Wednesday, April 08, 2009

La cultura siciliana de la extorsión: el pizzu


Pizzo en italiano quiere decir encaje o puntilla. Pero en dialecto siciliano el vocablo pizzu designa la cuota que la mafia cobra a todo tipo de negocios, bares, restaurantes, supermercados, peluquerías, distribuidores de automóviles, a cambio de no ponerles una bomba, no rociarlos con una ráfaga de kalashnikov, no colocarles una bomba o no matarle, a los dueños, a un pariente o a un amigo. Es la clásica práctica de la extorsión que está en el nacimiento mismo de la mafia hacia mediados del siglo XIX.
Los “hombres de honor” utilizan el término pizzu para referirse a los pagos a cambio de protección. Pizzu quiere decir pico en siciliano. Al pagar el pizzu, se permite que alguien “moje el pico”.
“La mafia en Sicilia busca el poder y el dinero cultivando el arte de matar gente y salir impune, y organizándose de una forma única que combina los atributos de un Estado paralelo, un negocio ilegal y una sociedad secreta sometida a juramento como la francmasonería”, escribe el joven periodista inglés John Dickie.
Desde un principio, cuando los capataces de las huertas de cítricos contrataban “guardias blancas” para conjurar agresiones, los mismos propietarios empezaron a considerar la seguridad como una insumo de la producción, tan importante como el capital o la mano de obra Para una familia mafiosa la extorsión es lo que los impuestos para un gobierno legítimo. La mafia es un gobierno paralelo sobre los habitantes de su territorio: un Estado dentro del Estado.
Ahora que nos inauguramos en la era de la criminalidad, como nunca antes en la historia, empiezan a discernirse costumbres criminales de raigambre siciliana que no estaban antes en nuestra imaginación criminal. Lo del pizzu, pues, ya no es una novedad en ciertas ciudades del noreste, en Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila: personajes del hampa, que disputan al Estado el poder en algunos territorios, pasan a fijar la cuota y a avisar que pasarán a recogerla a finales de la quincena. Aunque la verdad es que, en México, el pizzu también lo cobran los policías desde hace muchos años.
En Palermo una zapatería habrá de pagar unos mil euros mientras que a un supermercado lo obligan a desembolsar cinco mil al mes. En nuestras ciudades fronterizas se ha llegado al extremo de extorsionar incluso a maestros de escuela, sobre todo a finales de año, en tiempos de aguinaldo. Esto no sucedía hace todavía cinco años, pero parece ser parte del proceso de sicilianización del mundo al que ya hemos entrado.
La buena noticia es que en Italia ha surgido una protesta civil contra el pizzu. Miles de jóvenes sicilianos están en una campaña contra ese pago perverso: Addio al pizzu se llama el movimiento. Invitan a la gente a comprar sólo en negocios que no paguen ese “derecho de piso”. Y todo partió de que un comerciante señaló con el dedo a un extorsionador en un tribunal. Se ha creado una nueva conciencia ciudadana porque sí se puede, sí se puede combatir a la mafia. Los ciudadanos son más numerosos que los pillos.

Poderes perros

Poderes perros



A Luis Enrique Woolfolk,
in memoriam


La reflexión sobre el asesinato político puede ser intemporal y no necesariamente referirse a un hecho de actualidad, como podría ser el aniversario de la muerte de Luis Donaldo Colosio. En la lucha por el poder —para conseguirlo o conservarlo—, se sobreentiende que todo se vale cuando la disputa se da entre fieras humanas.
Nadie se hubiera podido imaginar que en nuestro tiempo un hombre de mucho poder fuera capaz de mandar matar a otro político hermano, a un correligionario, a un socio, a un cómplice, a un rival, a alguien que se le salió del huacal, pero la realidad mexicana es más fuerte que la ingenuidad política. Aunque no lo podamos creer, sucede. O por lo menos esa posibilidad la da el personaje. Es lo que emana del personaje. Es algo que no se sabe, que no consta, que no tiene el respaldo de las pruebas, pero que se siente. Sabemos que un cierto “actor” de la política puede ser capaz de todo, de cualquier cosa, por horripilante que parezca. Porque el psicótico, sobre todo si está en la cumbre del poder, es alguien que carece de super yo, es decir, de conciencia del mal. Es alguien que no tiene la menor compasión por los demás, es alguien que puede dormir profundamente como un bebé después de haber decidido mandar hacer algo que en una persona sana implicaría un insoportable sentimiento de culpa, una remordimiento insufrible que podría llevarla a la autoaniquilación o, por lo menos, a nunca más volver a sentir en la vida algo parecido a la tranquilidad o la buena conciencia.
A ese instigador —mandante se le llama en Italia al que manda matar— lo que le sucede es que le empiezan a fallar los neurotransmisores. Y ya no calcula bien las consecuencias de sus actos.
Hay una racionalidad, una economía, en el asesinato político. En la tragedia de Macbeth sólo hay un tema: el asesinato. Es el más obsesivo de todos los crímenes creados por Shakespeare. El crimen, el pensamiento sobre el crimen y el temor ante el crimen se adueñan de todo. “En la tragedia sólo hay dos grandes papeles, pero el tercer personaje del drama es el miedo”, dice Jan Kott, que relaciona esta temática con una frase aterradora que pronuncia Chen, el personaje de La condición humana, de André Malraux: “El hombre que nunca ha matado es virgen.”
La realización de un asesinato cambia a quien mató; a partir de ese momento se convierte en otra persona y el mundo en que vive se trastoca en un mundo distinto. Se traspasa el umbral. Se llega a conocer el otro lado del espejo.
A veces la víctima es un tirano, y su muerte cambia el curso de la historia. Pero la lista de reyes asesinados a partir de 1870 revela que muy pocos de sus asesinos consiguieron ese propósito. Alejandro II de Rusia era un zar liberal y su muerte a nadie le fue útil. Umberto I de Italia, muerto por un anarquista llamado Bresci en 1900, era un inofensivo caballero conservador. También lo era el presidente francés Sadi Carnot, acuchillado en 1894.
Lo que viene a establecer Jean Giono en su prólogo a la obra de Maquiavelo es que en el Renacimiento se empieza a pensar de otra manera: sus contemporáneos se esforzaban en ver las cosas tal como eran y no a través de la ilusión cristiana. Dios ya no es el creador de los reyes. Ya no se mezcla la política con los sentimientos. Faltan aún cien años para que Cervantes ofrezca la primera parte del Quijote, pero el mundo ya está desencantado.
Siempre ha sido necesario asesinar, dice Jean Giono. A partir de los tiempos de Maquiavelo, el escritor siente la necesidad de privar al asesinato de toda ficción poética. La sociedad se ha vuelto más exigente. Ha sabido diferenciar entre el crimen inútil y muy pocos de los que se cometen son inútiles. Dentro del crimen útil distingue entre el buen crimen y el crimen ordinario. Este último pasa desapercibido.
Los dramaturgos del siglo posterior a Maquiavelo, Shakespeare por ejemplo, no se equivocaron. Todo el mundo sabe (y lo sabía también Maquiavelo desde 1513) que un muerto ya no cuenta. Ya no importa y se olvida pronto. También se olvida rápido si alguien se esmera en preservar su memoria. En nuestros días el asesinato es una bagatela, a nadie le importa: lo único que se tiene es un hombre definitivamente cancelado. Lo que sujetaba se distiende; lo que impedía, ya nada lo impide. Una admirable economía de medios se pone en funcionamiento, pues todo se realiza en unos cuantos segundos.
Lo que sucedió con el nativo de Magdalena, Sonora (tierra consentida de dicha y placer), fue que se le salió lo sonorense. Estaba en una situación en la que Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial.
—Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chínguense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser Presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chínguense. Métanse en un lío. Mátenme.

Wednesday, April 01, 2009

La fuga del Estado


La delincuencia organizada sólo
puede ser factible y sostenerse
cuando el Estado no goza de
niveles de gobernabilidad, y en
donde existen alianzas tácitas
y/o explícitas de apoyo entre
actores políticos, empresas
privadas y empresas criminales.
Arturo Cantú


La expresión “Estado fallido” es un enunciado amable, acaso por la cortesía diplomática que se debe guardar entre las naciones. Por eso tal vez se acudió a ese eufemismo en Estados Unidos cuando en algunas publicaciones, como Foreing Policy y Forbes, se ha aludido a México como uno de los países que han ido perdiendo terreno en ciertas zonas de su territorio durante su lucha contra el crimen o han visto disminuido lo que los clásicos, como Hobbes, llaman el uso legítimo de la fuerza.
Se dice que el piso se le está moviendo a un Estado cuando en su convivencia civil interna hay poco respeto por la legalidad (en las averiguaciones previas y en las sentencias de inapelable última instancia) y la autoridad ya no alcanza a garantizar la seguridad y la protección de los ciudadanos.
El Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos expresa de modo más drástico lo mismo en un informe que trata de imaginar y calcular cuáles serían los principales problemas estratégicos de los próximos 25 años. En ese futuro el estudio conjetura que entre los posibles peligros está el “colapso rápido y repentino de Pakistán y México”.
El caso de México es menos probable que el de Pakistán, pero el gobierno, sus políticos, la policía y la infraestructura judicial están bajo asalto y presionados de manera sostenida por bandas criminales y cárteles de la droga. De no conjurarse ese peligro ese conflicto tendrá un impacto mayor sobre la estabilidad del Estado mexicano y eso podría representar un problema de seguridad nacional de proporciones inmensas para Estados Unidos.
En Italia se dice que las organizaciones criminales prosperan (la camorra, la mafia siciliana, la Ngrandeta calabresa, la Santa Corona Unita) justamente en las regiones donde “no hay Estado”. También se entiende que “no hay Estado” cuando no se cumple la ley de manera impersonal e indiscriminada, cuando se instaura la impunidad de manera constituyente de la nación. O cuando se le saca la vuelta a la ley (caso del banco CitiBankBanamex, el juicio a Luis Echeverría, las “multas” a Televisazteca, las denuncias de la Auditoría de la Federación que terminan en pyra agua de borrajas).
La actuación del IFE ante la soberbia y la burla de Televisazteca (usemos una sola palabra para el duopolio) es, por lo menos, servil y de una cobardía civil absolutamente injustificable. Es otro indicador de que en México el Estado es una farsa, una simulación, un chiste. No se imaginan los “consejeros” —que nos cuestan no menos de 150 mil pesos mensuales— el daño que le han hecho a la ya muy escasa credibilidad de ese Instituto y, lo que es peor, a la verosimilitud de las próximas elecciones intermedias. Debería darles vergüenza a esos alfiles o peones de Manlio Fabio Soprano y Emilio Corleone, los agentes oficiosos y solícitos de Televisazteca.
Antes de la “alternancia” una llamada de la Secretaría de Gobernación a Televisa ponía a temblar a todos los ejecutivos de Azcárraga. Ahora una llamada de Televisa a Los Pinos o a la Secretaría de Gobernación hace que se mueran de miedo funcionarios menores y mayores, desde la secretaria hasta el Secretario o el Presidente.
El concepto de “Estado fallido” no es ninguna novedad. En otros países se habla de “Estado inexistente”, “Estado insuficiente”, “vacío de Estado”, según las ideas que emanan de sociólogos o juristas. El filósofo peruano Fidel Tubino escribe sobre la anomia: la ausencia de creencia o de credibilidad en las normas y las instituciones.
Se cae en “Estado anómico” cuando se gobierna en función de intereses particulares y de grupo y nada importa el interés general, como creían los enciclopedistas franceses del siglo XVIII. Ese Estado flaco, deshuesado, no procura vincular los intereses privados con el interés general.
A Carlos Murrillo González, sociólogo de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, le parece que el “Estado mínimo” se da cuando lo vence la tendencia neoliberal de convertir al Estado en subordinado del mercado. Todo es un negocio de compadres: los energéticos, la electricidad, la educación, los medios de comunicación, la justicia, y aún los servicios básicos de salud. Nada se hace pensando en el bien común y el resultado es un Estado débil, manipulable —al que pueden humillar los poderes fácticos— y condicionado a jugar las reglas neoliberales. El Estado se convierte entonces en un “aliado de los intereses de grupos de poder económico que son los que dictan las políticas del país y de la ciudad”.
¿Qué es el Estado? ¿Es una ficción jurídica? ¿Es una entelequia? ¿Es simplemente un concepto, una idea?
Teóricamente sí, pero físicamente también es un cuerpo vivo: el conjunto que integran una población de seres humanos, un territorio y un ordenamiento legal que garantice la soberanía y autorice el poder de hacerse valer. La gente, el territorio, la ley. Cuando falla lo último, es decir, la seguridad (la fuerza coercitiva: el ejército y la policía), y cunde la indefensión entonces todo empieza a enrarecerse como si los ciudadanos y los gobernantes regresaran al “estado de naturaleza” del que hablaba Hobbes: a matarse unos a otros, por territorios, por envidia, por creencias. En ese Estado de salvajes lo que prevalece es el derecho del más fuerte. Y ya no hay civilización.
También falta el Estado cuando los gobernantes, en lugar de conducir el barco, se dedican principalmente a hacer negocios con sus amigos.
Qué falta de imaginación.