Friday, March 28, 2008

El Encomendero de Bucareli



Pedro Páramo es un cacique.
Eso ni quien se lo quite.
Estos sujetos aparecieron
en nuestro continente desde
la época de la Conquista con
el nombre de encomenderos. Y
ni las leyes de Indias, ni
el fin del coloniaje, ni aun
las revoluciones, lograron
extirpar esta mala yerba.

—Juan Rulfo


La procedencia nacional y familiar del incombustible secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, hace inevitable —por una elemental asociación de ideas e indignaciones— pensar en la figura colonial del encomendero español.
Lo dice, desde el más allá de las letras, Juan Rulfo :
“Aún en nuestros días, los hay [encomenderos] que son dueños hasta de países enteros; pero concretándonos a México, el cacicazgo existía como forma de gobierno siglos antes del descubrimiento de América, de tal suerte que los conquistadores españoles sólo echaron raspa, es decir, les fue fácil desplazar al cacique para tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra.”
El descubrimiento del encomendero por parte de Rulfo es una deducción natural que se le ocurrió a él veinte años después de haber escrito Pedro Páramo. Rulfo leyendo a Rulfo. El lector Rulfo entrevé en su propia novela la memoria colectiva que comporta un personaje, el cacique, no colocado allí —en la novela— de manera consciente. Entre el cacique de los señores mexicas, el encomendero de la Nueva España, y el regreso del capo contemporáneo que define un modo de ser político, Rulfo discierne una concatenación histórico social que se cumple en Pedro Páramo.
Juan Rulfo tenía un gran conocimiento de la historia de México y situaba en el siglo XVI, más que en ningún otro siglo, el origen de muchos de nuestras actitudes políticas inconscientes:
“Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores allí no dejaron ser viviente. Entraron a saco, destruyeron la población indígena, y la región fue colonizada nuevamente por agricultores españoles. Entonces los hijos de los pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños absolutos. Se oponían a cualquier fuerza que pareciera amenazar su propiedad. De ahí la atmósfera de terquedad, de resentimiento acumulado desde siglos atrás, que es un poco el aire que respira el personaje de Pedro Páramo desde su niñez.”
La encomienda se instauró primero allá en España: era la delegación del poder real para cobrar tributos y utilizar los servicios personales de los vasallos del rey y, por extensión, en la Nueva España la figura del encomendero sirvió a los españoles para hacerse de mano de obra gratuita y ocupar el lugar de los caciques prehispánicos.
Este resabio feudal, el derecho del señor sobre sus siervos, se transplantó al Nuevo Mundo y a los conquistadores se les permitió explotar los servicios personales de los indios como compensación por enseñarles la religión católica. Un subterfugio de la esclavitud.
Medio siglo de agitaciones fue necesario antes de que la Corona y Fray Bartolomé de las Casas suprimieran el aspecto más discutible de la encomienda: el privilegio de utilizar a los indios como esclavos, y finalmente el sistema fue reducido a una especie de paternalismo.


La historia sabe. De tanto en tanto se da una extraña circularidad y los personajes vuelven. Como fantasmas sin compasión se agandallan los tesoros del mar para beneficio de sus familiares en esa mesa de diez comensales que es México. De un lado cuatro comen muy bien, tienen médicos, escuelas, universidades, aviones, departamento en Orlando, gasolineras, chalet en Vail, empresas petroleras, cuentas en el Chase Manhattan Bank de Nueva York, en Houston o en Miami, o en Madrid o en el Wells Fargo de San Diego. Los otros seis apenas comen porquerías, no tienen hospitales ni escuelas ni universidades, ni medicinas, ni zapatos ni balón de futbol. Sus hijos y sus nietos tampoco lo tendrán.
Y no se necesita ser un lince para darse cuenta de que un zorro es mucho más astuto que una lombriz. Más que un encomendero en Gobernación (el equivalente al Ministerio del Interior de muchos países) lo que se necesita allí es un zorro. Porque la principal cualidad del político es la astucia, no la inteligencia.
En ese cuartel general, o “cuarto de guerra” (según traducción literal del inglés) han estado toros muy bravos. ¿Por qué? Porque ese escritorio requiere de una gran imaginación conspirativa para fintar primero y luego embestir. Sin piedad. Es un puesto extremadamente delicado, es el centro del sistema neurálgico del país, es al mismo tiempo el lado derecho e izquierdo del cerebro porque sus decisiones suelen ser muy finas, como las de un neurocirujano o un capitán de barco o un piloto de jumbo jet. Desde la secretaría de Gobernación, el zorro ve al país como si sus habitantes estuvieran en una pecera. Imposible sobrevivir sin una inteligencia maquiavélica o sin el temple parea mandar matar si es necesario (por razones de Estado). Y aquí es cuando hace falta la experiencia y la verdadera, auténtica vocación política, la sensibilidad para intuir los signos de la explosión social. Lo hicieron Richlieu, Disraeli y Talleyrand, el mago de la diplomacia napoleónica. Una decisión equivocada puede tener consecuencias muy graves para toda la población: un exceso de soberbia, por ejemplo, una mala lectura de los acontecimientos, una represión sangrienta de más que puede dejar el llano en llamas.

En México el Estado ya no existe





Lo que existe ahora son pequeños
estados: organizaciones criminales,
grupos que actúan en función de los
intereses particulares. El interés
general se ha perdido de vista.

—Leonardo Sciascia


Lo que mucha gente dice, tanto aquí en el centro como en la periferia, es que vivimos en un lodazal. Para unos no hay cabeza. Para otros lo que padecemos es un Estado anómico en el que, por ejemplo, los ciudadanos no pagan impuestos y el Estado no hace nada para que se paguen; en el que los ciudadanos no respetan la luz roja de un alto y los policías no hacen nada para que lo automovilistas se detengan. Todo se puede. Nada se restringe. ¿Cómo es posible que en un país así no hubiera habido unas elecciones presidenciales sospechosas?
Dice Peter Waldman que la corrupción y la incivilidad son constantes: “El Estado no actúa como Estado. No es, en sentido estricto, un Estado de derecho. Con relativa frecuencia el Estado resulta subversivo, interviene de manera activa y directa en la violación del orden jurídico. En este sentido y por esa razón, conviene sin duda el adjetivo: es un Estado anómico.”
Nosotros lo sabemos:

en México el primero que viola la Constitución es el Presidente de la República.
Si en México hubiera Estado es muy posible que Germán Larrea ya estaría en la cárcel, por las muertes negligentes de Pasta de Conchos. Si hubiera Estado, desde la semana pasada —como ocurriría sin duda en Guatemala u Honduras— el secretario de Gobernación (JCM) ya hubiera renunciado, simplemente por cuestión de honor y de principios, de valores que siempre van implícitos en una democracia y que se consiguieron establecer luego de un largo y doloroso proceso histórico social.
Si en México hubiera Estado, hace por lo menos dos años que se hubiera indagado y resuelto el asesinato de Enrique Salinas de Gortari, nadie menos que el hermano de un expresidente más o menos poderoso. Misterio. Si hubiera Estado, la señora Laura Valdés, exdirectora de la Lotería Nacional en tiempos del bato con botas, ya habría conocido los terrenos del poder judicial, es decir, el de los jueces que juzgan y condenan. Si hubiera Estado en nuestro país los hermanitos Bribiesca, hijos de la incorruptible Martha Sahagún, hace ya tiempo que habrían purgado parte de su condena. Su hubiera Estado, Arturo Montiel ya llevaría por lo menos un par de años vistiendo el uniforme beige de nuestro sistema penitenciario.
Si hubiera Estado en México, Jorge Hank Rohn no habría gozado de veinte años de impunidad —que se cumplen el próximo 18 de abril— por el asesinato del periodista Héctor Félix Miranda (El Gato) en Tijuana. Si hubiera Estado, el precioso gobernador poblano Mario Marín y el “empresario” Kamel Nacif hace mucho que hubieran sido compañeros de celda. Si hubiera Estado, desde el año pasado habría quedado muy claro qué fue exactamente lo que sucedió con los 205 millones de dólares que le encontraron en su casa de las Lomas a un mexicano nacionalizado de origen chino. No a dónde fueron a parar los billetes, pues eso ya se supo (a pesar de la veda constitucional, de que a nadie se le puede privar bla bla bla…), sino qué fue lo que todo un secretario de Estado (del Trabajo) fue a negociar con los abogados del chino en Nueva York. Incógnita. Si hubiera Estado, ya se podría saber quiénes violaron a cuatro mujeres menores de edad en Michoacán el año pasado en medio de los operativos antinarco desplegados por el gobierno federal. Ni siquiera la Procuraduría General de Justicia Militar inició su investigación. Si hubiera Estado muy probablemente el jefe del Ejecutivo no habría podido quedar bien con sus simpatizantes en el gobierno de Estados Unidos y extraditar de manera súbita y brincándose varias formalidades legales a varios narcotraficantes.
¿Qué quiere decir eso de que no hay Estado? Depende de la premisa. La nuestra es que no hay Estado cuando no se cumple la ley de manera inevitable e impersonal y cuando no se gobierna a favor del interés general o el bien común y sí a favor de intereses particulares y de grupo (como los empresariales). Nadie votó por Slim. Nadie votó por Azcárraga. Nadie votó por los empresarios que ahora ocupan el poder.
Por ejemplo en los países donde existe el Estado el hijo de un gobernador ineluctablemente va a la cárcel si comete, por ejemplo, el delito de violación o de homicidio. La ley se aplica inexorable e impersonalmente. Si un gobernador (como el panista Elorduy de Baja California) es al mismo tiempo distribuidor de las camionetas Ford y le vende al Estado esas camionetas incurre en lo que en los países civilizados (es decir, en los que sí existe el Estado) se reconoce como “conflicto de intereses”. El señor Elorduy podría ya estar en la cárcel de La Mesa, en una celda de lujo.
Si hubiera Estado, los insobornables magistrados de la Suprema Corte de Justicia habrían reconocido que sí se violaron las garantías individuales de la periodista Lidia Cacho. Si hubiera Estado, los también insobornables, incorruptibles e impolutos juzgadores del Tribunal Federal Electoral no se habrían metido en el galimatías sospechoso en que se metieron para justificar el amañado resultado de las elecciones y las habrían declarado nulas. ¿Cuánto dinero les darían? ¿Millones de dólares? Si hubiera Estado los funcionarios públicos de todos los niveles —federal, estatal, municipal— no les exigirían una comisión por debajo de la mesa a los proveedores. Si hubiera Estado, los más altos funcionarios panistas de Pemex no harían negocios con sus amigos ni aceptarían las “comisión” que las empresas petroleras transnacionales (Texaco, Shell, Halliburton, Exxon) les pasan por debajo del escritorio y por millones de dólares o de euros.
“La desaparición del Estado no es un fenómeno exclusivo de Colombia, sino de todo el mundo”, dice Fernando Vallejo, autor de la mejor novela tijuanense: La virgen de los sicarios.
Si en México hubiera Estado los jueces penales no tendrían una tarifa para cobrar por cada delito exonerado, tantos millones por un homicidio, tantos por una violación, tantos por lesiones. Aunque, como puede hacerse de antemano, quienes cobran por no consignar —y también según una cierta tarifa— son los procuradores o los agentes del ministerio público. No procede, dicen. No hay elementos en lo de la anciana, les ordena el gobernador Fidel Herrera.
“El Estado está desapareciendo en todas partes. En México también va a desaparecer porque ya no puede controlar a una población tan grande. Cuando no hay Estado y no se pueden hacer cumplir las leyes, entonces se vuelve a la ley de la jungla. Ya sucede en las afueras de París, Nueva York, Los Ángeles”, añade Fernando Vallejo. Y concluye:
“El Estado está desapareciendo en todos los niveles de la sociedad que se le está yendo de las manos al gobierno. Lo vemos en Colombia, donde es más grave que en otros casos, y también en Argentina. Ya es un hecho la colombianización de México y la mexicanización de Colombia, porque antes los funcionarios colombianos no eran corruptos.”


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Monday, March 24, 2008

La estética de la criminalidad


La edad de piedra, la edad de bronce, la edad de la información, la edad de la criminalidad


La manía de encontrarle una causa a todo ha conducido también a plantear la pregunta, acaso ociosa, de por qué hombres y mujeres leen novelas policiacas.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar a otros y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas, al menos en potencia.
El alemán Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (libro con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. Se castiga un crimen con otro crimen. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras del condenado”.
La administración de la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una estética literaria en la que el crimen aparece glorificado, “porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder. Es el “arte del asesinato político”, como le lama Francisco Goldman.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del conflicto en la novela policiaca moderna (que se ha vuelto política). Por ejemplo, en las de los norteamericanos Marc Behm, Jerome Charyn, Walter Mosley y James Ellroy.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
El poder es poder de matar.

Tuesday, March 04, 2008

La bomba cordial

Debería ir el lunes a que
me tomaran una radiografía.
—Félix Grande



—Ya está prohibido fumar aquí en México como en Madrid, Dublín, y en muchas otras partes. Un día no se va a poder fumar ni en la calle. Va a ser como ir al baño, a solas, en privado, como cuando se trata del vicio solitario.
—Pero Nueva York es una ciudad que ayuda a dejar de fumar. Ya tienen más de veinte años con la persecución.
—Yo lo que no sé es si ya hay estadística.
—¿Estadística de qué?
—Pues de las enfermedades. Si tienen por lo menos veinte años con una baja en el consumo de tabaco debido a la prohibición y al aumento del precio, ¿no debería ya haber una estadística de que ahora hay menos casos de cáncer o de padecimientos cardiovasculares? ¿Por qué no se han puesto a comparar? ¿Era mayor el índice de mortalidad en 1976 que en 2007?
—La gente habla con miedo al cáncer de pulmón, pero a lo que el cigarrillo le pega más bien es a la hidráulica del corazón. No todo el mundo sabe que lo más vulnerable es todo el sistema circulatorio. Y es lógico. Elemental: es un problema de la biofísica de cada quien. La bomba cordial trabaja más y con los años se resiente. Y no es lo mismo absorber humo que mover aire. Fumar no hace daño, pero fumar diez años sí hace daño.
Y es cierto: Nueva York es una ciudad que ayuda dejar de fumar, por lo menos a quienes, tabacómanos nocturnos, fuman poco, uno o dos cigarrillos antes de acostarse. Pero para quienes traen ya la nicotina en la sangre las nuevas disposiciones del alcalde Michael Bloomberg han exacerbado su ansiedad y privado a la ciudad de las últimas zonas de tolerancia que le quedaban. Ya no se puede fumar en ninguno de los 13 mil bares, ni en los cafés, ni en los salones de juego y ni siquiera en los clubes privados. Quien tenga la necesidad irreprimible de hacerlo deberá resignarse a la calle, las azoteas, los espacios de su propia casa o de su automóvil.
El argumento de las autoridades se sustenta en el imperativo de preservar la salud y calculan que por lo menos mil vidas habrán de salvarse con esas medidas tan radicales. Los precios y los impuestos altos también quieren disuadir el consumo.
La veda del tabaquismo es algo que impone la ley. Sin embargo, no pocos creen que el Estado –ese casi inexistente Estado Mexicano— no tiene que interferir en una decisión personal, hágame o no daño. Es asunto mío. Cada quien tiene derecho a su organismo y puede hacer de su culo un papalote. En esta buena lógica, y por extensión, también se deduciría un derecho a la enfermedad y al suicidio. A mí me gusta que me den de latigazos. No se metan. Es asunto mío. Es mi cuerpo.
De lo que no hay duda es de que el maldito hábito más que a las planicies encantadoras de Marlboro Country (la imagen de la libertad, según los publicistas) a donde conduce es a la sala de oncología.
En Canadá y Brasil se ha preferido la vía de la disuasión con imágenes (unos pulmones cancerosos, por ejemplo) y leyendas en las cajetillas que intentan contrarrestar el glamour de la publicidad e inclusive causar asco y miedo. Al lado de una fotografía de una dentadura con cáncer en las encías, se lee "Los cigarrillos causan enfermedades de la boca". En otro paquete: "El uso del tabaco puede dejarte impotente." Y en otro: "Los cigarrillos pueden causar impotencia sexual por falta de riego sanguíneo en el pene. Esto puede privarle de tener una erección."
Ha sido tal la certeza de que la nicotina (Nicotiana tabacum, así nombrada en honor de Jean Nicot, quien la promovió con fines medicinales) es tan adictiva como muchas otras drogas mortales que, nunca como ahora, muchos de los gobiernos están exigiendo que se advierta a los tabacómanos de qué manera se están jugando la vida, por muy aterradores que sean los mensajes impresos en por lo menos el 40 por ciento de la superficie de la cajetilla:
"Fumar acorta la vida".
"Fumar obstruye las arterias y provoca cardiopatías y accidentes cerebrovasculares."
"Fumar puede reducir el flujo sanguíneo y provoca impotencia."
"Fumar provoca el envejecimiento de la piel."
"Fumar puede dañar el esperma y reduce la fertilidad."
"Fumar produce cáncer mortal de pulmón."
Más allá de los desesperados balazos publicitarios del antitabaquismo actual, también es un hecho que entre nosotros, aquí en México, siempre ha estado a la mano la información más elemental, expuesta de manera serena, elaborada por especialistas de primera línea, psiquiatras, neurobiólogos, farmacólogos, que desde la humildad o el anonimato de su trabajo admirable se han preocupado por servir a los demás.
Uno de ellos ha sido Simón Brailowsky, cuyo libro
Las sustancias de los sueños. Neuropiscofarmacología, todos los padres de familia deberían tener en sus casas si tienen problemas de adicción entre sus hijos.
Brailowsky dedica el capítulo XXIV al "Tabaco". Hace la historia de la planta, la Nicotiana tabacum, que proviene del continente americano y está relacionada con la papa, la belladona y la mandrágora. Explica cuáles y cómo son los efectos del humo en el sistema nervioso; enumera las manifestaciones de toxicidad de los fumadores crónicos y enlista los riesgos de muerte prematura, las afecciones cardiovasculares, coronarias y cerebrovasculares, y los problemas de sueño, depresión, irritabilidad y angustia.
"No existe sombra de duda de que la nicotina constituye la principal, si no la única, sustancia adictiva del tabaco", escribe Brailowsky.

Los proveedores y la corrupción

Uno de los alicientes más importantes de la política mexicana es hacer mucho, pero mucho dinero sin trabajar realmente o trabajando muy poco. Atesorar.
De pronto un profesor o un burócrata o un empleado que no sacaba más de diez mil pesos al mes empieza a ganar durante tres años un mínimo de 150 mil pesos mensuales. Aparte lo que se le gratifica por cada una de las comisiones en las que participa. ¿Cómo no va a cambiar su vida y su visión del mundo?
No hay presidente mexicano —ahora que se da esta interesante homologación entre priistas y panistas— que no se sienta ilusionado con el hecho previsible, seguro, de que al cabo de seis años entrará a la categoría de los grandes millonarios de México. Nunca más, el resto de su vida, tendrá que trabajar porque la sociedad mexicana le mantendrá su sueldo vitalicio, un mínimo de unos 200 mil pesos mensuales. Es lo que gana Fox, es lo que le pagamos a Salinas, es lo que cobra el lunático de Luis Echeverría.
Pero el gran saqueo institucionalizado y aceptado es el que se practica todos los días en las dependencias gubernamentales gracias al trabajo de los contadores y los llamados secretarios administrativos. Es rara avis el funcionario que no se arregle con los proveedores: el procedimiento es muy sencillo: factúrame estos muebles por 150 mil, y tú sólo cobras cien mil. Si quieres que te siga teniendo de proveedor.
En el caso de la inversión extranjera ha sido muy común, en todo el mundo, que la Texaco, la Halliburton o la Shell, den comisiones por debajo de la mesa a los funcionarios de la empresa petrolera receptora, Pemex po ejemplo. A los funcionarios actuales de Pemex, y de otras secretarías —sobre todo la de Gobernación— no es conviene que Pemex se ponga a invertir en la construcción de una plataforma o una refinería porque eso significaría esperar cuatro o cinco años. En cambio, el dinero de las compañías transnacionales es rápido y seguro. Las comisiones son de millones de dólares y lo que ellos quieren es forrarse en los próximos cinco años.
De pronto le encargan a alguien una “asesoría” para que le haga al subsecretario un estudio de “estrategias de comunicación” y se le acepta y se le paga un recibo por 500 mil pesos. Por tres meses de “trabajo”. Se le liquida porque lo firma el secretario administrativo, el jefe, pero nadie se pone a revisar en qué consistió ese estudio sobre esas “estrategias de comunicación” que están tan de moda y que son pura palabrería o puro cuento.
Y así en todo el país. En los municipios, en los estados, en las dependencias federales, sean priistas o panistas y perredistas. El color de la cachucha no tiene la menor importancia. A casi ninguno de ellos les importan realmente las ideas, ni morales ni políticas. Es muy difícil discernir la diferencia ideológica de cada partido. Es muy excepcional y único el diputado que no esté allí por los 200 mil pesos promedio de dieta. Se trata de un congreso sobornado a priori, antes de que actúen a favor de unos u otros intereses. No dan paso sin guarache. Pueden votar a favor o en contra según los negocios que estén haciendo con sus paisanos (empresarios, políticos, narcotraficantes) en sus estados. Ahora durante la discusión de la ley de medios van a ser muy cortejados, seducidos, sobornados, extorsionados. Saben que su postura está en oferta.
La apropiación indebida de los dineros públicos se realiza dentro de la ley. Se aprovecha siempre la ambigüedad de la ley. Se utiliza siempre la coartada de la legalidad. Ésa es la gran contribución mexicana a la cultura de la corrupción. Por eso tenemos fama de ser uno de los países más corruptos del mundo. Se ve, aquí, la corrupción como cosa natural y a nadie, a ningún funcionario de mayor o de menor rango, le produce el menor sentimiento de culpa. En muchos casos dicen que no toman nada del erario público, que se limitan —siguiendo la moral alemanista— a hacer negocios.
En la producción de libros también es una locura la invención de los presupuestos. Se hacen al gusto del cliente y sobre todo al gusto del funcionario. Se inflan los precios del papel, del diseño gráfico, de la impresión, de la encuadernación. Arbitrariamente. Siempre y cuando casen las cuentas y el funcionario se lleve su parte. Si no es así, la imprenta o la editorial proveedoras no vuelven a conseguir ningún contrato con el gobierno. Es la famosa “mochada”. Y no ha habido ley ni secretaría de la función pública o contraloría alguna que puede perseguir o demostrar esta simulación. El problema no es que sean priistas, panistas o perredistas. Tal vez sea una cuestión cultural, un modo de ser social y político del mexicano desde la época de la colonia.
Las figuras claves dentro de esa red que se escuda en la “normatividad” son el oficial mayor, el jefe de intendencia o el secretario administrativo. Son quienes verdaderamente ejercen el presupuesto. En ellos deposita su “confianza” el jefe porque si no los deja hacer le pueden, para extorsionarlo, construirle un fraude, un peculado, una licitación incorrecta. Les teme y los necesita. Son cómplices.
El secretario administrativo es el que va a legalizar el saqueo hormiga de las arcas públicas, con un equipo de abogados y contadores.
El secretario administrativo es el que se arregla con los proveedores, con las agencias de autos o de cemento y se lleva su “comisión”. Es el que se va inventando asesorías fantasma, de treinta, cuarenta mil pesos, a nombre de las esposas de sus amigos o de la hermana de algún expresidente. El “titular” de la aviaduría firma los recibos y comparte el cheque con el secretario administrativo. Todo se puede. Cobrar sin trabajar.
Y no es que no se pueda hacer nada. En Helsinki las autoridades se las han ingeniado para identificar las simulaciones legales y a los prestanombres, que son las claves del mecanismo. Van a los personajes y a los lugares que se amparan en una factura. Cotejan los números. Preguntan quién es quién, por qué Fulanita es asesora. ¿Asesora de qué, de planchas?