad de las últimas zonas de tolerancia que le quedaban. Ya no se puede fumar en ninguno de los 13 mil bares, ni en los cafés, ni en los salones de juego y ni siquiera en los clubes privados. Quien tenga la necesidad irreprimible de hacerlo deberá resignarse a la calle, las azoteas, los espacios de su propia casa o de su automóvil.
El argumento de las autoridades se sustenta en el imperativo de preservar la salud y calculan que por lo menos mil vidas habrán de salvarse con esas medidas tan radicales. Los precios y los impuestos altos también quieren disuadir el consumo.
La veda del tabaquismo es algo que impone la ley. Sin embargo, no pocos creen que el Estado –ese casi inexistente Estado Mexicano— no tiene que interferir en una decisión personal, hágame o no daño. Es asunto mío. Cada quien tiene derecho a su organismo y puede hacer de su culo un papalote. En esta buena lógica, y por extensión, también se deduciría un derecho a la enfermedad y al suicidio. A mí me gusta que me den de latigazos. No se metan. Es asunto mío. Es mi cuerpo.
De lo que no hay duda es de que el maldito hábito más que a las planicies encantadoras de Marlboro Country (la imagen de la libertad, según los publicistas) a donde conduce es a la sala de oncología.
En Canadá y Brasil se ha preferido la vía de la disuasión con imágenes (unos pulmones cancerosos, por ejemplo) y leyendas en las cajetillas que intentan contrarrestar el glamour de la publicidad e inclusive causar asco y miedo. Al lado de una fotografía de una dentadura con cáncer en las encías, se lee "Los cigarrillos causan enfermedades de la boca". En otro paquete: "El uso del tabaco puede dejarte impotente." Y en otro: "Los cigarrillos pueden causar impotencia sexual por falta de riego sanguíneo en el pene. Esto puede privarle de tener una erección."
Ha sido tal la certeza de que la nicotina (Nicotiana tabacum, así nombrada en honor de Jean Nicot, quien la promovió con fines medicinales) es tan adictiva como muchas otras drogas mortales que, nunca como ahora, muchos de los gobiernos están exigiendo que se advierta a los tabacómanos de qué manera se están jugando la vida, por muy aterradores que sean los mensajes impresos en por lo menos el 40 por ciento de la superficie de la cajetilla:
"Fumar acorta la vida".
"Fumar obstruye las arterias y provoca cardiopatías y accidentes cerebrovasculares."
"Fumar puede reducir el flujo sanguíneo y provoca impotencia."
"Fumar provoca el envejecimiento de la piel."
"Fumar puede dañar el esperma y reduce la fertilidad."
"Fumar produce cáncer mortal de pulmón."
Más allá de los desesperados balazos publicitarios del antitabaquismo actual, también es un hecho que entre nosotros, aquí en México, siempre ha estado a la mano la información más elemental, expuesta de manera serena, elaborada por especialistas de primera línea, psiquiatras, neurobiólogos, farmacólogos, que desde la humildad o el anonimato de su trabajo admirable se han preocupado por servir a los demás.
Uno de ellos ha sido Simón Brailowsky, cuyo libro
Las sustancias de los sueños. Neuropiscofarmacología, todos los padres de familia deberían tener en sus casas si tienen problemas de adicción entre sus hijos.
Brailowsky dedica el capítulo XXIV al "Tabaco". Hace la historia de la planta, la Nicotiana tabacum, que proviene del continente americano y está relacionada con la papa, la belladona y la mandrágora. Explica cuáles y cómo son los efectos del humo en el sistema nervioso; enumera las manifestaciones de toxicidad de los fumadores crónicos y enlista los riesgos de muerte prematura, las afecciones cardiovasculares, coronarias y cerebrovasculares, y los problemas de sueño, depresión, irritabilidad y angustia.
"No existe sombra de duda de que la nicotina constituye la principal, si no la única, sustancia adictiva del tabaco", escribe Brailowsky.

Los proveedores y la corrupción

Uno de los alicientes más importantes de la política mexicana es hacer mucho, pero mucho dinero sin trabajar realmente o trabajando muy poco. Atesorar.
De pronto un profesor o un burócrata o un empleado que no sacaba más de diez mil pesos al mes empieza a ganar durante tres años un mínimo de 150 mil pesos mensuales. Aparte lo que se le gratifica por cada una de las comisiones en las que participa. ¿Cómo no va a cambiar su vida y su visión del mundo?
No hay presidente mexicano —ahora que se da esta interesante homologación entre priistas y panistas— que no se sienta ilusionado con el hecho previsible, seguro, de que al cabo de seis años entrará a la categoría de los grandes millonarios de México. Nunca más, el resto de su vida, tendrá que trabajar porque la sociedad mexicana le mantendrá su sueldo vitalicio, un mínimo de unos 200 mil pesos mensuales. Es lo que gana Fox, es lo que le pagamos a Salinas, es lo que cobra el lunático de Luis Echeverría.
Pero el gran saqueo institucionalizado y aceptado es el que se practica todos los días en las dependencias gubernamentales gracias al trabajo de los contadores y los llamados secretarios administrativos. Es rara avis el funcionario que no se arregle con los proveedores: el procedimiento es muy sencillo: factúrame estos muebles por 150 mil, y tú sólo cobras cien mil. Si quieres que te siga teniendo de proveedor.
En el caso de la inversión extranjera ha sido muy común, en todo el mundo, que la Texaco, la Halliburton o la Shell, den comisiones por debajo de la mesa a los funcionarios de la empresa petrolera receptora, Pemex po ejemplo. A los funcionarios actuales de Pemex, y de otras secretarías —sobre todo la de Gobernación— no es conviene que Pemex se ponga a invertir en la construcción de una plataforma o una refinería porque eso significaría esperar cuatro o cinco años. En cambio, el dinero de las compañías transnacionales es rápido y seguro. Las comisiones son de millones de dólares y lo que ellos quieren es forrarse en los próximos cinco años.
De pronto le encargan a alguien una “asesoría” para que le haga al subsecretario un estudio de “estrategias de comunicación” y se le acepta y se le paga un recibo por 500 mil pesos. Por tres meses de “trabajo”. Se le liquida porque lo firma el secretario administrativo, el jefe, pero nadie se pone a revisar en qué consistió ese estudio sobre esas “estrategias de comunicación” que están tan de moda y que son pura palabrería o puro cuento.
Y así en todo el país. En los municipios, en los estados, en las dependencias federales, sean priistas o panistas y perredistas. El color de la cachucha no tiene la menor importancia. A casi ninguno de ellos les importan realmente las ideas, ni morales ni políticas. Es muy difícil discernir la diferencia ideológica de cada partido. Es muy excepcional y único el diputado que no esté allí por los 200 mil pesos promedio de dieta. Se trata de un congreso sobornado a priori, antes de que actúen a favor de unos u otros intereses. No dan paso sin guarache. Pueden votar a favor o en contra según los negocios que estén haciendo con sus paisanos (empresarios, políticos, narcotraficantes) en sus estados. Ahora durante la discusión de la ley de medios van a ser muy cortejados, seducidos, sobornados, extorsionados. Saben que su postura está en oferta.
La apropiación indebida de los dineros públicos se realiza dentro de la ley. Se aprovecha siempre la ambigüedad de la ley. Se utiliza siempre la coartada de la legalidad. Ésa es la gran contribución mexicana a la cultura de la corrupción. Por eso tenemos fama de ser uno de los países más corruptos del mundo. Se ve, aquí, la corrupción como cosa natural y a nadie, a ningún funcionario de mayor o de menor rango, le produce el menor sentimiento de culpa. En muchos casos dicen que no toman nada del erario público, que se limitan —siguiendo la moral alemanista— a hacer negocios.
En la producción de libros también es una locura la invención de los presupuestos. Se hacen al gusto del cliente y sobre todo al gusto del funcionario. Se inflan los precios del papel, del diseño gráfico, de la impresión, de la encuadernación. Arbitrariamente. Siempre y cuando casen las cuentas y el funcionario se lleve su parte. Si no es así, la imprenta o la editorial proveedoras no vuelven a conseguir ningún contrato con el gobierno. Es la famosa “mochada”. Y no ha habido ley ni secretaría de la función pública o contraloría alguna que puede perseguir o demostrar esta simulación. El problema no es que sean priistas, panistas o perredistas. Tal vez sea una cuestión cultural, un modo de ser social y político del mexicano desde la época de la colonia.
Las figuras claves dentro de esa red que se escuda en la “normatividad” son el oficial mayor, el jefe de intendencia o el secretario administrativo. Son quienes verdaderamente ejercen el presupuesto. En ellos deposita su “confianza” el jefe porque si no los deja hacer le pueden, para extorsionarlo, construirle un fraude, un peculado, una licitación incorrecta. Les teme y los necesita. Son cómplices.
El secretario administrativo es el que va a legalizar el saqueo hormiga de las arcas públicas, con un equipo de abogados y contadores.
El secretario administrativo es el que se arregla con los proveedores, con las agencias de autos o de cemento y se lleva su “comisión”. Es el que se va inventando asesorías fantasma, de treinta, cuarenta mil pesos, a nombre de las esposas de sus amigos o de la hermana de algún expresidente. El “titular” de la aviaduría firma los recibos y comparte el cheque con el secretario administrativo. Todo se puede. Cobrar sin trabajar.
Y no es que no se pueda hacer nada. En Helsinki las autoridades se las han ingeniado para identificar las simulaciones legales y a los prestanombres, que son las claves del mecanismo. Van a los personajes y a los lugares que se amparan en una factura. Cotejan los números. Preguntan quién es quién, por qué Fulanita es asesora. ¿Asesora de qué, de planchas?

Tuesday, February 26, 2008

Zurcido invisible


A Antonio Solito,
il meglior sarto,
in memoriam

Tendría que reconocerlo tarde o temprano: en el fondo lo que siempre le había gustado era la sastrería. Lo había sabido en el corazón al abandonarse a la aguja y al hilo, zurciendo unos pantalones, haciéndoles la bastilla, adelgazando una camisa por los lados. Sólo entonces alcanzaba a estar solo y gozar del silencio. Porque había que estar solo para ser uno mismo. Porque su otra ocupación, a la que ya le había dedicado más de treinta años de su vida, lo sumía en la nada, en una amarga impotencia: la novela imaginada no alcanzaba a cuajar.
Ideas no le faltaban a F, proyectos. Era incluso de lo más fácil e involuntario concebir una historia y un título que la anunciara. Lo difícil era dar con los personajes, hacerlos pasar de su condición de criaturas a otro ser desdoblado e impredecible. ¿Por qué no cambiar entonces de oficio? Sabía que algunos escritores realizados y de rendimiento incuestionable tenían un oficio secreto. El dramaturgo Arthur Miller era carpintero; en el sótano de su casa mantenía un taller con todas las herramientas posibles y muy frecuentemente se metía allí en las mañanas, todavía con la taza del primer café humeante en la mano. Le gustaba el olor del aserrín y la tersura de la madera. Y no porque le sacara la vuelta a la máquina de escribir o se aterrorizara ante la página en blanco. No: le gustaba terminar esa mesa, pulirla, untarle el barniz con una muñeca. Y, además, el tiempo transcurría de otra manera. El trabajo manual le permitía abandonarse a una suave meditación; sus pensamientos fluían sin freno alguno y tomaban derroteros casi nunca previstos. No era lo mismo pensar por escrito que pensar a solas o con un interlocutor enfrente. Al mismo tiempo, gracias a la carpintería pudo sin darse muy bien cuenta alejarse para siempre del cigarrillo y sus desmanes.
De Juan José Arreola siempre se dijo que reunía al lado de su pasión por la literatura otras vocaciones: la de sastre y, como Arthur Miller, la de carpintero. Era capaz de tallar a la perfección una raqueta china de ping-pong o combinar la cuadrícula del tablero de ajedrez con hojas de madera claras y oscuras.
Para Arreola la ropa siempre fue muy importante, “tanto por su poder de expresión como por su sensualidad y formó parte de mi amor por los objetos manufacturados”.
El autor de Confabulario y Varia invención, cuando era niño, solía acompañar a su padre (“que era un fifí”) en Zapotlán al sastre. “Recuerdo mucho el jaboncillo, o greda, con el que los sastres señalaban en los casimires los cortes y las medidas para guiarse.”
Por mucho que le gustara ensartar las palabras, en sus últimos años ya no envió ningún libro suyo a la imprenta. Y el que siempre tenía pendiente, Memoria y olvido, se lo contó a Fernando del Paso. Decía que el lenguaje era un material maleable, como la plastilina o el hierro que se redondeaba a raspones de lima. Toda su explicación didáctica de la literatura —Arreola fue el fundador de los talleres literarios en México— giraba en torno a símiles asociados a la carpintería o a la sastrería: “Un poema debe de ser como una camisa bien cortada.” Pero, por supuesto, esas vocaciones paralelas nunca fueron para Arreola un sucedáneo de la escritura. Las asumía desde muy joven mientras iba creando sus libros.
No era el caso de F. Escribir a mano era como tejer a mano. “Esta es una Tijuana escrita a mano”, le decía a Antonio. Sin embargo, escribía, escribía que no escribía, no paraba de escribir, pero todo lo que escribía se acumulaba como una dolorosa gratuidad, una enorme y trágica insignificancia. Lo apesadumbraba tanto su improductividad y el paso cada vez más rápido de los años que, poco a poco, en la intimidad de su escritorio y frente a la máquina de escribir trazaba y confeccionaba sus prendas de tela, prácticamente en secreto. Conocía en carne propia, porque lo había advertido en los sastres, que esa labor afinaba su capacidad de concentración y no dejaba hueco para la ansiedad. (Ninguno de los sastres de su barrio fumaba.)
No podía cortar un terno si no estaba inspirado, extendía el lino sobre una mesa del comedor y se dedicaba a mirar la tela como arrobado. Este proceso podía durar muchos días, acomodaba el lino de una u otra forma, sentía su textura, su peso, su elasticidad. Soñaba con el vestido de fiesta o el traje de novio que le habían encargado, con los pliegues o los bordados en canutillos, perlas, lentejuelas. Imaginaba las pinzas y la caída del vestido y las hombreras del traje al caminar con él. Tailor made, à taille, à mesure. Y sufría pensando que se agotaba el tiempo. Emprendía el vestido, el saco o el pantalón como si tomara la aguja para bastiar lo que pretendía ser una costura definitiva que la mano insegura del perfeccionista no se decidía a dar por buena. Seguía las marcas de la tiza, miraba los puntitos de la memoria que dejaba la máquina en un recorrido anterior y no renunciaba a sufrir mientras soñaba con la prenda terminada.
Obras ya las tenía, reconocimiento no le faltaba. Pero estaba paralizado. ¿Cómo era posible que no pudiera seguir escribiendo si ya había dado muestras de que lo sabía hacer, si por lo menos dos de sus novelas sobresalían ya en el catálogo de la literatura nacional? A falta de inventiva trataba de informarse, de recopilar datos sobre personajes e historias: revisaba sus archivos no en busca de ideas —que las tenía de sobra— sino de seres irrepetibles, únicos, que le ayudaran evitar la construcción de tipos convencionales a favor de individuos nunca antes convocados por el arte de la novela. Pero muy pronto entendió que, irremediablemente, la información era para él una especie de anticonceptivo literario.
¿Puede alguien cambiar de profesión a una edad ya muy avanzada? Parece una locura. Alguien que durante poco más de la mitad de su breve estancia en este mundo se ha dedicado a la ingeniería de presas, ¿puede de pronto dejar de ser ingeniero y convertirse en piloto fumigador o cocinero? Teóricamente resulta imposible: nunca se ven estos casos. Especialmente porque lo que a uno lo hace diestro y competente en un cierto campo es la práctica, la adquisición de un oficio por medio de la experiencia. Un dentista será cada vez más ducho entre mayor número de pacientes haya tenido. Un médico hará mejores diagnósticos entre más pacientes ausculte. Y así, cada quien en su profesión, va puliendo una mente especializada. No es fácil mudar de oficio. Sin embargo, F había llegado a la más profunda convicción de que no tenía otro camino. No tenía más remedio que ser él mismo. Y empezó a sentirse más libre, más sereno, a medida en que dibujaba el lino con la greda, cortaba con las pesadas tijeras, e introducía la aguja al hacer el último zurcido de su vida.


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La reivindicación de Robert Capa


No es cierto que Robert Capa no sea el autor de la famosa foto del republicano Federico Borrell García que tomó en el cerro de Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936, durante la guerra civil española. Desde hace por lo menos diez años Richard Whelan, el biógrafo del gran periodista, investigó y dejó perfectamente establecido que la autoría de esa imagen es única e indudablemente de Capa.
Tal vez esta afirmación inequívoca no la hace todavía Whelan en la primera edición de Robert Capa: A Biography, publicada en 1985 por la editorial Knopf, en Nueva York. Sí la hace, en cambio y con sobra de detalles, en un texto para le exposición Robert Capa: Photographs, que el 14 de junio de 1998 se inauguró en el International Center of Photography Midtown de Nueva York.
La aclaración viene al caso porque se ha vuelto a repetir el infundio a propósito del descubrimiento, el 27 de enero pasado, de tres maletines de cartón con 127 rollos de película que guardaba Emérico Chiki Weisz (húngaro, amigo de la infancia de Capa en Budapest y exiliado en México) y que atesoran más de tres mil negativos atribuibles a Robert Capa, Maurice Oshron, David Seymour, Chiki Weisz, y la compañera de Capa, la alemana Gerda Taro que murió en la línea de fuego, en Brunete, bajo un bombardeo y aplastaba por un tanque republicano. Los negativos se encuentran en el International Center of Photography Midtown, a donde no se sabe quién los llevó (tal vez el mismo Chiki Weisz).
“El análisis de los carretes reaparecidos en los maletines permitirá esclarecer aspectos sobre la autoría, sobre la secuencialidad de las tomas y sobre historias controvertidas como la que rodea a la sin duda joya de la corona del trabajo de Capa: Muerte de un miliciano, publicada por primera vez en septiembre de 1936 en la revista francesa Vu y cuyo negativo no volvió a encontrarse”, escribió Javier Martín Domínguez en El País el pasado 29 de enero.
Gerda Taro usaba una Rollyflex de formato cuadrado, pero Robert Capa fue el primero en llevar al campo de batalla la Leica de 35 milímetros —y de formato rectangular, como el de la foto del miliciano— que ya estaba en el mercado desde los años 20 y con ella estampó la que tal vez sea la más importante y más controvertida foto en la historia de la guerra por sus implicaciones simbólicas (recuerda los fusilamientos de Goya durante la invasión napoléonica y la crucifixión de Cristo) y porque hubo alguien, el periodista británico O’Dowd Gallagher, que puso en entredicho —no sin inconsistencias— su autenticidad.
En efecto, a mediados de los años 70 Gallagher declaró que Capa había estado con él en un hotel de San Sebastián, y del lado franquista, el día en que supuestamente tomó la foto del miliciano. A partir de entonces corrió asimismo la malhadada especie de que Capa había hecho posar al miliciano republicano y se enrareció su hasta entonces indiscutido prestigio. Sin embargo, mientras conducía una serie de entrevistas para sobre Capa, Richard Whelan demostró no sólo que el viejo reportero inglés se había confundido (Capa no podía haber estado en el frente franquista porque lo hubieran arrestado o asesinado) sino que el miliciano había sido inequívocamente un muchacho de 24 años del pueblo de Alcoy, cerca de Alicante, que respondía al nombre de Federico Borrell García.
Más tarde, el biógrafo comprobó en los archivos del gobierno español que Federico Borrell García había muerto en el frente de Cerro Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936 y la controversia se saldó en favor de Capa.
A mayor abundamiento, un paisano de Federico Borrell García, Mario Brotóns Jorda, reconoció que el hombre de la fotografía pertenecía al regimiento de Alcoy porque las cartucheras del muerto eran únicas, pues habían sido diseñadas y confeccionados por los talabarteros del pueblo con su propio estilo y no las usaban otros combatientes de la República. Además, Brotóns estableció en los archivos de Salamanca y Madrid que sólo un miembro de la milicia de Alcoy había muerto en el frente de Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936: Federico Borrell García.
Y no sólo eso: Brotóns le mostró la fotografía de Capa al hermano menor de Federico, Evaristo, y éste confirmó que todas las circunstancias de tiempo y lugar coincidían y que indiscutiblemente el soldado inmortalizado era su hermano.

* * *

A los cuarenta años Robert Capa pisó una mina en Vietnam, cerca de Thai-Binh, unos segundos después de haber tomado su última fotografía. Húngaro, nacido en 1913 y muerto en la línea de fuego en 1954, cámara en mano, obedecía en la vida legal al nombre de Endre Ernö Friedmann, pero como fotógrafo pasó a la historia con el pseudónimo que adoptó por sugerencia del amor de su vida, Gerda Taro.
Su obra fotográfica nos recuerda los años del periodismo escrito pretelevisivo, una época en que el lector tenía que imaginar tanto las imágenes del texto como las de la fotografía, en una suerte de intermediación preelectrónica y, por decirlo así, más literaria (o novelesca).
Judío, Robert Capa tuvo que emigrar de Budapest a París en 1933 y allí conoció a tres personas cruciales en su vida: David “Chum” Seymour. Henri Cartier-Bresson y Gerda Taro. Chiki Weisz lo ayudaba el revelado y todos participan en la creación de la agencia Alliance Photo en 1934.
Después de la derrota republicana, Capa se trasladó a Nueva York y de allí la revista Life lo mandó a fotografiar el desembarco de Normandía del que han quedado sus célebres instantáneas fuera de foco de la llamada en clave Omaha Beach. Entre una contienda y otra se dio una vuelta por México, el 7 de julio de 1940, y retrató a un manifestante almazanista asesinado por la policía y que ilustra en la portada de Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe, del novelista mexicano Daniel Sada.
Al volver a Nueva York en 1947 fundó la primera agencia fotográfica de la historia, Magnum, junto con David Seymour y Cartier-Bresson, tomando el nombre de la botella de champaña con la que siempre celebraban.
También trabajando para Life, estuvo en John Steinbeck en la URSS (1947). Recibió la medalla de la Libertad, del Ejército de Estados Unidos, y cada año pasaba varias semanas en Israel entre 1948 y 1950. Nombrado presidente de la agencia Magnum en 1951 hace reportajes sobre personajes del cine y de la moda.
También vuelven a vivir en sus negativos los movimientos políticos callejeros de París de los años 30, los bombardeos de Bilbao, el adiós a las brigadas internacionales en Barcelona en 1938, los soldados de la China de 1938, las tropas aliadas en Troina y Monreale, Sicilia, en 1943, la algarabía de la liberación de París en 1944, y por supuesto las primeras escenas de Vietnam quince días después de la derrota de los franceses en Dienbienphu.


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Thursday, February 07, 2008

Nuestro hombre en Querétaro


l. En 1979 el psicoanalista Ignacio Millán hizo un estudio de campo que no llegó a publicar en vida: Míster México. Junto con un equipo de colaboradores analizó muchos sueños de ejecutivos mexicanos que trabajaban o habían trabajado en empresas transnacionales. Uno de las primeras conclusiones fue que en gran parte los ejecutivos eran o habían sido más leales a sus compañías que a su propio país.
2. Eduardo Clavé, en una investigación histórica reciente y aún inédita, ha podido demostrar irrefutable y documentalmente que el periodista tabasqueño y fundador de El Universal, Félix Fulgencio Palavicini, fue agente secreto de la compañía petrolera inglesa El Águila en el Congreso Constituyente de 1917. El trabajo del historiador lleva tentativamente por título
Nuestro hombre en Querétaro.
Un expediente del Archivo Histórico de Pemex establece que la compañía más poderosa entonces tuvo a su servicio al diputado constituyente que participaría en la redacción de dos artículos fundamentales para el futuro de la empresa y de los intereses extranjeros en México: el 27 y el 73 constitucionales.
Desde el proyecto original de Carranza para el artículo 27 nadie sospechaba que la nueva Constitución daría un vuelco total al concepto de la propiedad de la tierra en México. Sin embargo, las compañías conocían el espíritu nacionalista de Carranza y sus intenciones de, por lo menos, gravar el petróleo. Él Aguila tenía entonces utilidades netas de más de 10 millones de pesos oro, en tanto que su principal competidora, la Mexican Petroleum Company, las tuvo por poco más de 7 millones. El Águila por lo demás participaba directamente en la lógistica británica de la Primera Guerra Mundial. Era uno de los más importantes proveedores del imperio que transportaba al almirantazgo con el servicio, entre otros, de 17 buques de la compañía de carga de El Águila y en los que movió casi tres millones de toneladas de petróleo durante la guerra.
Un tal Rodolfo Montes era el representante de la petrolera para asuntos con el gobierno mientras que el delegado de la secretaría de Gobernación a la Comisión Nacional Agraria era al mismo tiempo representante de las compañías petroleras Transcotinental de Petróleo e International Petroleum Co. La idea era influir directamente en la redacción de la nueva Carta Magna. Creían los de El Águila que “la política de restricciones, obstáculos, gabelas y aún abusos con que en la actualidad están procediendo las autoridades Constitucionalistas con esta industria en México, son inmorales, y sólo darán como resultado la ruina de la industria, con las correspondientes consecuencias para el Gobierno mismo”.
Así las cosas, El Águila, a través de Rodolfo Montes, un hábil corruptor y enlace de la petrolera con el gobierno mexicano, cortejaba de manera sistemática a diversos dirigentes de la Revolución, como lo había hecho antes Cowdray (el dueño) con personalidades del porfiriato como Enrique Creel o el hijo de Porfirio Díaz, a quienes había incluido en el consejo de Administración, además de haberlos hecho socios.
Al periodista Querido Moheno, anotado en la “lista especial”, se le daban 300 pesos oro mensuales para ”nulificar cualquier daño que pudiera causarnos”. Por su parte, Miguel Alessio Roles recibía en 1920 una iguala mensual de 300 pesos oro nacional. José Ives Limantour, secretario de Hacienda, recibía cajas de whisky y objetos de arte que le enviaba a su casa con cierta regularidad el entonces gerente de El Águila John P. Body. Por supuesto, la compañía no descartaba el uso de otros instrumentos extralegales, para decirlo con delicadeza, como el soborno, el espionaje y la presión diplomática.
En fin, como ilustra Eduardo Clavé, el defensor de los intereses de El Águila, en contra del gobierno mexicano, era Félix Fulgencio Palavicini, “un personaje famoso por su estridencia, su retórica hiperbólica y su elocuencia oropelesca, pero eficiente”.
Hacia 1916 Palavicini funda el periódico El Universal y se convierte en su propietario hasta 1923. Es notable en las primeras ediciones la presencia de la petrolera inglesa que inserta con frecuencia anuncios de primera plana. “Resulta curioso que se haya escogido después la imagen de un águila como emblema de El Universal”, comenta Eduardo Clavé. Después el exdiputado y periodista pide al gobierno de Carranza un préstamo de 13 mil dólares, restituye 5 mil y luego solicita que le perdonan la deuda por 8,500 dólares pues “se trata de hacerme un servicio personal, yo que no he solicitado nada y que siempre he servido con lealtad y abnegación”. En junio de 1918 un funcionario de El Águila aparta el inmueble de la compañía ubicado en Iturbide 12 para la Compañía Periodística Nacional, editora de El Universal.
Gracias a los archivos de El Águila se puede reconstruir casi día por día la actividad de Palavicini en las fechas cruciales de la formulación, discusión y aprobación del los artículos 27 y 73. Palavicini ya era un personaje influyente por la posesión de El Universal, “pero muy poco confiable” El periodista Fracisco Martínez de la Vega se refiere al tabasqueño como una de las “armas parlamentarias” de Carranza y habla del “dominio de Palavicini de triquiñuelas, posturas y cinismos políticos”.
Palavicini consiguió que se modificara la primera versión del artículo 27 y que no se mencionara la palabra petróleo. Una nota interna de la compañía petrolera registra que Palavicini recibía 500 dólares mensuales hasta mayo de 1917.



Friday, January 25, 2008

Los nuevos guías espirituales de la nación

Una de las diatribas más leídas y polémicas de los últimos años contra los “comunicadores” es el pequeño libro se Serge Halimi, Les nouveaux chiens de garde (Los nuevos perros policías, periodistas y poder), que apareció en París en 1997 haciéndole honor al famoso texto de Paul Nizan escrito en 1932: Los perros guardianes (un violento ensayo contra la filosofía tradicional y una crítica despiadada a la indiferencia de los intelectuales). La traducción podría ser también “Los nuevos perros guardianes”, pero a estos cuadrúpedos en México más bien se les conoce con el nombre de “perros policías”.
Estos especímenes equivaldrían al ejército de locutores, conductores, “reporteros”, que defienden en todo el país, las 24 horas del día y en cadena nacional, a los cárteles de la televisión mexicana. Ocupan ahora el lugar que antes cubrían los sacerdotes o los intelectuales.
Halimi, especialista en medios, es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley y colaborador frecuente en las páginas de Le Monde Diplomatique. Su panfleto —dicho sin connnotación moral ni peyorativa, más bien en el sentido que al panfleto se le daba en los tiempos de Paul-Louis Courier— enfoca sus baterías contra la nueva clase de periodistas que han proliferado en nuestro tiempo alrededor del mundo y sobre todo en Francia.
El autor francés hace una amarga e irónica denuncia de los “comunicadores” y su transformación actual en cortesanos del poder que no ven a los lectores como ciudadanos sino como atolondraos consumidores de una mercancía que se llama información y que es muy maleable. Piensa que hoy más que nunca se mantiene el cordón umbilical entre el poder y la prensa.
Sostiene que por definición las informaciones son volátiles, caducas, tanto las radiofónicas como las televisivas y las impresas: son efímeras, y quienes viven de transmitirlas conllevan tales relaciones de poder con los dueños de los grandes cárteles de la comunicación que hoy en día se han convertido en sus propagandistas y defensores. Estos “mercenarios”, como Halimi los llama, manipulan, ocultan información, siguen las directrices que sus patrones les marcan y procuran legitimar lo que se conoce como “pensamiento único”. Se benefician de canonjías (sueldos muy altos, casas baratas, boletos de avión, vacaciones pagadas, regalos, negocios, automóviles, préstamos de bajo interés) y llegan a creerse importantes, tanto como los políticos lo decidan —al tomarlos en cuenta— para condicionarlos y utilizarlos como pregoneros de sus intereses.
Además, ya en su escritorio y frente a su computadora, plagian con toda impunidad: se roban ideas y frases ajenas (de Internet, por ejemplo). Mientras en Estados Unidos, por ejemplo, el plagio es causa de desprestigio profesional y en las universidades puede justificar el cese del estudiante o del profesor, en la prensa francesa el periodista plagiario disfruta de una total impunidad. La técnica consiste en sustraer del artículo de algún colega los análisis y las investigaciones, hacerlos propios, y citar al desgraciado una sola vez, en un tramo perdido y accesorio del texto. Por si lo atrapan en falta, el plagiario tiene la audacia de citar al autor como prueba de su buena fe, pero escondiendo mucho su nombre, ocultándolo, como sólo saben hacer los periodistas.
Toda esta decepción, según Halimi, ha venido a significar que el periodista se ha venido a poner al servicio de los intereses de clase. La proximidad con ciertos dirigentes, la frívola propensión a un estilo de vida cortesano, los choferes y las camionetas blindadas, la disponibilidad para trasmitir una visión conformista de la realidad, han metido al periodismo en un sistema de casta. Las consecuencias más visibles son la pérdida de la credibilidad, la disminución de los lectores, y el empobrecimiento de la dialéctica social. Mientras tanto, los llamadas códigos deontológicos —un simulacro, una máscara- no podrán modificar la coyuntura, que se ha vuelto un sistema.”
Las empresas de la comunicación no tienen murallas. Los locutores forman son sus murallas.


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Periodistas orales: Guardia pretoriana mediática

Los periodistas orales constituyen
una casta, una clase, una treintena
de portavoces del pensamiento oficial:
No cesan de intercambiarse favores y
complicidades, sobreviven a todas las
alternancias políticas. Un mismo
ambiente. Ideas uniformes. Se frecuentan
entre ellos, se aprecian, se citan,
y están de acuerdo en todo.

—Serge Halimi


Eduardo García Aguilar me envía desde París uno de los libros más críticos del periodismo que se han escrito en los últimos años: Los nuevos perros guardianes, del profesor de la Universidad de California en Berkeley Serge Halimi, colaborador de Le Monde Diplomatique y discípulo de Pierre Bourdieu.
Este examen de la actuación cotidiana de los nuevos guías espirituales en que se han convertido los locutores de televisión —reemplazando el papel que antes la sociedad confería a los sacerdotes o a los intelectuales—, se plantea de manera natural como uno más de los "temas de nuestro tiempo", como le gustaba decir a don José Ortega y Gasset. Aparte de la propaganda —que ya tuvo su gran momento cuando a principios de los años 30 los aparatos de radio entraron en todos los hogares y en Alemania Goebbels supo utilizarlos para reforzar el proyecto del nacionalsocialismo— el otro tema de nuestra época es el de la profusión inasimilable de los medios de comunicación audiovisuales, más por su cantidad que por su calidad, no tanto por su "instantaneidad" sino por su abrumador bombardeo cotidiano.
El escopetazo constante de la información radiofónica y televisiva ‑rápida y breve, perecedera y volátil— no tiene a la gente mejor informada que antes. El receptor se entera de que sucedió algo, pero no retiene mucho los detalles ni le importan mucho. Los sabe como de oídas y de alguna manera intuye que no necesita saber leer ni escribir para estar mínimamente informado, como si estuviera de vuelta en la deliciosa irresponsabilidad de la infancia analfabeta.
Así las cosas, y esto no había sucedido antes en la historia, los debates ideológicos y las campañas electorales se dirimen sobre todo en el espacio mediático de la radio y de la tele, más que en el de los medios impresos, que ya no son masivos. Una crítica como la que sólo se dio en los periódicos sobre las concesiones del gobierno de Fox a los usufructuarios de la "industria" de la radio y la televisión puede muy bien ser acallada con el escopetazo de su réplica televisiva.
De los 11 mil 816 millones de pesos (un poco más de mil cien millones de dólares) que costaron las elecciones del año pasado, 5 mil 650 fueron para financiar las campañas y más de la mitad de esta suma terminaron en las arcas de Televisazteca, cuyo mejor negocio ha sido el PRI.
No sabemos muy bien hacia dónde vamos. Lo único que sentimos es que estamos asistiendo a un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral. Y podría pasar lo que pasó con los telegrafistas: que los periodistas escritores ya no tengan ninguna razón de existir y terminen de estar en este mundo.
Imagínese usted una plaza, como el Zócalo o como la de Oaxaca: al centro se erige un palo tan alto tan alto como los de Papantla y en la cumbre, tan estridente que no deja hablar a nadie más, triunfa todos los días y a todas horas el altavoz de Televisazteca. A los lados no faltan muchos otros altoparlantes, no menos estridentes ni menos constantes: reproducen las vocecitas de los locutores radiofónicos. Y en una esquina, allá abajo en un puestecito, se venden unos cuantos ejemplares de Proceso, La Jornada, El Universal, Reforma y El Heraldo de San Blas. Esa plaza es el territorio nacional.
Serge Halimi, de 40 años, doctor en Ciencias Políticas, profesor también en la Sorbona, se refiere particularmente a la situación de los medios en Francia y sólo el lector de Les nouveaux chiens de garde sabrá inferir si hace extensivas sus ideas a México u otros países.
Serge Halimi acusa a los treinta periodistas franceses más conocidos de amplificar la voz del poder económico y político, de erigirse en profesores de moral y censurar el pensamiento crítico con la "utopía ultraliberal".
Este "látigo de la élite del periodismo francés", escribe Mora, dibuja un paisaje mediático desolador, "marcado por el compadreo entre la prensa y el poder".
Los medios controlados por potentes núcleos industriales o financieros imponen machaconamente su visión del mundo y —por imperativos de la chamba— los periodistas que trabajan en ellos acaban defendiendo los intereses de ese establishment. Su libertad de expresión termina donde empiezan los intereses de su empresa periodística.
La sensación de Halimi es que el periodismo oral rara vez toma muchos riesgos. Lectores de noticias, sus practicantes —estupendamente remunerados— no reportean ni investigan, se limitan a informar de lo que sucede en el mundo. Es inconcebible que un locutor exprese la más mínima opinión que pudiera disentir de lo que cree el dueño de su medio. Al contrario, el locutor o lector de noticias sabe leerle la mente a su patrón y, para congraciarse con él y mantener o aumentar su estupendo sueldo, emite “ideas” o frases que halaguen al dueño de su cártel y a su gremio de empresarios.
"El problema es que muchos se creen profesores de moral y les da por dar lecciones de lo que está bien y de lo que no. ¿Cómo se puede hablar sobre la corrupción política sin reconocer que el sistema mediático está también corrompido? ¿Cómo se puede denunciar la corrupción económica cuando el periodista acumula dinero, favores, canonjías?"

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Federico Campbell (Tijuana, 1941) es autor de La invención del poder, Máscara negra, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste, Transpeninsular, La clave Morse, La ficción de la memoria y Periodismo escrito. Vive en el DF, en la colonia Condesa. Dice ser feliz, por ahora. No es vegetariano. Es calvo porque siempre le han tomado mucho el pelo.

Primero muere la persona, después el cuerpo

Le expliqué que el alzhéimer
es un conjunto de marañas y
placas que se forman en la
materia gris e impiden que
las neuronas se nutran.


—David Shenk,
The Forgetting



Con demasiada facilidad se hacen chistes sobre la enfermedad mental, no sabiendo el que los hace en qué consiste, por ejemplo, la enfermedad del alzhémier o la depresión. Johnny Carson, el célebre conductor de la televisión norteamericana, solía decir que de muchas cosas se pueden hacer chistes, pero no de las enfermedades mentales que significan un sufrimiento atroz para quienes las padecen y para sus familiares.
Sin embargo es muy común el chistorete que alude a un antidepresivo como el Prozac que, por su efecto acumulativo, sólo empieza atener efecto veinte días después de empezar a tomarlo, o bien la broma que suscita un lapsus de la memoria e invoca el mal degenerativo identificado por el neuropatólogo alemán Alois Alzheimer en 1901, cuando recibió en su clínica a una mujer de cincuenta y un años, Auguste D.
—¿Cómo se llama?
—Auguste.
—¿Apellido?
—Auguste.
—¿Cómo se llama su esposo?
—Auguste, creo.
—¿Cuánto tiempo ha estado usted aquí? —parece hacer un esfuerzo por recordar.
—Tres semanas.
En aquel entonces la demencia senil se aceptaba con cierta naturalidad y se atribuía, como parecía ser evidente, a la mayoría de edad. Sólo que hace cien o más años el proceso de envejecimiento no empezaba a darse a los setenta y tantos años como ahora sino a una edad más temprana. Se especulaba que esa demencia o esa lentitud en el funcionamiento de la memoria tenía su causa en arterias cerebrales escleróticas. Y es que el alzhémier no obedece a una falta de riego sanguíneo sino a un deterioro físico, como las caries en un diente, pues se ha estudiando en cortes de capas transversales que en la masa se van carcomiendo. El doctor Alzheimer dio con unas esferas de aspecto viscoso en formas de placas e innumerables neuronas en ”marañas” de fibras neuronales cuando analizó el cerebro de la recién fallecida señora D. Lo mismo fueron descubriendo los especialistas investigadores sesenta años, pero la comunidad médica de los años 70 todavía se mostraba escéptica sobre el origen orgánico del padecimiento.
El periodista científico David Shenek, de 36 años, ha escrito hasta ahora el libro más interesante, comprensible y útil, sobre la enfermedad del alzhéimer: The forgetting. Alzheimer’s: Portrait of an Eidemic. (Olvidar. Alzheimer: retrato de una empidemia.) Es uno de los manuales más fáciles de entender para los amigos y los familiares del enfermo.
No fue sino hasta los años 80, cuando empieza a hablarse de la “tercera edad” (que en realidad es la última edad) y la expectativa de vida aumenta unos diez o quince años, que se crea en Estados Unidos un Instituto Nacional del Envejecimiento y en términos de salud pública se da al alzhémier una categoría semejante a la de las cardiopatías o el cáncer. Hoy en día se cuentan cinco millones de estadounidenses que tienen la enfermedad y dentro de cuarenta años la cifra podía alcanzar los quince millones (hacia 2050).
Cuando el novelista Jonathan Franzen escribió sobre la enfermedad y la muerte de su padre (“El cerebro de mi padre”, en su libro de ensayos Cómo estar solo) estudió y recomendó el libro de Shenek.
Por lo general se entiende por “epidemia” una enfermedad que se propaga y acelera por sus características infecciosas. Pero también, y así lo piensa David Shenk, una epidemia se refiere a una catástrofe de orden médico que se vuelve tan grande que termina por afectar cada renglón de la vida en sociedad. Hace veinticinco años sólo había en Estados Unidos 500 mil enfermos. Del resto del mundo habría que esperar las estadísticas y sería muy importante que la Secretaría de la Salud las precisara en México. En el año 2002 se gastaron en Estados Unidos 100 mil millones de dólares en tratamientos.
La tendencia a olvidar, a perder la memoria inmediata, puede o no ser un signo de que podría insinuarse la enfermedad. Pero también es cierto que casi todos tenemos estos deslices debido a la “cultura de la distracción” que la electrónica nos ha alcahueteado en la vida cotidiana. La tendencia es estar en varias pistas al mismo tiempo. Lo indudable es que, a medida en que se viven más años, mayor es el número de personas que entran en esta caída paulatina e irrefrenable.
Hay una regresión. El deterioro se va dando a la inversa, se repiten en sentido retrospectivo las etapas que fueron indicando las fases de crecimiento en el niño. “El declive de un paciente de Alzheimer es exactamente inverso al desarrollo neurológico de un niño”, dice Jonathan Franzen: alzar la cabeza (del primer al tercer mes), sonreír (de los dos a los cuatro meses), sentarse solo (de los seis a los diez meses). Por eso un paciente adulto de pronto se parece cada vez más a un niño de un año. Y es que la memoria nos constituye. El ser es memoria. La persona es la memoria y la memoria es nuestra identidad personal. Yo soy lo que he sido. Yo soy lo que recuerdo. Primero se muere la persona y después el cuerpo. Ese ser que queda tiende a la escatología, a hacer chistes sexuales, y si entre muchos (sus hijos, su mujer, sus amigos) sólo reconoce a uno tal vez sea por el afecto, por las cosas extrañas del corazón.
Es posible que muchos enfermos sufran cada vez menos. Porque la propia conciencia también se va. Y para sufrir o temer a la muerte también se requiere de la memoria. Hay “algo delicioso” en ese olvido, dicen unos. Hay un aumento de sus placeres sensoriales conforme caen en esa eternidad sin pasado.

Thursday, January 24, 2008

Casi el paraíso



México es un país extraordinariamente
fácil de dominar, porque basta con
controlar a un solo hombre: el Presidente.
Debemos abrir a los jóvenes mexicanos
las puertas de nuestras universidades y
educarlos en el modo de vida americano,
según nuestros valores y en el respeto
al liderazgo de los Estados Unidos.
Con el tiempo, estos jóvenes llegarán a
cargos importantes y eventualmente se
adueñarán de la Presidencia. Sin necesidad
de que Estados Unidos dispare un tiro,
harán lo que nosotros queramos.

Robert Lansing, Secretario de Estado,
Washington,1924



No hay tanta xenofobia en México sino una verdadera fascinación por los extranjeros y todo lo que sea extranjero porque el mexicano siempre piensa que el extranjero es mejor. Tal vez en nuestro inconsciente colectivo sigue actuando el trauma de la Conquista, la contemplación alelada del hombre blanco investido del poder que da la armadura y el caballo. Si no fuera así, a Luis Spota nunca se le hubiera ocurrido escribir en los años 50 una novela como Casi el paraíso, una crítica implacable a la nueva clase que engendró la corrupción alemanista. Su personaje, Ugo Conti, es un italiano que seduce a todo el mundo: a los políticos, a los empresarios, a sus mujeres. Se hace pasar por noble y los mexicanos hasta le prestan dinero. Como es blanco y guapo, todos los mexicanos se le rinden. Y se sienten muy honrados con su amistad.
Pero ciertamente es una generalización injusta hablar de “los mexicanos” como si fuéramos una masa homogénea de pensamiento único. No se puede hablar ni de xenofobia de la izquierda ni de xenofilia de la derecha porque en ambos extremos hay de las dos filias o fobias, para todos los gustos. Es cierto que a mediados del siglo XIX un sector de la incipiente clase política de entonces se puso a buscar y a encontrar un archiduque que nos viniera a gobernar porque se daba por sentado que el extranjero era mejor que nosotros, especialmente si era rubio, blanco y de ojos claros, pero también es verdad que no todos los mexicanos lo festinaban. Antes al contrario: se sentían avergonzados y humillados.
En su libro de 1951, La estructura social y cultural de México, José Iturriaga se pone a pensar en los mexicanos y su ancestral y traumática relación con lo extranjero. Algo pasa en el alma del mexicano cuando se relaciona con el extranjero. Cae en ambivalencia, lo admira y desconfía de él, le atrae y le repugna. Por su mera presencia, el extranjero lo pone en entredicho y lo remite al “estereotipo autodenigratorio” que le hace valorar más lo extraño que lo propio, más Disney World que Palenque, más la francesa copa coñaquera que el caballito jalisciense para tomar tequila. No hay conductora o actriz de telenovelas que no se pinte el pelo de rubio. Tiene que ser rubia porque le da pena parecer mexicana. Ellos, los extranjeros, son mejores para extraer y explotar el petróleo. Nosotros no, somos muy suatos. Bueno, y además nos pueden dar comisiones por debajo de la mesa. Es más rápido arreglarse con la Texaco o Hulliburton que esperar los tres o cuatro años que a Pemex le tomaría levantar una refinería o hacer más pozos. Sólo tenemos cinco años para forrarnos.
Nos encantó tener un vicepresidente como José Córdoba Montoya. No votamos por él. No lo tratamos mal. Se le pagó bien. Pudo hacer algunos negocios. Nunca se le investigó.
No pocos amigos argentinos han salido adelante con sus restaurantes, que son muy buenos, limpios y no abusivos. No los hemos tratado mal. En la Argentina un mexicano no podría correr con la misma suerte, pero sólo porque allá la tasa de desempleo es muy alta. Tampoco un mexicano podría allá, en el campo periodístico, volverse con tanta facilidad un “comunicador” millonario, con casa en el Pedregal y camioneta blindada. A los refugiados españoles de 1939 los recibimos encantados de la vida y muchos de sus intelectuales enriquecieron nuestras universidades y nos enseñaron a hacer libros. No los tratamos de la patada. Tampoco a los inmigrantes judíos de los años 30 y 40 que se asentaron en la colonia Condesa y se mexicanizaron conmovedoramente (había que verlos comer tacos) como no nos dejaría mentir el estupendo documental que hizo uno de sus descendientes: Beso esta tierra.
¿Dónde está la xenofobia? Con la misma apertura, los panistas contrataron a un “técnico en campañas electorales” extranjero, Dick Morris, para que los asesorara en la lucha sucia por la presidencia. ¿No había un solo cuadro mexicano de su búnker en la colonia del Valle que supiera hacer lo mismo? No. Tuvieron, sin rubor, que contratar a un extranjero al que se le pagó muy bien y no se le ofendió con la “tradicional xenofobia mexicana”. Antes al contrario.
“Mexicano por nacimiento” es lo que la Constitución dice que es “mexicano por nacimiento”. Es como cuando se dice “delito es lo que la ley dice que es delito”.
La incertidumbre se establece cuando se siente que no es lo mismo un extranjero común y corriente que un extranjero que ocupa un cargo público o aspira a uno de elección popular. No es lo mismo. En cualquier lugar del mundo.
No estaba mal, pues, la exigencia constitucional de que fuera de padres mexicanos y nacido en México el jefe de la tribu. No estaba mal, por lo menos en el caso de Fox y su xenofilia. Su falta de compasión por más de la mitad de los mexicanos (lo cinco que no comen en la mesa de diez) se sentía que algo tenía que ver con el hecho de ser hijo de gringo, por mucha legalidad que se haya inventado para convertir al padre en “mexicano por nacimiento”.



Monday, January 14, 2008

El cuestionario de Proust


De todos los cuestionarios que se han hecho a partir del famoso "Cuestionario de Marcel Proust" muy pocos conservan las preguntas originales que se le hicieron al joven Proust, a los quince años, para el álbum de Antoinette Faure, su compañera de juegos en los Champs-Élysées. El segundo cuestionario que se le hizo fue a finales de 1892, a los veintiún años, titulándolo él mismo Proust por sí mismo.
El amable y lúdico interrogatorio quiere sondear las inclinaciones y los gustos del personaje en cuestión y plantea preguntas como las siguientes:
La cualidad moral que prefiere.
"Todas las que no son particulares de una secta, las universales", contestó el novelista francés.
Las cualidades que prefiere en un hombre.
"La inteligencia, el sentido moral."
Su noción de la felicidad.
"Vivir cerca de todos los que amo con los encantos de la naturaleza, una cantidad de libros y partituras, y no lejos de un teatro francés."
El principal rasgo de mi carácter.
"La necesidad de ser amado y, por precisar, la necesidad de ser acariciado y mimado mucho más que la necesidad de ser admirado", respondió Proust.
Lo que se ha hecho y se hace ahora respecto al cuestionario de Proust son variaciones como las que leyó y contestó el siciliano Gesualdo Bufalino en 1986:
¿Cuál es el colmo de la miseria?
"Sobrevivir."
¿Por cuáles errores tiene mayor indulgencia?
"Por los errores de juventud."
Sus directores preferidos.
"Kurosawa, Stroheim, Clair, Ophulus, Fellini."
¿Qué cualidad privilegia en un hombre?
"El silencio, o al menos la reticencia."
¿Cuál es su ocupación favorita?
"Recordar."
¿Quién le gustaría haber sido?
"El marido de Sherezade."
¿Cuál es el rasgo distintivo de su carácter?
"La egofobia."
¿Qué es lo que más aprecia de sus amigos?
La ausencia.
¿Cuál es su principal defecto?
"No saber despreciar."

* * *

En ese tenor se me ha ocurrido que así, a boca de jarro, una variación del célebre cuestionario podría presentarse en los siguientes términos:
Si fuera un libro ¿cuál sería?
Pedro Páramo.
Si fuera un animal, ¿cuál sería?
El halcón peregrino; es el ave que vuela más alto, caza a su presa volando y se alimenta también durante el vuelo, así podría ver la tierra como desde una avioneta.
Si fuera una flor ¿cuál sería?
El ave del paraíso.
Si pudiera reencarnar en persona o cosa, ¿en quién escogería?
En Marcello Mastroiani, porque le pagaban por jugar… el trabajo del actor visto como un juego de niños.
¿Cuál es su concepto de felicidad?
El primer exprés por la mañana y abrir los periódicos.
Para usted ¿en qué consiste el amor?
En respetar los secretos del otro.
¿Quiénes son las personas a las que más admira?
A las que tienen compasión por los demás.
¿Cuál es su mayor extravagancia?
Decir en francés, italiano e inglés las primeras frases de Cien años de soledad y de Pedro Páramo.
¿Cuál es su objeto más preciado?
Mi pluma fuente.
¿Qué cualidad admira más en el hombre?
La paciencia.
¿Y qué cualidad admira más en la mujer?
La estructura moral.
¿Cuál ha sido su mayor triunfo?
Vivir en pareja.
¿Cuándo y dónde es más feliz?
En mi escritorio, en las noches.
¿Cómo se autodefiniría?
Como disperso y melancólico, pero feliz.
¿Cuál es su mayor defecto?
La desidia.
¿Cuáles son sus pintores favoritos?
Paolo Ucello, Caravaggio y Bacon.
¿Y actores y actrices de cine?
Marlon Brando, Jack Nicholson, Al Pacino, Robert De Niro, Juliette Binoch, Liv Ulman, Ingrid Thuling
Bibi Anderson, Julianne Moore, Isabelle Hupert.
¿Quiénes son sus cineastas favoritos?
Bergman, Visconti, Scorsese.
Si fuera una silla ¿de qué estilo sería?
Hindú.
Si fuera una enchilada, ¿de qué sería?
De huitlacoche.
Si fuera un invento, ¿cuál escogería ser?
El microscopio.
¿Cuál es su pasatiempo.
Ver películas.
¿Cuál ha sido su viaje inolvidable?
A Sicilia, en 1962, a los 20 años.
¿Qué le disgusta más de los demás?
La intolerancia.
¿Qué le disgusta más de su apariencia?
Mi aspecto tímido y desatento.
¿Cuál es su mayor temor?
No ser amado.
¿Cuál es su vicio?
Mi adicción secreta es inconfesable, pero tiene que ver con las imágenes.
¿Quiénes son sus héroes de ficción?
Hamlet, Holden Caulfield, Philip Marlowe y Lord Jim.
¿Cuáles son sus platillos favoritos?
El menudo sonorense con pata y la machaca de Navojoa.
¿Y bebidas?
El agua.
¿Cómo le gustaría morir?
Al son del Querrequé.
¿Quiénes son sus escritores favoritos?
Borges, Kafka, Chejov, Beckett, García Márquez y Juan Rulfo.
Si fuera una estrella de cine ¿cómo quién escogería ser?
Como Marlon Brando.
Si fuera una película ¿cuál sería?
Rocco y sus hermanos.
Si fuera un color ¿cuál sería?
Azul Francia.
¿Y una textura?
Como la del cuero.
¿Y un instrumento musical?
Un violín.
Si fuera un árbol ¿cómo cuál sería?
Como el laurel de la India.
¿Y un metal?
Como el oro de Cananea.
¿Y una piedra preciosa?
La esmeralda.
Si fuera un sonido ¿de qué sería?
De flauta.
¿Y una canción?
Como Imagine, de John Lennon.
¿Y un paisaje?
Como el de los alrededores de Tlacotalpan.
¿Cuál es su músico favorito?
Schubert.
¿Y su intérprete?
Mitsuko Uchida.
¿Cuál es su ciudad mexicana favorita?
Oaxaca.
¿Cuál es el lugar más bello del país?
Tlacotalpan.
¿Y un postre?
El helado de limón.
¿Cuál ha sido el mejor regalo que ha recibido?
El nacimiento de mi hijo.
¿Y su sorpresa mayor?
Que cayera el PRI.
¿Y su mayor susto?
El temblor del 85.
Si pudiera pedir tres deseos al Aladino de la lámpara, ¿qué le pediría?
Que descubriera una cura para el sida, que quitara la contaminación del DF y que me regalara un BMW de cambios.

Thursday, January 10, 2008

Propaganda electoral

A Carmen Aristegui


Desde los tiempos del imperio romano se sabe que el derecho de uno termina donde empieza el derecho ajeno. Por lo mismo en prácticamente todas las constituciones las libertades están acotadas y se delimitan según las experiencias y las características culturales de cada país. La libertad de tránsito, por ejemplo, no es absoluta: no puede uno desplazarse en auto o a pie por los terrenos de un rancho que son propiedad privada. La misma libertad de expresión —que es la que se invoca ahora que las reformas a la ley electoral restringen a los ciudadanos la voluntad de comprar tiempos en la televisión durante las campañas electorales— se topa con el impedimento de no injuriar o difamar a nadie.
Nunca antes en la historia —o por lo menos antes de las elecciones estadounidenses de 1960, cuando se enfrentaron Kennedy y Nixon– había habido un factor como la televisión y la radio que han venido a cambiar las formas de hacer política y de competir por el poder, aunque la masificación de la radio (al menos en Alemania e Italia) ya se daba en los años 30 para promover el nacional socialismo y el fascismo. Pero en cosa de cincuenta años la profusión de los medios y su refinamiento tecnológico, así como de los nuevos cárteles de las comunicaciones, ha venido a plantear muy seriamente si la televisión y la radio obran a favor o en contra de la vida democrática y de la convivencia civil. Su poder puede caer en manos de grupos monopólicos que quieren controlar al Estado. No pocos se preguntan si un bombardeo tupido de spots —de preferencia negativos y denigratorios, al estilo norteamericano— puede determinar una elección en un sentido o en otro. Es muy posible, como lo cree el especialista en la guerra sucia electoral, Dick Morris, que asesoró a los panistas durante el primer semestre de 2006.
Hay un gran número de militantes políticos que están convencidos de que el golpeteo y la difamación son eficaces para derrotar al adversario y que se debe permitir porque así se acostumbra en Estados Unidos. En la guerra de las creencias políticas, que se procrean desde la infancia y en la familia, no todos escogen las ideas y las frases que confirman sus puntos de vista. Muchos votantes, los menos informados y educados, sí responden a las emociones que les remueve la propaganda.
No son pocas las naciones que con reglamentaciones electorales de plano prohiben la propaganda pagada por televisión; la autoridad asigna tiempo a cada partido y da lineamientos al formato de la propaganda electoral televisiva que no puede comprarse de otra manera, en Francia por ejemplo. En España las televisiones públicas están obligadas a ceder espacios gratuitos a los partidos que concurren a las elecciones, quedando terminantemente prohibida cualquier contratación de espacios de propaganda electoral.
Juan Manuel Herreros López ha hecho estudios de derecho comparado entre diversas reglamentaciones electorales de varios países.

“En Alemania y España han sido los legisladores quienes han establecido los criterios para determinar qué formaciones políticas pueden emitir propaganda electoral, así como las condiciones en las que lo pueden hacer."
En Francia, Italia e Inglaterra no son los legisladores quienes determinan qué formaciones políticas tienen acceso a la programación en periodos electorales. Estas competencias en Francia se atribuyen al Conseil Supérior de l’Audiovisuel. En Inglaterra la BBC y los canales privados están obligados a ofrecer acceso a la programación a todos los partidos políticos que compitan. Por último, en Italia la Commissione parlamentare per l’indirizzo genérale e la vigilanza dei servizi televisivi es el órgano encargado de determinar cómo se lleva a cabo el acceso en periodo electoral. Sin embargo, nos dice el jurista español, la Corte Suprema italiana “declaró que cualquier control del Gobierno sobre la programación emitida por la televisión pública debía considerarse incompatible con la libertad de expresión y con la imparcialidad que debe regir la información recibida por los ciudadanos”.
Si en Estados Unidos se tiene la menor reglamentación electoral, también es cierto que —según la fairness doctrine— con el “acceso condicionado” se intenta garantizar que cualquier persona contra la que se realicen manifestaciones en algún medio audiovisual pueda tener acceso al mismo para defenderse.
En Costa Rica, según nos ilustra Hugo Alfonso Muñoz, los afectados por la propaganda lesiva al honor de las personas pueden acudir a los tribunales, pero la respuesta llega tarde, cuando ya ha pasado el proceso electoral y el daño se ha consolidado.
Hugo Alfonso Muños disiente de una decisión de la Sala Constitucional que prefirió la libertad de injuriar, difamar y calumniar, a la potestad del Tribunal Supremo de Elecciones de suspenderla.
La inconveniencia de mantener el principio de libertad de expresión, sin reglamentaciones y límites, puede ilustrarse con el caso de un narcotraficante que, por venganza o resentimiento, decide calumniar en la tele a un candidato causándole un daño desproporcionado, abusivo e irreparable. “El narcotraficante puede convertirse en el árbitro del proceso electoral… Ante tales manifestaciones, el Tribunal Supremo de Elecciones no puede suspender esa publicidad, aunque ésta descienda a los límites más indecorosos e inmorales que ofendan la moral pública y transmita valores destructivos para la niñez y la juventud”.

Tuesday, December 11, 2007

La era de la criminalidad

Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito.
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritore, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país. En el caso de México es evidente: un país saqueado, en manos de unos veinticinco grupos de compadres, empresarios y políticos. Mientras los narcotraficantes hacen su rancho aparte.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo (Editorial Urano, 2007), obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes”, dice Fernando Martínez Laínez en el suplemento literario del diario madrileño ABC.
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
El autor señala que fundamentalmente actúan en el mundo nueve mafias: la siciliana Cosa Nostra por supuesto, la Cosa Nostra estadounidense, la Camorra de Nápoles, la N’drangheta de Calabria, la Sacra Corona Unita de la Puglia, la Mafyya turca, la Mafia albanesa, la Yakuza japonesa y las Tríadas chinas. (Tal vez le faltó la mafia rusa.) De hecho estas organizaciones de algún modo gobiernan, especialmente en regiones de un país a donde no llega el poder del Estado. Si hay un vacío, la mafia lo llena. Manejan cada año miles de millones de euros o de dólares que se funden en el amasijo de las finanzas internacionales: bancos, casas de cambio, casinos, books de apuestas, paraísos fiscales, industria de la construcción, hotelería.
Casi todas esas mafias tienen sus ritos secretos, son muy rituales y el pacto de sangre —al jurar fidelidad a Cosa Nostra, por ejemplo— no es infrecuente. Y su poder se ejerce, para mantenerlo, mediante una estructura criminal que mata y esconde los cadáveres (en toneles de ácido, por ejemplo). Si se necesitara otra palabra para denominar a la mafia ésa palabra sería sangre. En muchos lugares del mundo, las mafias llegan a tener una capacidad de fuego superior a la del ejército oficial y dominan territorios y poblaciones no necesariamente pequeñas. Llegan incluso en el continente americano a cobrar el pizzo, la extorsión a los negocios típicamente siciliana. Se dice que en México, en algunas regiones, ya se empieza esta práctica.
Y es que todo empezó en Sicilia, hará unos 150 años, hacia mediados del siglo XX, cuando en las enormes extensiones para el cultivo de cítricos, ciertos guardias blancas empezaron a apropiarse de las haciendas y a extorsionar hasta hacer que la protección se incluyera como un insumo imprescindible (como el capital y el trabajo) en la producción. A partir de allí, todo fue imitación, contagio colectivo, y exportación de esa cultura criminal hacia Nueva York, por ejemplo.
Si en México los espacios del crimen no hubieran estado cubiertos por los políticos y los militares, seguramente también la mafia hubiera sentado sus reales entre nosotros.
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura, como los de la Suprema Corte.


La coartada de la legalidad


El poder es la capacidad
de una clase para
defender sus intereses.

—Nicos Poulantzas

La reciente exoneración que la Suprema Corte de Justicia “obsequió” al gobernador de Puebla Mario Marín nos ha puesto a reflexionar en el sentido de la justicia. Vemos, una vez más que —en última instancia, que es la de la SCJ— esa justicia depende de la subjetividad de los jueces. Y en esa subjetividad caben la debilidad humana, las emociones, la ideología, la biografía personal, el estado de ánimo, las creencias políticas y religiosas, las relaciones de poder, los intereses políticos y económicos, e inclusive los altos sueldos con los que se les remunera.
La política de los sueldos altos ilustra muy bien algo que parece ser una contradicción en los términos: la corrupción legalizada.
Unos magistrados pueden decidir que no hubo una acción concertada entre funcionarios tendiente a violar las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho y que no deben sancionar como prueba válida una grabación conseguida de manera ilegal. Otros —que saben tanto derecho y cuentan con tanta experiencia judicial como los otros— sostienen que sí hubo elementos de sobra para estatuir que fueron violadas las garantías individuales de la autora de Los demonios del Edén y que la grabación, en el contexto de la pederastria, era una hipótesis que adquiriría valor probatorio si otros hechos (como los recogidos por la Comisión de Investigación) la refrendaban.
En la investigación, en su carácter de ministro instructor, Juan Silva Meza planteó la responsabilidad de treinta funcionarios y exfuncionarios de los poderes Ejecutivo y Judicial de Puebla y Quintana Roo por haberse concertado para violar las garantías de Lydia Cacho. Hubo un aprovechamiento y un uso ilegítimo del aparato de gobierno en contra de una persona y a satisfacción de otra. Todavía más: se trató de una componenda en la que se violaron los principios de división de poderes, del federalismo y de la independencia judicial.
En contra del dictamen estuvieron:
Sergio Aguirre Anguiano: “Para mí no existe probado, con prueba idónea, en la especie, que la señora Cacho haya sufrido violación grave de sus garantías individuales.”
Mariano Azuela Güitron: “No está probada la violación gravísima de garantías individuales.”
Margarita Luna Ramos: “Sí pudo haber violaciones a sus garantías individuales, pero violaciones posiblemente resarcibles… a través de los medios jurídicos que establece nuestro propio sistema jurídico.”
Olga Sánchez Cordero: “Es inexacto lo que se afirma en el sentido de que existen elementos suficientes para tener por demostrada la injerencia del funcionario…”
Guillermo Ortiz Mayagoitia: La grabación “demuestra una intervención aislada para que se llevara adelante un proceso penal, cuyas irregularidades… Yo diría que son irregularidades menores… en todo caso una señal mal interpretada por parte de quienes ejecutaron los restantes actos”.
Sergio Valls Hernández: “No se acredita de manera fehaciente violaciones graves a las garantías individuales de la señora Lydia Cacho.”
A favor se pronunciaron:
José Ramón Cossío: De las llamadas telefónicas se desprenden ciertos patrones “que permiten comprobar una violación grave derivada de un concierto de autoridades”.
Genaro Góngora Pimentel: “Para mí sí quedó probada la violación grave. Para mí sí hubo concierto de autoridades.”
José de Jesús Gudiño Pelayo: “Yo creo que sí hubo violación grave de garantías individuales. Considero que sí hubo concierto de autoridades.”
Juan Silva Meza: “Sí queda probada la violación grave de garantías individuales… Sí existió concierto de autoridades para llevar a cabo esa violación… Tengo la convicción plena de que en un Estado constitucional y democrático de derecho, la impunidad no tiene cabida”.
Se cancela también con esta resolución la posibilidad de que en otras instancias del poder judicial algún juez federal se atreva a proceder en contra del gobernador Mario Marín sabiendo cuál fue el parecer de la Corte. Y con todo ello puede darse por finiquitado el asunto, como cosa juzgada. Una vez establecida la “verdad jurídica” se entiende que ya se hizo justicia. Ya no hay instancia más arriba. Todo se encomienda a la “interpretación”. Y con esa “verdad técnica” se cierra el circuito de la legalidad.
Lo que fue un golpe bajo por parte de la Corte ha sido la omisión de las redes de pornografía infantil y el abuso sexual de menores que están en el trasfondo y respecto de los cuales la Comisión de Investigación recogió no pocos testimonios. En términos prácticos, no necesariamente jurídicos, esa exclusión equivale a un encubrimiento.
Ha sucedido como en Rashomon, la película de Akira Kurosawa: cinco personas presencian un asesinato (desde cinco puntos de vista o lugares diferentes) y cada una ve algo distinto. Con otras palabras, Luigi Pirandello venía a decir más o menos lo mismo: en este mundo cada quien ve la “realidad” que le conviene.
Este golpe bajo a quienes querían creer en la justicia ha significado también —por las componendas electorales del candidato del PAN a la presidencia en 2006— un descrédito para el régimen actual. Siempre los jueces que visten la toga pretexta encontrarán una justificación legal para decidir una cosa o su contrario, como se pudo entrever el año pasado en el Tribunal Federal Electoral que dejó la estela de unas elecciones sospechosas. Está en la naturaleza misma del acto de juzgar. Por lo mismo, en Estados Unidos se habla de jueces “conservadores” y jueces “liberales” al considerar como inevitable la subjetividad ideológica. Y en México todo se hace dentro de la “normatividad”, todo es legal. Todos los días alguien se roba algo del erario público, pero ha de documentarse dentro de la legalidad para el caso de que haya una auditoría. Nadie roba fuera de la ley. Es una de las contribuciones más originales de México a la cultura de la corrupción.

Wednesday, December 05, 2007

El cerebro y la música

Las más recónditas regiones del cerebro no son insensibles al arte de bien combinar los sonidos y el tiempo. Los efectos de la música en el estado de ánimo se han reconocido desde hace mucho tiempo, a tal grado que no pocas personas y psicoterapeutas se toman ahora más en serio que nunca las virtudes de la musicoterapia. Pero el libro de Oliver Sacks, Musicophilia (historias sobre el cerebro y la música) no se detiene en este uso actual de la música. Se refiere más bien a ciertos casos en los que la víctima de un accidente, con lesión en cierta parte del cerebro, cambia su actitud ante la música.
Y se puede entender muy bien esta observación del escritor neurólogo, Oliver Saacks, el mismo que firma los ya célebres libros como Migraña, Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Basta hacer memoria y traer a la conversación con nuestro desocupado y atento lector la experiencia o la relación que uno ha tenido con la música. A mí me ha parecido que en mi segunda década de estancia en este mundo, hacia los catorce años, cuando iba a terminar la secundaria, yo tenía una mayor sensibilidad ante la música. En el verano de 1954 en Tijuana, mientras transcurrían apaciblemente julio y agosto, yo me encerraba en mi cuarto a escuchar una composición de Schubert que ha sido la banda sonora de mi vida: Rosamunda. Había yo comprado unas bocinas en una tienda de San Diego y me hice de dos cajas de cartón en las que inserté cada bocina sobre un círculo previamente dibujado y recortado. Me coloqué en medio de las dos bocinas, que quedaron a ambos lados de la cama, y nunca como entonces he vuelto a sentir una emoción tan fuerte con la música. Nunca más, en el resto de mi vida.
Viví muchos años no indiferente pero sí muy poco apasionado respecto a la música. Sin embargo, por no sé qué razón concreta, hará unos cinco que empecé a enamorarme de todas las sonatas de Mozart y de Schubert. Tanto que actualmente vivo entre dos mujeres pianistas y aún no sé por cuál decidirme: la portuguesa María Joâo Pires y la japonesa Mitsuko Uchida. No hay día en que no oiga algunas de los sonatas de Schubert y los impromptus, interpretados por esas dos damas virtuosas.
La primera historia que relata Oliver Sacks es la de un cirujano ortopedista, Tony Cicoria, que pasaba un día de campo con su familia. De pronto, se acercó a una cabina telefónica, una tarde de 1994, en algún pueblo de estado de Nueva York, y le cayó un rayo. Apenas vio el relámpago cuando ya estaba saliendo disparado hacia atrás.
Cicoria creyó que estaba muerto, pero el dolor le indicó lo contrario: sólo los cuerpos vivos sienten dolor.
—Estoy bien —le dijo a la enfermera de cuidados intensivos—. Soy médico.
—Pues hace unos minutos no estaba nada bien.
Luego fue a ver a un neurólogo porque se sentía lento y débil y con problemas de memoria. Se le olvidaban los nombres de personas que conocía. Se hizo unas pruebas y nada parecía fuera de lugar. Semanas después volvió a su trabajo. Tenía aún ciertas fallas de memoria pero sus habilidades quirúrgicas estaban tan bien que nunca. Volvió, pues a la normalidad, pero poco a poco empezó a sentir una insaciable deseo de escuchar música de piano. Y eso no tenía nada que ver con su personalidad de antes del traumático rayo. Había tomado algunas lecciones de música cuando era más joven, pero sin mayor interés. En su casa no había piano. Sólo escuchaba rock. Empezó entonces a compra discos y se obsesionó con una grabación del pianista Vladimir Ashkenazy, unas piezas de Chopin: “Viento de invierno”, una polonesa y “Teclas negras”. Se moría de ganas de tocarlas.
La música se le metió en la cabeza. Soñaba con música. Se compró un piano y se puso a estudiar formalmente música. No sólo estaba inspirado. Estaba poseído por la música. Empezó también a interesarse en leer libros. Leyó sobre experiencias de cercanía con la muerte y sobre relámpagos. Seguía trabajando como cirujano, pero su cabeza y su corazón estaban en la música. Se divorció en 2004 y tuvo un accidente de motocicleta, pero nunca perdió su pasión por la música. El rayo le cambió su sensibilidad.
Y es que la música nos puede llevar a profundas emociones. Nos puede persuadir para comprar algo o hacernos recordar a nuestro primer amor. Nos puede sacar poco a poco de una depresión (oígase al sonata No. 14 en C menor KV 457 de Mozart interpretada por Mitsuko Uchida) porque es indudable que la música ocupa más zonas del cerebro que el lenguaje mismo. Los seres humanos, dice Sacks, somos una especie musical.
Las historias que cuenta Oliver Sacks acerca de personas que tratan de trascender o sobrellevar sus disfunciones y a adaptarse a diferentes situaciones neurológicas nos han llevado a cambiar la forma en que pensamos acera del cerebro y la experiencia humana. En Musicophilia examina el poder de la música en pacientes, músicos, y gente común y corriente, desde al caso de Tony Cicoria hasta el de unos niños con síndrome de Williams que son hipermusicales desde que nacieron; desde la gente con “amusia”, para quienes una sinfonía suena como un choque de cacerolas y ollas, hasta el caso de un hombre que no recuerda nada musical más allá de siete segundos.
Sacks nos habla también de alucinaciones musicales irreprimibles, que siguen de día y de noche incontrolables. Y del efecto de la música en enfermos de Parkinson o de Alzheimer.


* * *


Musicophilia Tales of Music and the Brain. Oliver Sacks. Alfred A. Knopf. New York, 2007


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