Thursday, January 29, 2009

Contra la pena de muerte

En 1937 un juez de Palermo se niega a emitir una sentencia de muerte. Por principio. Porque un crimen no se puede corregir con otro crimen. Porque en realidad, según la apreciación de Salvatore Satta, el que mata no es el legislador que hace la ley sino el juez que la ejecuta. El juez es el verdugo. Estamos en el gran momento del fascismo que ha venido corriendo y devastando por la península y la sociedad italianas desde 1922. El fascismo que introduce en Italia una ley que no se tenía antes: la pena de muerte. ¿Para qué? Para preservar el orden. Para amedrentar a quien intente matar a Mussolini. Y todo en nombre de la ley en defensa de ese bien supremo que es la vida. Puertas abiertas, la novela de Leonardo Sciascia publicada en 1988, tiene como tema nuclear precisamente ése: la pena capital. El caso individual de un juez que, a costa de su carrera profesional, se enfrenta a la intolerancia, a la represión, a la pena de muerte, resulta paradigmático: síntesis de la lucha del ciudadano contra el poder, recreación simbólica de la objeción que Antígona antepone al Estado. Uno de los razonamientos del juez es que “los instintos que estallan en un linchamiento, la furia, la locura, resultan menos atroces que el macabro rito promovido por un tribunal de justicia al dictar la pena capital”. Una sentencia de ese juez, en nombre de la justicia, del derecho, de la razón, del rey por gracia de Dios y voluntad de la nación, entrega a un hombre a los tiros de doce fusiles levantados por doce hombres alistados para garantizar el bien de los ciudadanos y legaliza la comisión de un asesinato no sólo impune sino premiado. “Un llamamiento al asesinato que se realiza con la gratitud y la gratificación del Estado.”El discurso justificatorio de quienes entonces detentaban el poder era que bajo el fascismo en Italia se podía dormir con las puertas abiertas. Orden. Seguridad. Law and order.—Yo por mi parte cierro la puerta –dice el juez.—Yo también –le contesta el procurador general—.
Pero debemos reconocer que el restablecimiento de la pena de muerte ha servido para meter en la cabeza de la gente que el Estado se preocupa por la seguridad de los ciudadanos, la idea de que, realmente, ahora se duerme con las puertas abiertas (como en Huatabampo en verano).
Sí, comenta Sciascia, pero con las puertas abiertas a la locura. En el Palermo de aquel año, en efecto, se vivía el sueño de las puertas abiertas (metáfora suprema del orden, la seguridad, la confianza), pero durante la vigilia, a lo largo de la jornada diurna, los ciudadanos que querían estar despiertos e indagar, comprender, juzgar y objetar, sólo se encontraban con puertas cerradas.Puertas cerradas eran los periódicos y los ciudadanos advertían esas puertas cerradas cuando algo sucedía delante de sus ojos, algo grave, trágico, y buscaban la noticia pero no la encontraban o la leían, cuando mucho, tergiversada.Cuando Aldo Moro se encontraba en la “cárcel del pueblo”, en manos de las Brigadas Rojas, se dice que Andreotti redactó de su puño y letra el comunicado por el cual el gobierno se negaba a negociar. “La suya es la imagen”, dice Sciascia, “de un hombre que escribe una sentencia.” Y la sentencia resulta ser la escritura eficaz, la escritura del poder que, como siempre, y en último análisis, es poder de matar. En Sicilia como metáfora (conversaciones con Marcelle Padovani), recuerda que cuando era niño se dio cuenta de que el fascismo realmente existía cuando se empezó a hablar de la pena de muerte, de la necesidad de volverla a establecer para los crímenes cometidos contra los hombres que dirigían el Estado.Yo creía que la cárcel –donde habían acabado tantas personas, incluso vecinos, durante los años de lucha contra la mafia— era el peor de los castigos que se puede infligir a un hombre. Que como castigo se pudiera dar muerte a alguien era una idea que me trastornaba, me aterraba. Que se pudiera dar muerte así, fríamente, reuniendo escritos sobre un escritorio.No era el hecho de que hubiera hombres que pudieran matar a otros hombres. La crónica del país no carecía de asesinatos. Lo que inquietaba a Sciascia, lo que para él era un verdadero trauma, “era la muerte a través de una sentencia, la muerte a través de la escritura”. Le tenía sin cuidado que la pena de muerte en aquella época existiera también en países no fascistas. En Italia no existía y Mussolini la había introducido. Todo esto lo condujo a mirar mejor por dentro el fascismo, a entrever todo lo que en el fascismo había contra la libertad y la dignidad. La pena de muerte “me sigue pareciendo la mayor infamia a la que pueden llegar un Estado, una sociedad y toda aquella parte del género humano que la tolera, la acepta o se resigna”.
El director Gianni Amelio, con un guión suyo y de Vincenzo Cerami, filmó en 1990 Puertas abiertas, “una película que maneja temas e ideas como suele hacerse en una obra literaria”. Se trata de una inspirada argumentación en contra de la pena de muerte y la naturaleza de los regímenes represivos. Su proposición no se fundamenta en el discurso ni en la declamación de ideas propias de la filosofía jurídica. Como toda obra de arte cinematográfica, se encomienda, para decir lo que tiene que decir, en las emociones de sus personajes. Un asesino de Palermo, que en un solo día mató al jefe que lo cesó de su trabajo, al hombre que lo reemplazó y a su propia esposa, reconoce su culpa y no se opone a su ejecución. Quiere que se le mate y se irrita cuando el juez, interpretado por Gian María Volonté, se niega a sentenciarlo a muerte. El argumento abunda en la convicción de que el Estado no tiene derecho a quitarle la vida a nadie o, como dice el juez: “La pena de muerte sólo beneficia a los gobernantes, no a los ciudadanos.”

El duelo de las creencias

La política desemboca, o nace,
en las creencias: puede ser
el teatro mortal del Poder, pero
a su alrededor —en bambalinas
o en las butacas— está la presencia
inevitable de las creencias.

—Jorge Aguilar Mora



Se puede morir o matar por una idea. Cuando alguien decide creer en algo o en alguien no hay poder humano —ni razón ni argumento— que lo hagan cambiar de creencia. Así se van formando las simpatías y las antipatías políticas, religiosas, ideológicas. Y todas tienen su matriz en la subjetividad más caprichosa, inmutable e indiscutible.
Las creencias tienen su origen en la biografía personal de la personas, en sus relaciones familiares y en el lugar del planeta en que les tocó nacer. Es previsible y lógico que alguien nacido en Siria y en el seno de una familia árabe adopte la religión musulmana. Lo mismo acontece con el nacido en Roma: lo más probable es que sea católico y que se encuentre dentro del catolicismo como en su propia piel. En el Tibet prácticamente todos sus habitantes son budistas y en Japón buena parte de la población también ve el mundo con ojos de budista. Por eso sigue en pie la vieja discusión: ¿cuál es la religión “verdadera”?
El neurólogo Antonio Damasio estima que la creencia consiste en que el individuo atribuye un valor de verdad a algo, sea percibido o recordado, concreto o abstracto. Y casi siempre la creencias tienen que ver con la idea que nos hacemos de nosotros mismos. Por todo ello no queremos salir de tierra firme, es decir: la isla que nos hemos delineado. Confrontamos ideas distintas a la nuestras, pero sólo seleccionamos aquellas que refuerzan nuestras creencias. No leemos los periódicos para poner en entredicho nuestras creencias sino para confirmarlas.
El sistema de creencias de cada ser humano está en los orígenes mismos de la humanidad, desde el instante en que empezó el hombre a relacionarse con los demás. Se hizo una idea del mundo, o del universo, una cosmogonía, una composición de lugar.
Desde entonces, el deseo de entrar en contacto con los dioses ha sido universal: si contabilizamos todos los creyentes (6.158 millones aproximadamente) de las catorce mayores religiones que existen en el mundo, suponen un 91 por ciento de la humanidad (estimada en unos 6,700 millones de seres humanos).
“Esta apabullante mayoría demuestra que el hombre es fundamentalmente un animal religioso, aunque resulta extremadamente curioso —y fascinante— constatar que la especie humana haya generado la fe y las creencias, por un lado, y desarrollado la ciencia, por el otro”, dice Luis Miguel Araiza en El País del 9 de diciembre de 2007. A juzgar por el número, concluye, quizá exista dentro de nosotros una programación genética que nos impulsa a creer.
¿En el año 2049 seguirán matándose entre sí árabes y judíos? Es de suponer que sí, si es que todavía existe la humanidad en la tierra. Tal vez sean las religiones lo peor que le ha sucedido al hombre; por ellas se cometen masacres y se enciman cadáveres como en la noche de San Bartolomé.
Creer es dar por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado y, así, las creencias chocan como en un duelo de espadas.

El punto de vista narco

Antes en la prensa escrita y en el periodismo audiovisual no se recaudaba la visión de los traficantes, su percepción del país, su sentido del honor y sus códigos de ética, su preocupación por la desigualdad social y su relación con representantes del Estado. Pero ahora la cosa ha cambiado, acaso por la profusión de hechos y de dramas que siguen teniendo lugar en la guerra del Estado mexicano contra el crimen. No han faltado libros ni series televisivas, como la colombiana El cártel de los sapos, que da casi parcialmente el punto de vista de los delincuentes y puede parecer una celebración o una defensa del mundo que recrea.
Ya estaba esta perspectiva en libros como La reina del Pacífico, de Julio Scherer García: la historia de un personaje contada por ella misma, Sandra Ávila, que ha visto desde adentro el tejemaneje del narco. Ha estado también exhibido el criterio moral del hampa en ese portento de la narrativa audiovisual que es Los Soprano, cuya idea procede tanto de El Padrino como de Buenos muchachos. La visión de los malandrines se homolga con la de los policías. Incluso hay un estudio etnográfico que trata de indagar la mentalidad prevaleciente en los protagonistas pero también en sus familiares y amigos: Conversaciones con el desierto, de Natalia Mendoza Rockwell, publicado por el CIDE. Es un ejemplo de cómo debe estudiarse la cultura de ese fenómeno social desde el punto de vista antropológico.
La narrativa televisiva de El cártel de los sapos es tan fluida como adictiva: no se puede dejar de ver. Los productores de Caracol dicen que sólo querían dar a conocer el punto de vista del narcotráfico. Lo cierto es que el encanto de los personajes, los diálogos en los que el habla colombiana no es el menor de sus atractivos, las guapísimas amantes de los capos, dan cuenta de este mundo privilegiando y de su glamour. A cualquier adolescente, en consecuencia, la encantaría hacerse narco. Los personajes se la pasan bomba, tienen carros de cien mil dólares, fincas espectaculares con alberca, camionetas de lujo blindadas, avionetas y jets, comen y beben estupendamente. Pero también no deja de verse que el narco es una locura. Convoca a seres a quienes les gusta vivir al borde del abismo, en la adrenalina diaria a salto de mata, en la violencia tarantiniana asumida como adicción.
Sin embargo lo que más ha llamado la atención es un blog que anda por ahí en el espacio cibernético: “El cártel desde adentro”. Se supone que lo cuenta muy bien un testigo protegido (o un escritor profesional que finge ser un testigo protegido) que da su versión de muchos hechos ya conocidos. Lo más sospechoso es su talento narrativo, impensable en una ciudadano de estirpe delictiva. Pero lo más interesante son los cientos de visitas que ha tenido, todas anónimas, y su lenguaje: se intercambian insultos y reproches. Su territorio es el Noroeste y bien podría denominarse Tijuacán, una fusión de Tijuana y Culiacán. La novedad es que en una de esas visitas se propone la creación de vigilantes, de grupos paramilitares que actuarían no contra el Estado sino contra la criminalidad organizada.

El arte de la cita


Hay una serie de grabados que representa al dramaturgo irlandés George Barnard Shaw llegando al monte de piedad para empeñar su ropa.
—Oiga —le dice el empleado que lo recibe—. Estos pantalones son de Ibsen.
—Pues sí —contesta el escritor, mientras el anciano de la casa de empeño sigue separando la ropa.
—Veo también que el saco es de Nietzche.
—Sí, así es —dice Bernard Shaw.
—Además, oiga, el chaleco es de Schopenhauer.
—Bueno —le contesta el dramaturgo—, pero fíjese muy bien cómo se hace la combinación.
Esta anécdota aparece en una entrevista que una vez le hizo a Leonardo Sciascia el crítico francés James Dauphiné. El siciliano explicaba cómo en su novela Cándido, parodia del libro más conocido de Voltaire, se entregó con toda libertad y ligereza el juego de las citas, las referencias y las alusiones. Y es que en la actualidad, decía, así sucede con la literatura: “Tomamos los calzones de uno, el saco de otro, el chaleco de un tercero y procedemos a coser.” No hacemos sino escribir lo que ya ha sido escrito.
Valdría la penar recordar este incidente cuando con demasiada suspicacia se acusa a alguien de plagio, como si el plagio literario fuera posible. Lo que se discute a veces entre escritores es que siempre ha habido una ambigüedad entre la obligación de citar entre comillas una frase ajena y lo que suele entenderse por plagio.
Para unos el uso de las citas, o más bien su abuso, es un subterfugio para llamar la atención, quedar bien con alguien o disimular la ignorancia. Hay escritores que citan y escritores que no citan, acaso porque sienten que citar es una humillación o una cortesía o un homenaje que no merece nadie. José Emilio Pacheco es uno de los pocos escritores mexicanos que se permiten el arte de la cita.
Este arte combinatoria quiere poner en relación a unos autores con otros, entablar conversaciones entre autores muertos y autores vivos. No es imposible propiciar un diálogo entre escritores muertos y de otras lenguas con escritores vivos o también muertos pero de otros países y de otras lenguas y de diferentes tiempos: uno del siglo XVI con otro de finales del XX. Junto a Aristóteles puede comparecer el filósofo Wittgenstein. A un pensamiento de Kant puede arrimársele una idea de Bertrand Rusell. De esa manera continúa la tertulia literaria entre los personajes que uno escoge. Y esta conversación —el acto de leer es una conversación diferida, dice Gabriel Zaid— es una prueba más de que todos estamos escribiendo el gran libro universal de toda la huamnidad.
Ricciarda Ricorda, maestra de literatura italiana moderna y contemporánea en Venecia, ha escrito incluso un ensayo sobre “Sciascia ovvero la retorica della citazione”: la retórica de la cita. Un texto con una cita añadida se vuelve otro decir. En algo aumenta la producción de sentido. Y no es fácil acertar con una buena cita que embone bien con la idea apenas esbozada en otro párrafo y venga, de rebote, a enriquecerlo. Por eso es un arte. No cualquiera puede entenderlo.
Pascal pensaba lo mismo que Bernard Shaw: “No se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de los temas es nueva. Cuando se juega a la pelota ambos jugadores usan la misma pelota, pero uno la coloca mejor que el otro.”