Thursday, January 29, 2009

El arte de la cita


Hay una serie de grabados que representa al dramaturgo irlandés George Barnard Shaw llegando al monte de piedad para empeñar su ropa.
—Oiga —le dice el empleado que lo recibe—. Estos pantalones son de Ibsen.
—Pues sí —contesta el escritor, mientras el anciano de la casa de empeño sigue separando la ropa.
—Veo también que el saco es de Nietzche.
—Sí, así es —dice Bernard Shaw.
—Además, oiga, el chaleco es de Schopenhauer.
—Bueno —le contesta el dramaturgo—, pero fíjese muy bien cómo se hace la combinación.
Esta anécdota aparece en una entrevista que una vez le hizo a Leonardo Sciascia el crítico francés James Dauphiné. El siciliano explicaba cómo en su novela Cándido, parodia del libro más conocido de Voltaire, se entregó con toda libertad y ligereza el juego de las citas, las referencias y las alusiones. Y es que en la actualidad, decía, así sucede con la literatura: “Tomamos los calzones de uno, el saco de otro, el chaleco de un tercero y procedemos a coser.” No hacemos sino escribir lo que ya ha sido escrito.
Valdría la penar recordar este incidente cuando con demasiada suspicacia se acusa a alguien de plagio, como si el plagio literario fuera posible. Lo que se discute a veces entre escritores es que siempre ha habido una ambigüedad entre la obligación de citar entre comillas una frase ajena y lo que suele entenderse por plagio.
Para unos el uso de las citas, o más bien su abuso, es un subterfugio para llamar la atención, quedar bien con alguien o disimular la ignorancia. Hay escritores que citan y escritores que no citan, acaso porque sienten que citar es una humillación o una cortesía o un homenaje que no merece nadie. José Emilio Pacheco es uno de los pocos escritores mexicanos que se permiten el arte de la cita.
Este arte combinatoria quiere poner en relación a unos autores con otros, entablar conversaciones entre autores muertos y autores vivos. No es imposible propiciar un diálogo entre escritores muertos y de otras lenguas con escritores vivos o también muertos pero de otros países y de otras lenguas y de diferentes tiempos: uno del siglo XVI con otro de finales del XX. Junto a Aristóteles puede comparecer el filósofo Wittgenstein. A un pensamiento de Kant puede arrimársele una idea de Bertrand Rusell. De esa manera continúa la tertulia literaria entre los personajes que uno escoge. Y esta conversación —el acto de leer es una conversación diferida, dice Gabriel Zaid— es una prueba más de que todos estamos escribiendo el gran libro universal de toda la huamnidad.
Ricciarda Ricorda, maestra de literatura italiana moderna y contemporánea en Venecia, ha escrito incluso un ensayo sobre “Sciascia ovvero la retorica della citazione”: la retórica de la cita. Un texto con una cita añadida se vuelve otro decir. En algo aumenta la producción de sentido. Y no es fácil acertar con una buena cita que embone bien con la idea apenas esbozada en otro párrafo y venga, de rebote, a enriquecerlo. Por eso es un arte. No cualquiera puede entenderlo.
Pascal pensaba lo mismo que Bernard Shaw: “No se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de los temas es nueva. Cuando se juega a la pelota ambos jugadores usan la misma pelota, pero uno la coloca mejor que el otro.”

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