Monday, April 18, 2011

Crónicas cerebrales

En sus todavía productivos años el doctor Arturo Rosenblueth decidió volver a México para promover la investigación científica en un centro del Politécnico después de que compartió la gloria con Norbert Wierner y su concepción de la cibernética, como puede constatarse en un hermoso libro: The Human Use of Human Beings. Es inverosímil que no haya estado en la mente de Ranulfo Romo este ejemplo de fe en el propio país y en los jóvenes que se van formando en el estudio del cerebro, es decir, en la neurofisiología, cuando en 1989, después de haber estudiado e investigado en París, Friburgo (Suiza) y Johns Hopkins (Baltimore), se incorporó a la UNAM y participó en la creación —con el apoyo del Instituto Médico Howard Hughes— del Instituto de Fisiología Celular. Ranulfo Romo cuenta en su conferencia de ingreso a El Colegio Nacional el 9 de marzo del periplo que emprendió y consumó como estudiante e investigador en el extranjero. Cree Ranulfo Romo que la labor científica es una actividad humana muy compleja. Desde muy pequeño gozó del privilegio que significa observar la naturaleza con libertad y sin límite de tiempo. Nació en una zona (Guadalupe de Ures, Sonora, 1954) de clima muy riguroso y por ello la adversidad natural nunca le ha sido ajena. Estando en primer año de medicina en la UNAM, cuando tenía 19, tomó un curso de neurología y neurocirugía, impartido por un investigador del sistema nervioso: el doctor Marcos Velasco, a quien le pidió que lo aceptara en su laboratorio y asistir a sus experimentos. Estudió con Jacques Glowinski en París, con Wolfram Schultz en la Universidad de Friburgo, Suiza, y con Vernon Mountcastle en la Universidad de Johns Hopkins. “En ese momento yo ya sabía que mi lugar estaba en el estudio de la neurobiología de la percepción, además no había perdido la convicción de regresar a mi país.” En México “persiste un limitado apoyo a la investigación, pero mi experiencia y mis sentimientos me hacen perseverar en la idea de que también se puede hacer ciencia de excelencia desde México”. A lo largo de la narración que va construyendo Ranulfo Romo se da uno cuenta de cómo los diferentes experimentos lo han llevado a entender que, por ejemplo, la memoria de trabajo es un estado mental que nos permite hacer consciente eventos del pasado y traerlos al presente, y significa un proceso útil para reflexionar y tomar decisiones. Es difícil encontrar a un ser humano al que no le interese y fascine el funcionamiento del cerebro. Por eso las neurociencias empiezan a tener una muy buena divulgación y los trabajos de los neurólogos se nos pueden presentar de manera inteligible: en forma de narrativa como lo es la conferencia del sonorense: “Crónicas cerebrales.” El estudio de Ranulfo Romo ha sido el primero en demostrar las relaciones causales entre la actividad neuronal y la experiencia consciente: el cerebro representa las sensaciones y las convierte en percepciones, memorias y toma de decisiones. Sus hallazgos son piezas fundamentales para el entendimiento del cerebro humano, “del que en pleno siglo XXI ignoramos casi todo” y sigue siendo Terra incognita. A diferencia del resto de la economía, la naturaleza en su infinita complejidad se ha encargado de preservar sus secretos, “quizá porque en el cerebro radica la razón de la inteligencia, la maldad o el amor, justamente lo que nos hace diferentes del resto del Universo y por ello tan incomprensibles”. * * * Post scriptum: Ha estado en algunas librerías del DF la revista The Brain (spring 2011), que publica la casa editora de Discover. Aparecen en ella las grandes estrellas de la neurofisiología. En primer lugar, como es natural y lógico, el doctor Santiago Ramón y Cajal (desde un oscuro puesto académico en Zaragoza, en 1883, a los 31 años), y luego uno de los más notables de ahora: Gerald Edelman, del Instituto de Neurociencias en San Diego, California. Y le siguen: V. S. Ramachandran, el colombiano Rodolfo Llinás, Oliver Sacks, Sir Charles Sherrington, Giulio Tononi, Antonio Damasio, Steven Pinker. En uno de los artículos The Brain menciona a “un grupo de investigadores mexicanos que en 2009 realizaron un estudio con monos” a propósito de un ensayo sobre la subjetividad del tiempo mental y en el que se regatea no mencionándolos por su nombre —no es la primera vez— a los investigadores del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM.

Thursday, April 14, 2011

Descomposición de lugar

A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. —Albert Camus, La peste Hacia el segundo capítulo de La peste, la novela de Albert Camus, el personaje colectivo de la ciudad reconoce que la peste ya es “asunto de todos nosotros”. Hasta ese momento todo mundo había seguido en los suyo, pero una vez que se cerraron las puertas se dieron cuenta de que estaban en la misma red y que había que hacer algo. A partir de ce moment, il est possible de dire que la peste fut notre affaire à tous. El título de la obra alude a lo que el lector se imagine: la peste fue la guerra y el nazismo en los años 40, después puede ser el terrorismo, ahora la droga y la incontrolada violencia que nos degrada y deprime. El otro lado de la moneda, o del billete, es la actitud del gobierno estadounidense —que no detiene a ningún pez gordo— respecto a la actual tragedia. ¿Cómo no se ha de sentir frustrado el Presidente si Estados Unidos deja pasar la droga por tierra, mar y aire, gracias a sus agentes sobornados, y si la mayor parte del dinero negro pasa por sus cadenas de bancos, si las autoridades dicen que no alcanzan a investigarlos y se hacen de la vista gorda con el flujo de armas de allá para acá? Lo más estremecedor de lo que dijo el poeta Javier Sicilia después del asesinato de su hijo en Cuernavaca es que los criminales están dentro de las instituciones y que el corazón de México está podrido. No se puede terminar la guerra del Estado mexicano contra el narco mientras todo mundo esté metido en el ajo: policías y militares, funcionarios públicos, dirigentes de partidos políticos, congresistas y, en fin, representantes del Estado. Tampoco se podría ganar esa guerra maldita, esa ambigua guerra civil en la que unos mexicanos matan a otros, mientras no se ataque en serio el aspecto financiero del negocio. Ha sido muy tímido o muy cómplice el Estado mexicano al no emprender de veras una intervención quirúrgica en el circuito financiero del narco, hasta ahora intocado. Hay dos piñatas: un llena de mariguana, coca, heroína y pastillas de laboratorio. La otra piñata está repleta de billetes de diez y de veinte dólares, que es lo que suele costar una dosis en una operación de contacto rápido. Así, entonces, el gobierno mexicano sólo le da de palos a la primera piñata y respecto a la segunda se la pasa abanicando la brisa. Los economistas oficiales —bobos doctorados— tienen muchas dificultades para interpretar los indicadores del estado actual de la economía. El dinero circulante que mueven las organizaciones criminales allí está: en la industria de la construcción, sobre todo, en la hotelería, y en las casas de apuesta, los books, los casinos nuevos autorizados por Santiago Creel. También en las campañas electorales. Los llamados bancos decentes, por otro lado, de bandera española, canadiense, inglesa, estadounidense, mexicana, también reciben —acaso sin saberlo— la mayor parte del dinero que se legaliza. Los sistemas financieros en México parecen diseñados especialmente para blanquear capitales, como el programa federal de Cetes directo. Cualquier hijo de vecino puede comprar bonos gubernamentales a muy bajo precio para robustecer el gasto público. En las zonas en las que hay un vacío de Estado —Nuevo León, Michoacán, Tamaulipas, Morelos— el crimen organizado se impone como si fuera un ejército de ocupación extranjero. No es improbable, por otra parte, que la economía criminal ya sea estructural: que el capital del narco ya esté cimentado en el edificio de la economía nacional y que no se puede tocar —como la radioactividad— porque, como un montón de piedras, la economía misma del país se desmoronaría. Ya se fundió en ella la economía criminal y su extirpación sería como sanear un avión quitándole los motores. Y, aparte, existe otro problemita: nunca como ahora, o por lo menos desde los años 20, el ejército mexicano había tenido tanto poder. Hace tres años no lo tenía. ¿Quién se lo ha dado? Felipe Calderón, el Comandante en Jefe. http://horalelobo.blogspot.com/

Poderes perros

Hubo que esperar más de cincuenta años para saber que Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles mandaron matar al general Francisco Serrano en 1927, por motivos de rivalidad política, por celos políticos, por “razones de Estado”. A lo mejor en el año 2029 del tiempo mexicano podrá saberse finalmente cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio el 4 de marzo de 1994 en Tijuana. Más que en los tribunales, la verdad del poder quiere legitimarse en el espacio mediático o en eso que solía llamarse opinión pública o imaginario colectivo. Pero la historia sabe y, tarde o temprano, de las aguas turbias de la política habrá de emerger la verdad. La manera que en este libro tiene Pedro Ochoa de mostrar el caso es simple: expone de manera sucesiva —según el orden natural de los números— el día a día de los acontecimientos que rodearon el crimen a fin de que el lector reelabore por sí mismo una composición de lugar. En Los días contados no parece haber un montaje, una alteración en el orden de los factores, salvo el del devenir temporal que en muchos casos deja plasmada la espontaneidad del reportero y los primeros momentos en que la información aún no ha sido regateada y manipulada. Muchas veces la verdad pasa delante de nuestros ojos pero no la reconocemos. Es como si el lector acucioso de este libro se coloca en un tiro al blanco mientras frente a él desfilan figuritas de conejos, venados, borregos cimarrones, como en una kermés. Se desplazan de izquierda a derecha y hay que atinarle a una, la que podría representar la verdad. De esa manera transcurren en nuestra feria de todos los días las informaciones de los periódicos y las diferentes verdades acerca del mismo hecho, que admite cualquier número de puntos de vista. De pronto, entre los cientos de miles de palabras sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio alguien, en una celda, en una revista, en un rancho, en un periódico, en un bar, en una estación de radio, en una playa, suelta algo interesante. Y luego esa afirmación o imprudencia, o lapsus linguae, se pierde en el mar de la información, como un vaso de agua en el océano Pacífico. Pasa desapercibida. Lo que puede suceder es que la historia, madre de la verdad, muchos años después, establezca que esa revelación incidental era la verdadera, la que fijaba una relación cierta entre lo dicho y lo hecho. Ya se verá si en este libro de Pedro Ochoa pasó frente a nosotros un elemento de la verdad, interpretada tal vez con ojos del año 2054 y desde la perspectiva que favorececel paso del tiempo. La imaginación criminológica no es menos creativa que la literaria. Ambas se van al detalle. Se encomiendan a la precisión de las recetas culinarias o los experimentos científicos porque saben que para mejor indagar la verdad —o para mejor mentir— es indispensable el detalle y su exposición en secuencia narrativa. En el ensayo literario, en cambio, las pruebas no necesariamente son necesarias: se trata de la tesis sin pruebas y en eso se parece a la caricatura política en la que basta un chispazo, no una acumulación de pruebas inútiles. En otros términos: el argumento es una insinuación, una manera persuasiva de apelar a la malicia literaria y a la mirada crítica. Los únicos que exigen pruebas son los policías y los jueces, no los periodistas ni los escritores. En aras del natural escepticismo que suele tenerse ante la averiguación de la justicia en México, llegaron a reforzarse además las indagaciones científicas del procurador especial Luis Raúl González Pérez con peritajes del FBI y de los institutos de investigaciones astronómicas y nucleares de la UNAM, para que nadie se quedara con dudas. El mero hecho de nombrar a un “procurador especial” habla de la desconfianza que despierta el sistema normal de justicia imperante, acaso porque los “procuradores” siempre han estado a las órdenes del Ejecutivo estatal o del Presidente de la República. El capítulo que el investigador “especial” dedica en cinco gruesos volúmenes al Estado Mayor Presidencial (la guardia pretoriana del Presidente o, en tiempos del partido de Estado, del candidato priísta) se demora en minucias; explica quién es quién, de dónde vino, quién lo nombró. Hace historia. Muestra currícula. Pero parece mentir con la verdad, pues todas sus verídicas y verificables informaciones sobre la escolta del EMP y sus oficiales en nada permiten establecer que actuaron inocentemente. La profusión de datos no demuestra nada. No carecen de verosimilitud algunas de las más diversas hipótesis. Parecen persuasivas y son tan interesantes como cualquier crimen. Se vuelve al punto de partida: Aburto actuó solo e hizo los dos disparos: el Presidente no tuvo nada que ver. Puesto que Colosio era un personaje débil —un astro sin luz propia, un político nada brillante, reconocido por sus limitaciones intelectuales— resultaba ideal para el proyecto salinista de continuidad en el poder. Luego entonces se agrede a Colosio para reventar la maquinación salinista de un improbable maximato. Luego entonces Salinas no tuvo nada que ver, no mandó matar a Colosio, como supone la fantasía de buena parte de los mexicanos y, sobre todo, los sonorenses. ¿Por qué? Es lo que da el personaje y las circunstancias sospechosas que siempre lo han rodeado. Esta es la teoría que más consenso ha tenido: que si hubo conspiración, en todo caso fue para sabotear el proyecto continuista de Salinas. La agresión no partió de Salinas sino que fue contra él. La hipótesis criminológica tiende a establecer que Aburto actuó de motu propio, que él hizo los dos disparos, puesto que Colosio cayó instantáneamente, como sucede con cualquier persona que recibe un balazo en la cabeza: antes de un segundo ya está en el suelo. (El fiscal especial adereza su hipótesis con unos videos del FBI en los que se ve a tres suicidas de disparo en la cabeza: todavía no termina de sonar el balazo cuando el desgraciado ya está en el suelo. Pero eso no demuestra que ése haya sido el caso del cuerpo de Colosio cayendo a plomo o en espiral.) Sin embargo, la onda expansiva de la sospecha social se acrecienta entre más se abunda sobre el caso. No toda la gente cree que todo fue resultado de un complot, y no precisamente en contra de Salinas. Ni Alfonso Durazo, ni don Luis Colosio, han tenido las mismas percepciones El periodista regiomontano Federico Arreola llegó a decir, el 15 de marzo de 1999, que había un rompimiento incorregible entre Colosio y Salinas. “No sé si Salinas lo asesinó o lo mandó asesinar. Sí sé que Carlos Salinas se arrepintió de haber hecho candidato a Luis Donaldo.” Si impresión fue que la ruptura era irreversible. Meditabundo, triste, Colosio sentía que Salinas lo había dejado colgado de la brocha, al menos por los indicios de que Manuel Camacho lo suistituiría como candidato. La campaña de Colosio —quien, por cierto, hacía su propaganda sin el logotipo del PRI— estaba abandonada desde el punto de vista financiero. Ni Zedillo ni Óscar Espinoza (el que fue jefe de la Nacional Financiera y luego del DDF y nunca le salían bien las cuentas) mandaban dinero o no lo enviaban a tiempo. Se hacían tontos. Si alguna cosa está clara en el caso de Colosio es que la campaña estaba siendo saboteada: no había ni papel del baño en las oficinas del PRI de Tijuana, los voluntarios priístas ni siquiera tenían bonos para gasolina, en las calles no había pintas ni en los carros calcomanías. Si querían telefonear utilizaban teléfonos de la calle. ¿Qué quiere decir todo esto? Que se había creado todo un ambiente: un contexto. Una atmósfera. Un escenario. Se corría la voz de que Salinas se había arrepentido y que, de muchas maneras le había insinuado a Colosio que tenía que retirarse. ¿Por qué? ¿Para qué? Para que no sucediera lo que sucedió. La especulación colectiva, la imaginación popular que no merece el desprecio de nadie, suele descalificarse de inmediato y de antemano. Se dice que la historia oral siempre es injusta porque reproduce las mentiras y las fantasías de la gente. Una corazonada inexplicable indica que la verdad nunca podría conocerse si los hechos que se investigan están relacionados con el poder. La vox populi es implacable y salomónica. Cuando la gente decide creer en algo no hay poder humano capaz de hacerla cambiar de parecer. Y no hay pruebas en contra que valgan cuando se quiere creer. Los sospechoso viene más bien después del asesinato y no tanto de las cosas que según se ha sabido se hicieron antes. Surge de los ocultamientos posteriores. Los encubrimientos. Las diferentes versiones oficiales que se han ido empalmando como en un palimpsesto. Nunca se sabrá. Y es que ha ido cambiando nuestro modo de relacionarlos con el mundo imaginario. Ya no es, o no siempre, es a través de la literatura, como cuando los lectores de Dickens esperaban en Boston los bergantines cargados con los nuevos capítulos de Oliver Twist. Nuestras novelas de escasos tirajes caen en manos de un círculo muy reducido de lectores, que no siempre las leen. Depositamos más bien nuestras fantasías en el “espacio mediático” que el periodismo oral y escrito inventa todos los días. No son imágenes procedentes de las novelas las que se nos quedan en la memoria. Provienen más bien de los periódicos, de la televisión, de las redes sociales y de los expedientes judiciales. Por ejemplo: un jetta blanco que entra en la noche a Los Pinos de Salinas con un pasajero cadáver en al asiento de atrás o en la cajuela, el mismo jetta que sale conducido por alguien que en lugar de guantes se pone unos calcetines para no dejar huellas en el volante. No sabe uno si lo vio en una película, lo leyó en un periódico o en una novela de Andrea Camilleri. En los años 70 la posibilidad de que el centro de la conspiración estuviera en la residencia misma del poder sólo se daba en una película como Cadáveres ilustres, de Francesco Rossi. Ahora es algo que la realidad no descarta. Y si la novela policiaca propiamente dicha resulta imposible en un país con un sistema de justicia tan ambivalente como el nuestro (en el que los criminales están dentro de las instituciones), lo que parece estar sucediendo es que su lugar lo ocupa ahora el bombardeo cotidiano de las infinitas versiones que se arrojan sobre un mismo hecho. O al menos ésa ha sido la sensación que nos ha dejado el abrumador saldo informativo sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio. El caso Colosio es una novela criminal sin solución, como lo ha sido la política mexicana de los últimos años (con sus gobernadores narcos y secuestradores, con las campañas electorales financiadas por los narcotraficantes), pero a diferencia de la pura invención literaria —que nos divierte y no nos angustia tanto— nos ha dejado anonadados e impotentes, como cuando uno está en la situación de un sueño que no se resuelve y nos angustia. Cientos de miles de palabras se reprodujeron en torno al crimen y nos quedamos más angustiados que antes. Todos los lenguajes se encargaron de manipular el caso: el jurídico, el criminológico, el médico, el político, el periodístico. Y en cuanto pasó el 23 de marzo de 1994 todo el mundo se olvidó del caso. Tenía razón Borges: las cosas se publican en los periódicos justamente para que se olviden al día siguiente. Hubo un intento de desacreditar las “fantasías delirantes” de la imaginación colectiva a fin de exculpar a Carlos Salinas, pero ni siquiera los desmentidos más vehementes —no desprovistos de intencionalidad política o defensiva— consiguieron abolir las “teorías conspiracionistas”. La teoría del ambiente: Con la ruptura entre Salinas y Colosio se construyó un escenario, se creó un ambiente, para que se produjera el atentado. El set up. La teoría de los dos complot: En el escenario del crimen coincidieron dos conspiraciones sin relación entre sí: la de Los Pinos y la de Aburto en solitario, que se adelantó. Es la teoría más literaria: más fantasiosa. La teoría del Cid Campeador: Se eliminó al candidato presidencial porque iba a perder y había que conservar el poder con el muerto, al que se utilizaría en la campaña como monigote. La teoría del Blow up: a partir de los videos se quiso llegar a una composición de lugar, como hizo al principio el subprocurador especial Montes: El periodista Ricardo Rocha relanzó la hipótesis de la complicidad de Othón Cortés al enfocar en la televisión a un extraño personaje que se aproxima —como un jugador de basket— al perímetro de tensión y luego parece ser el mismo que extrae una cosa de la cintura, una supuesta pistola que no alcanza a dibujarse. El gran misterio sigue siendo que nunca se ve quién empuña la Taurus asesina, y es que el grano del video no permite la amplificación —el blow up— de la fotografía del cine. Colosio en cámara lenta. La teoría de la razón de Estado: un gobernante no puede culpar de autor intelectual a su antecesor, aunque tenga pruebas, porque se despanzurraría la institucionalidad misma de la Presidencia y su partido, perdería el poder. No lo hizo la comisión Warren ni L. B. Johnson respecto al asesinato de John F. Kennedy en 1963. Por razones de Estado. Se descree, pues, de la teoría del asesino solitario que desde el principio —en cuanto se bajó del avión en Tijuana— ya traía lista al procurador Diego Valadés, pero el sentido común de la gente no la acepta, como no la avalan muchos periodistas que no tienen por qué trabajar como jueces ni como notarios. No lo son. Nunca se sabrá realmente cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994. La gente sabe, lo intuye, lo siente, lo adivina, lo deduce, pero no tiene pruebas. En la lucha por el poder —para conseguirlo o conservarlo— se sobreentiende que todo se vale cuando la disputa se da entre fieras humanas, cuya baba más sutil sigue infestando nuestra memoria histórica más inmediata. No se sabe quién lo mandó matar, pero sí se siente. Hay algo que da el personaje bajo sospecha. Nadie se hubiera podido imaginar que en nuestro tiempo un hombre de mucho poder fuera capaz de mandar matar a otro político hermano, a un correligionario, a un socio, a un cómplice, a un rival, a alguien que se salió del huacal, pero la realidad mexicana es más fuerte que la ingenuidad política. Aunque no lo podamos creer, sucede. O por lo menos esa posibilidad la da al personaje. Es lo que emana del personaje. Es algo que no se sabe, que no consta, que no tiene el respaldo de las pruebas, pero se siente. Sabemos que un cierto “actor” de la política puede ser capaz de todo, de cualquier cosa, por horripilante que parezca. Porque el psicótico, sobre todo si está en la cumbre del poder, es alguien que no sólo carece de super yo, es decir, de conciencia del mal. Es alguien que no tiene la menor compasión por los demás; es alguien que puede dormir profundamente como un bebé después de haber decidido mandar hacer algo que para una persona sana implicaría un insoportable sentimiento de culpa, un remordimiento insufrible que podría llevarla a la autoaniquilación o, por lo menos, a nunca más volver a sentir en la vida algo parecido a la tranquilidad o la buena conciencia. A ese instigador o autor intelectual lo que le sucede es que le empiezan a fallar los neurotransmisores. Y ya no calcula bien las consecuencias de sus actos. Hay una economía en el asesinato político. En la tragedia de Macbeth sólo hay un tema: el asesinato. Es el más obsesivo de todos los crímenes creados por Shakespeare. El crimen, el pensamiento sobre el crimen y el temor ante al crimen se adueñan de todo. En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil y convincente. Hay varias maneras de decirla —siete, según Bertolt Brecht, son las dificultades para decir la verdad— y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el periodismo y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Porque la verdad jurídica muchas veces no logra convencer a nadie o se utiliza para cubrir otros crímenes, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 ha dejado el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña (como decía Torcuato Tasso) y sale a flote como el cadáver sin lastre de una oscura laguna. A casi veinte años de distancia, y leída desde un presente que cada vez más se aleja del hecho analizado, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez averigua todas las hipótesis, desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la abundancia de datos para conseguir verosimilitud por parte de la “comisión especial” no despeja las dudas y algún día se sabrá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento. En cada uno de los cinco tomos se echa de ver la preocupación por exculpar al Presidente que entonces lo era de México. Lo que al abogado tijuanense Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y agente del Ministerio Público Federal en el momento del crimen, Ricardo Gibert Herrera —mejor conocido como el Yuca— contaba: “Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de la guerrilla colombiana, o de Al Fatah, del Mosaad, o del presidente gringo. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.” Es como en el basquetbol: al que lleva la pelota lo van rodeando; corren con él. El personal de la escolta establece un doble cinturón de seguridad en la periferia del funcionario o del candidato. Existe un Manual de Protección de Funcionarios, elaborado por la Secretaría de la Defensa Nacional en 1997, tres años después del asesinato. En ese entonces el Estado Mayor presidencial, encargado de la custodia de Colosio, tenía ya un manual de procedimientos, de cuarenta y cinco páginas, para proteger y defender a personas públicas y todo indica, como dice en Agustín Ambriz en su artículo de Proceso del 5 de marzo de 2000, que muchos de estos procedimientos fueron violados por la escolta del sonorense. En el Manual de 1997 se establece que “el elemento de seguridad deberá estar siempre dispuesto a defender la integridad física y/o moral (aun con su propia vida) de la persona o personas a su cuidado, no debiendo dudar en repelar una agresión, aun encontrándose en desventaja, pensando en todo momento que el objetivo para el cual fue entrenado es mantener ilesas y en su caso librar de cualquier lesión a la persona o personas encomendadas a su custodia”. No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no, que se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial. —Siempre no —le dijeron. —Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.

Thursday, April 07, 2011

El factor sonorense

En casos como el del asesinato político se impone más que en otros la necesidad de discernir y establecer la verdad de manera verosímil y convincente. Hay varias maneras de decirla, siete según Bertolt Brecht, y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Porque la verdad jurídica —sobre todo en México donde el sistema de justicia siempre está bajo sospecha—, muchas veces no logra convencer a nadie o se utiliza para cubrir otros crímenes, tal y como lo indica la estela de incertidumbre que desde el 24 de marzo de 1994 ha dejado el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al fin y al cabo, tarde o temprano, la verdad por sí misma enseña (como decía Torcuato Tasso) y sale a flote. Hubo que esperar por lo menos cincuenta años para saber que el presidente Calles y su cómplice Álvaro Obregón mandaron matar en 1927 al general Francisco Serrano en Huzilac, Morelos, para descartarlo como competidor por la presidencia. A casi veinte años de distancia, y leída desde una perspectiva que sólo da el paso del tiempo, la “investigación especial” que encargó la presidencia de la República al abogado Luis Raúl González Pérez se demora en minucias, se pone a averiguar todas las hipótesis, se desglosa hasta el último detalle —como quien da explicaciones no solicitadas— en la biografía de algún miembro de la escolta que destinó el Estado Mayor presidencial al escenario del crimen. Sin embargo, la profusión de datos para conseguir verosimilitud por parte de la “comisión especial” no despeja las dudas y algún día se sabrá si fue o no una estupenda, fantástica y monumental operación intelectual de encubrimiento. En cada uno de los cinco tomos se echa de ver la preocupación por exculpar a Salinas. Lo que al abogado tijuanense Ricardo Gibert Herrera lo dejó más perplejo del homicidio fue la circunstancia de la protección. Subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años antes y agente del Ministerio Público Federal en el momento del crimen, Ricardo Gibert Herrera —mejor conocido como el Yuca— contaba: “Yo siempre me coordiné con el Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales. Colaboran con los cuerpos de seguridad que vienen de México. Lo hice muchas veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, dispuesto a morir, como la escolta de la guerrilla colombiana, o de Al Fatah, del Mosaad, o del presidente gringo. Tienen el mismo nivel y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie le puede romper el cerco a la escolta. Nadie. Ni una mosca.” Es como en el basquetbol: al que lleva la pelota lo van rodeando; corren con él. El personal de la escolta establece un doble cinturón de seguridad en la periferia del funcionario o del candidato. Existe un Manual de Protección de Funcionarios, elaborado por la Secretaría de la Defensa Nacional en 1997, tres años después del asesinato. En ese entonces el Estado Mayor presidencial, encargado de la custodia de Colosio, tenía ya un manual de procedimientos, de cuarenta y cinco páginas, para proteger y defender a personas públicas y todo indica, como dice en Agustín Ambriz en su artículo de Proceso del 5 de marzo de 2000, que muchos de estos procedimientos fueron violados por la escolta del sonorense. En el Manual de 1997 se establece que “el elemento de seguridad deberá estar siempre dispuesto a defender la integridad física y/o moral (aun con su propia vida) de la persona o personas a su cuidado, no debiendo dudar en repelar una agresión, aun encontrándose en desventaja, pensando en todo momento que el objetivo para el cual fue entrenado es mantener ilesas y en su caso librar de cualquier lesión a la persona o personas encomendadas a su custodia”. No creen en Sonora que a Colosio le faltara el temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sienten que el fulminante golpe vino de las instancias más altas del poder. Creen que salvó la estirpe de los sonorenses, que sacó la casta, que se opuso, que dijo que no, que se le salió lo sonorense cuando Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial. —Siempre no —le dijeron. —Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chíngense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chíngense. Métanse en un lío. Mátenme.

El laberinto de la impunidad

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete las dificultades para decirla y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se van la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo y el problema de la prueba. La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Ludwig Wittgenstein, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática. Con todos los riesgos que comporta, es vital en un país donde se regatea tanto la información y todo ha de constreñirse a la norma a grado tal que se llega a utilizar la legalidad como coartada perfecta. De pronto la mera mención de un nombre en un libro-reportaje de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado.” Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística muy notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen. No estaría mal que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan.” La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados —en una sentencia explícita— inocentes o culpables. El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o el de un policía. No es ni lo uno ni lo otro. http://periodismoimpreso.blogspot.com/

El laberinto de la impunidad

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete las dificultades para decirla y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías, la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se van la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad. Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni el Fisgón, ni Camacho, necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva. Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia, el derecho a un juicio justo y el problema de la prueba. La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Ludwig Wittgenstein, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática. Con todos los riesgos que comporta, es vital en un país donde se regatea tanto la información y todo ha de constreñirse a la norma a grado tal que se llega a utilizar la legalidad como coartada perfecta. De pronto la mera mención de un nombre en un libro-reportaje de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado.” Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística muy notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen. No estaría mal que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan.” La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados —en una sentencia explícita— inocentes o culpables. El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o el de un policía. No es ni lo uno ni lo otro. http://periodismoimpreso.blogspot.com/