Tuesday, February 26, 2008

Zurcido invisible


A Antonio Solito,
il meglior sarto,
in memoriam

Tendría que reconocerlo tarde o temprano: en el fondo lo que siempre le había gustado era la sastrería. Lo había sabido en el corazón al abandonarse a la aguja y al hilo, zurciendo unos pantalones, haciéndoles la bastilla, adelgazando una camisa por los lados. Sólo entonces alcanzaba a estar solo y gozar del silencio. Porque había que estar solo para ser uno mismo. Porque su otra ocupación, a la que ya le había dedicado más de treinta años de su vida, lo sumía en la nada, en una amarga impotencia: la novela imaginada no alcanzaba a cuajar.
Ideas no le faltaban a F, proyectos. Era incluso de lo más fácil e involuntario concebir una historia y un título que la anunciara. Lo difícil era dar con los personajes, hacerlos pasar de su condición de criaturas a otro ser desdoblado e impredecible. ¿Por qué no cambiar entonces de oficio? Sabía que algunos escritores realizados y de rendimiento incuestionable tenían un oficio secreto. El dramaturgo Arthur Miller era carpintero; en el sótano de su casa mantenía un taller con todas las herramientas posibles y muy frecuentemente se metía allí en las mañanas, todavía con la taza del primer café humeante en la mano. Le gustaba el olor del aserrín y la tersura de la madera. Y no porque le sacara la vuelta a la máquina de escribir o se aterrorizara ante la página en blanco. No: le gustaba terminar esa mesa, pulirla, untarle el barniz con una muñeca. Y, además, el tiempo transcurría de otra manera. El trabajo manual le permitía abandonarse a una suave meditación; sus pensamientos fluían sin freno alguno y tomaban derroteros casi nunca previstos. No era lo mismo pensar por escrito que pensar a solas o con un interlocutor enfrente. Al mismo tiempo, gracias a la carpintería pudo sin darse muy bien cuenta alejarse para siempre del cigarrillo y sus desmanes.
De Juan José Arreola siempre se dijo que reunía al lado de su pasión por la literatura otras vocaciones: la de sastre y, como Arthur Miller, la de carpintero. Era capaz de tallar a la perfección una raqueta china de ping-pong o combinar la cuadrícula del tablero de ajedrez con hojas de madera claras y oscuras.
Para Arreola la ropa siempre fue muy importante, “tanto por su poder de expresión como por su sensualidad y formó parte de mi amor por los objetos manufacturados”.
El autor de Confabulario y Varia invención, cuando era niño, solía acompañar a su padre (“que era un fifí”) en Zapotlán al sastre. “Recuerdo mucho el jaboncillo, o greda, con el que los sastres señalaban en los casimires los cortes y las medidas para guiarse.”
Por mucho que le gustara ensartar las palabras, en sus últimos años ya no envió ningún libro suyo a la imprenta. Y el que siempre tenía pendiente, Memoria y olvido, se lo contó a Fernando del Paso. Decía que el lenguaje era un material maleable, como la plastilina o el hierro que se redondeaba a raspones de lima. Toda su explicación didáctica de la literatura —Arreola fue el fundador de los talleres literarios en México— giraba en torno a símiles asociados a la carpintería o a la sastrería: “Un poema debe de ser como una camisa bien cortada.” Pero, por supuesto, esas vocaciones paralelas nunca fueron para Arreola un sucedáneo de la escritura. Las asumía desde muy joven mientras iba creando sus libros.
No era el caso de F. Escribir a mano era como tejer a mano. “Esta es una Tijuana escrita a mano”, le decía a Antonio. Sin embargo, escribía, escribía que no escribía, no paraba de escribir, pero todo lo que escribía se acumulaba como una dolorosa gratuidad, una enorme y trágica insignificancia. Lo apesadumbraba tanto su improductividad y el paso cada vez más rápido de los años que, poco a poco, en la intimidad de su escritorio y frente a la máquina de escribir trazaba y confeccionaba sus prendas de tela, prácticamente en secreto. Conocía en carne propia, porque lo había advertido en los sastres, que esa labor afinaba su capacidad de concentración y no dejaba hueco para la ansiedad. (Ninguno de los sastres de su barrio fumaba.)
No podía cortar un terno si no estaba inspirado, extendía el lino sobre una mesa del comedor y se dedicaba a mirar la tela como arrobado. Este proceso podía durar muchos días, acomodaba el lino de una u otra forma, sentía su textura, su peso, su elasticidad. Soñaba con el vestido de fiesta o el traje de novio que le habían encargado, con los pliegues o los bordados en canutillos, perlas, lentejuelas. Imaginaba las pinzas y la caída del vestido y las hombreras del traje al caminar con él. Tailor made, à taille, à mesure. Y sufría pensando que se agotaba el tiempo. Emprendía el vestido, el saco o el pantalón como si tomara la aguja para bastiar lo que pretendía ser una costura definitiva que la mano insegura del perfeccionista no se decidía a dar por buena. Seguía las marcas de la tiza, miraba los puntitos de la memoria que dejaba la máquina en un recorrido anterior y no renunciaba a sufrir mientras soñaba con la prenda terminada.
Obras ya las tenía, reconocimiento no le faltaba. Pero estaba paralizado. ¿Cómo era posible que no pudiera seguir escribiendo si ya había dado muestras de que lo sabía hacer, si por lo menos dos de sus novelas sobresalían ya en el catálogo de la literatura nacional? A falta de inventiva trataba de informarse, de recopilar datos sobre personajes e historias: revisaba sus archivos no en busca de ideas —que las tenía de sobra— sino de seres irrepetibles, únicos, que le ayudaran evitar la construcción de tipos convencionales a favor de individuos nunca antes convocados por el arte de la novela. Pero muy pronto entendió que, irremediablemente, la información era para él una especie de anticonceptivo literario.
¿Puede alguien cambiar de profesión a una edad ya muy avanzada? Parece una locura. Alguien que durante poco más de la mitad de su breve estancia en este mundo se ha dedicado a la ingeniería de presas, ¿puede de pronto dejar de ser ingeniero y convertirse en piloto fumigador o cocinero? Teóricamente resulta imposible: nunca se ven estos casos. Especialmente porque lo que a uno lo hace diestro y competente en un cierto campo es la práctica, la adquisición de un oficio por medio de la experiencia. Un dentista será cada vez más ducho entre mayor número de pacientes haya tenido. Un médico hará mejores diagnósticos entre más pacientes ausculte. Y así, cada quien en su profesión, va puliendo una mente especializada. No es fácil mudar de oficio. Sin embargo, F había llegado a la más profunda convicción de que no tenía otro camino. No tenía más remedio que ser él mismo. Y empezó a sentirse más libre, más sereno, a medida en que dibujaba el lino con la greda, cortaba con las pesadas tijeras, e introducía la aguja al hacer el último zurcido de su vida.


http://cuentosbrothers.blogspot.com/ [Los Brothers]

La reivindicación de Robert Capa


No es cierto que Robert Capa no sea el autor de la famosa foto del republicano Federico Borrell García que tomó en el cerro de Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936, durante la guerra civil española. Desde hace por lo menos diez años Richard Whelan, el biógrafo del gran periodista, investigó y dejó perfectamente establecido que la autoría de esa imagen es única e indudablemente de Capa.
Tal vez esta afirmación inequívoca no la hace todavía Whelan en la primera edición de Robert Capa: A Biography, publicada en 1985 por la editorial Knopf, en Nueva York. Sí la hace, en cambio y con sobra de detalles, en un texto para le exposición Robert Capa: Photographs, que el 14 de junio de 1998 se inauguró en el International Center of Photography Midtown de Nueva York.
La aclaración viene al caso porque se ha vuelto a repetir el infundio a propósito del descubrimiento, el 27 de enero pasado, de tres maletines de cartón con 127 rollos de película que guardaba Emérico Chiki Weisz (húngaro, amigo de la infancia de Capa en Budapest y exiliado en México) y que atesoran más de tres mil negativos atribuibles a Robert Capa, Maurice Oshron, David Seymour, Chiki Weisz, y la compañera de Capa, la alemana Gerda Taro que murió en la línea de fuego, en Brunete, bajo un bombardeo y aplastaba por un tanque republicano. Los negativos se encuentran en el International Center of Photography Midtown, a donde no se sabe quién los llevó (tal vez el mismo Chiki Weisz).
“El análisis de los carretes reaparecidos en los maletines permitirá esclarecer aspectos sobre la autoría, sobre la secuencialidad de las tomas y sobre historias controvertidas como la que rodea a la sin duda joya de la corona del trabajo de Capa: Muerte de un miliciano, publicada por primera vez en septiembre de 1936 en la revista francesa Vu y cuyo negativo no volvió a encontrarse”, escribió Javier Martín Domínguez en El País el pasado 29 de enero.
Gerda Taro usaba una Rollyflex de formato cuadrado, pero Robert Capa fue el primero en llevar al campo de batalla la Leica de 35 milímetros —y de formato rectangular, como el de la foto del miliciano— que ya estaba en el mercado desde los años 20 y con ella estampó la que tal vez sea la más importante y más controvertida foto en la historia de la guerra por sus implicaciones simbólicas (recuerda los fusilamientos de Goya durante la invasión napoléonica y la crucifixión de Cristo) y porque hubo alguien, el periodista británico O’Dowd Gallagher, que puso en entredicho —no sin inconsistencias— su autenticidad.
En efecto, a mediados de los años 70 Gallagher declaró que Capa había estado con él en un hotel de San Sebastián, y del lado franquista, el día en que supuestamente tomó la foto del miliciano. A partir de entonces corrió asimismo la malhadada especie de que Capa había hecho posar al miliciano republicano y se enrareció su hasta entonces indiscutido prestigio. Sin embargo, mientras conducía una serie de entrevistas para sobre Capa, Richard Whelan demostró no sólo que el viejo reportero inglés se había confundido (Capa no podía haber estado en el frente franquista porque lo hubieran arrestado o asesinado) sino que el miliciano había sido inequívocamente un muchacho de 24 años del pueblo de Alcoy, cerca de Alicante, que respondía al nombre de Federico Borrell García.
Más tarde, el biógrafo comprobó en los archivos del gobierno español que Federico Borrell García había muerto en el frente de Cerro Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936 y la controversia se saldó en favor de Capa.
A mayor abundamiento, un paisano de Federico Borrell García, Mario Brotóns Jorda, reconoció que el hombre de la fotografía pertenecía al regimiento de Alcoy porque las cartucheras del muerto eran únicas, pues habían sido diseñadas y confeccionados por los talabarteros del pueblo con su propio estilo y no las usaban otros combatientes de la República. Además, Brotóns estableció en los archivos de Salamanca y Madrid que sólo un miembro de la milicia de Alcoy había muerto en el frente de Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936: Federico Borrell García.
Y no sólo eso: Brotóns le mostró la fotografía de Capa al hermano menor de Federico, Evaristo, y éste confirmó que todas las circunstancias de tiempo y lugar coincidían y que indiscutiblemente el soldado inmortalizado era su hermano.

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A los cuarenta años Robert Capa pisó una mina en Vietnam, cerca de Thai-Binh, unos segundos después de haber tomado su última fotografía. Húngaro, nacido en 1913 y muerto en la línea de fuego en 1954, cámara en mano, obedecía en la vida legal al nombre de Endre Ernö Friedmann, pero como fotógrafo pasó a la historia con el pseudónimo que adoptó por sugerencia del amor de su vida, Gerda Taro.
Su obra fotográfica nos recuerda los años del periodismo escrito pretelevisivo, una época en que el lector tenía que imaginar tanto las imágenes del texto como las de la fotografía, en una suerte de intermediación preelectrónica y, por decirlo así, más literaria (o novelesca).
Judío, Robert Capa tuvo que emigrar de Budapest a París en 1933 y allí conoció a tres personas cruciales en su vida: David “Chum” Seymour. Henri Cartier-Bresson y Gerda Taro. Chiki Weisz lo ayudaba el revelado y todos participan en la creación de la agencia Alliance Photo en 1934.
Después de la derrota republicana, Capa se trasladó a Nueva York y de allí la revista Life lo mandó a fotografiar el desembarco de Normandía del que han quedado sus célebres instantáneas fuera de foco de la llamada en clave Omaha Beach. Entre una contienda y otra se dio una vuelta por México, el 7 de julio de 1940, y retrató a un manifestante almazanista asesinado por la policía y que ilustra en la portada de Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe, del novelista mexicano Daniel Sada.
Al volver a Nueva York en 1947 fundó la primera agencia fotográfica de la historia, Magnum, junto con David Seymour y Cartier-Bresson, tomando el nombre de la botella de champaña con la que siempre celebraban.
También trabajando para Life, estuvo en John Steinbeck en la URSS (1947). Recibió la medalla de la Libertad, del Ejército de Estados Unidos, y cada año pasaba varias semanas en Israel entre 1948 y 1950. Nombrado presidente de la agencia Magnum en 1951 hace reportajes sobre personajes del cine y de la moda.
También vuelven a vivir en sus negativos los movimientos políticos callejeros de París de los años 30, los bombardeos de Bilbao, el adiós a las brigadas internacionales en Barcelona en 1938, los soldados de la China de 1938, las tropas aliadas en Troina y Monreale, Sicilia, en 1943, la algarabía de la liberación de París en 1944, y por supuesto las primeras escenas de Vietnam quince días después de la derrota de los franceses en Dienbienphu.


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Thursday, February 07, 2008

Nuestro hombre en Querétaro


l. En 1979 el psicoanalista Ignacio Millán hizo un estudio de campo que no llegó a publicar en vida: Míster México. Junto con un equipo de colaboradores analizó muchos sueños de ejecutivos mexicanos que trabajaban o habían trabajado en empresas transnacionales. Uno de las primeras conclusiones fue que en gran parte los ejecutivos eran o habían sido más leales a sus compañías que a su propio país.
2. Eduardo Clavé, en una investigación histórica reciente y aún inédita, ha podido demostrar irrefutable y documentalmente que el periodista tabasqueño y fundador de El Universal, Félix Fulgencio Palavicini, fue agente secreto de la compañía petrolera inglesa El Águila en el Congreso Constituyente de 1917. El trabajo del historiador lleva tentativamente por título
Nuestro hombre en Querétaro.
Un expediente del Archivo Histórico de Pemex establece que la compañía más poderosa entonces tuvo a su servicio al diputado constituyente que participaría en la redacción de dos artículos fundamentales para el futuro de la empresa y de los intereses extranjeros en México: el 27 y el 73 constitucionales.
Desde el proyecto original de Carranza para el artículo 27 nadie sospechaba que la nueva Constitución daría un vuelco total al concepto de la propiedad de la tierra en México. Sin embargo, las compañías conocían el espíritu nacionalista de Carranza y sus intenciones de, por lo menos, gravar el petróleo. Él Aguila tenía entonces utilidades netas de más de 10 millones de pesos oro, en tanto que su principal competidora, la Mexican Petroleum Company, las tuvo por poco más de 7 millones. El Águila por lo demás participaba directamente en la lógistica británica de la Primera Guerra Mundial. Era uno de los más importantes proveedores del imperio que transportaba al almirantazgo con el servicio, entre otros, de 17 buques de la compañía de carga de El Águila y en los que movió casi tres millones de toneladas de petróleo durante la guerra.
Un tal Rodolfo Montes era el representante de la petrolera para asuntos con el gobierno mientras que el delegado de la secretaría de Gobernación a la Comisión Nacional Agraria era al mismo tiempo representante de las compañías petroleras Transcotinental de Petróleo e International Petroleum Co. La idea era influir directamente en la redacción de la nueva Carta Magna. Creían los de El Águila que “la política de restricciones, obstáculos, gabelas y aún abusos con que en la actualidad están procediendo las autoridades Constitucionalistas con esta industria en México, son inmorales, y sólo darán como resultado la ruina de la industria, con las correspondientes consecuencias para el Gobierno mismo”.
Así las cosas, El Águila, a través de Rodolfo Montes, un hábil corruptor y enlace de la petrolera con el gobierno mexicano, cortejaba de manera sistemática a diversos dirigentes de la Revolución, como lo había hecho antes Cowdray (el dueño) con personalidades del porfiriato como Enrique Creel o el hijo de Porfirio Díaz, a quienes había incluido en el consejo de Administración, además de haberlos hecho socios.
Al periodista Querido Moheno, anotado en la “lista especial”, se le daban 300 pesos oro mensuales para ”nulificar cualquier daño que pudiera causarnos”. Por su parte, Miguel Alessio Roles recibía en 1920 una iguala mensual de 300 pesos oro nacional. José Ives Limantour, secretario de Hacienda, recibía cajas de whisky y objetos de arte que le enviaba a su casa con cierta regularidad el entonces gerente de El Águila John P. Body. Por supuesto, la compañía no descartaba el uso de otros instrumentos extralegales, para decirlo con delicadeza, como el soborno, el espionaje y la presión diplomática.
En fin, como ilustra Eduardo Clavé, el defensor de los intereses de El Águila, en contra del gobierno mexicano, era Félix Fulgencio Palavicini, “un personaje famoso por su estridencia, su retórica hiperbólica y su elocuencia oropelesca, pero eficiente”.
Hacia 1916 Palavicini funda el periódico El Universal y se convierte en su propietario hasta 1923. Es notable en las primeras ediciones la presencia de la petrolera inglesa que inserta con frecuencia anuncios de primera plana. “Resulta curioso que se haya escogido después la imagen de un águila como emblema de El Universal”, comenta Eduardo Clavé. Después el exdiputado y periodista pide al gobierno de Carranza un préstamo de 13 mil dólares, restituye 5 mil y luego solicita que le perdonan la deuda por 8,500 dólares pues “se trata de hacerme un servicio personal, yo que no he solicitado nada y que siempre he servido con lealtad y abnegación”. En junio de 1918 un funcionario de El Águila aparta el inmueble de la compañía ubicado en Iturbide 12 para la Compañía Periodística Nacional, editora de El Universal.
Gracias a los archivos de El Águila se puede reconstruir casi día por día la actividad de Palavicini en las fechas cruciales de la formulación, discusión y aprobación del los artículos 27 y 73. Palavicini ya era un personaje influyente por la posesión de El Universal, “pero muy poco confiable” El periodista Fracisco Martínez de la Vega se refiere al tabasqueño como una de las “armas parlamentarias” de Carranza y habla del “dominio de Palavicini de triquiñuelas, posturas y cinismos políticos”.
Palavicini consiguió que se modificara la primera versión del artículo 27 y que no se mencionara la palabra petróleo. Una nota interna de la compañía petrolera registra que Palavicini recibía 500 dólares mensuales hasta mayo de 1917.